La posición de nuestro país durante la Segunda Guerra Mundial alimentó una serie de controversias en las relaciones argentino-norteamericanas cuyas consecuencias se proyectan hasta nuestros días. Acaso un momento culminante de ese distanciamiento se produjo en la Reunión de Consultas de Río de Janeiro de enero de 1942. Proyectando cómo un hecho sucedido hace ochenta años sigue siendo un punto clave de nuestra política exterior.
El ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre del año anterior, había puesto fin al aislamiento norteamericano obligando a los Estados Unidos a ingresar a la contienda. Los hechos forzaron a la Argentina -así como al resto de las repúblicas americanas- a definir su actitud con respecto a la solidaridad hemisférica.
Gobernaba el vicepresidente Ramón S. Castillo, quien había asumido el ejercicio del Poder Ejecutivo, a raíz de la enfermedad que aquejaba a su titular, Roberto M. Ortiz. Cuyo retiro había fortalecido al sector conservador de la coalición de gobierno. El canciller José María Cantilo había sido reemplazado por el ex vicepresidente Julio A. Roca (hijo) y luego por Enrique Ruiz Guiñazú, hasta entonces embajador ante la Santa Sede.
De inmediato, Washington demandó el compromiso de los países del hemisferio y convocó a una reunión de consultas en Río de Janeiro a celebrarse en enero de 1942. Una cumbre cuyas consecuencias sobre la política exterior argentina fueron determinantes siendo que sus efectos de alguna manera persisten hasta hoy.
En todo momento, la diplomacia Castillo-Ruiz Guiñazú se aferró a la neutralidad. La que era, en definitiva, la postura tradicional de la Argentina. Al punto que al estallar la guerra, el Partido Socialista fue el único que se manifestó abiertamente por la causa de los aliados a través de un editorial en La Vanguardia el 7 de agosto de 1939 titulada “La neutralidad es fascismo”. Castillo insistiría en esa tesitura y sostuvo que la unidad del continente no podía ser impuesta compulsivamente. Propugnó, contrariamente a los objetivos de Washington, que cada nación debía desplegar su propia política independiente.
El gobierno argentino se sorprendió -o al menos eso manifestó- ante la actitud de nueve países centroamericanos y caribeños que tan temprano como el 10 de diciembre se apresuraron a declarar la guerra a las naciones del Eje. Acaso eran excesivamente dependientes del gigante del Norte, una realidad que Buenos Aires no podía desconocer. Hacia fin de año, Colombia, México y Venezuela siguieron sus pasos.
El 24 de diciembre, el embajador norteamericano en Buenos Aires, Norman Armour, envió un cable a Washington advirtiendo sobre la actitud que la Argentina asumiría en Río. El día anterior, durante una reunión de gabinete, el Ruiz Guiñazú había insistido en la necesidad de mantener una posición estrictamente neutral. Al día siguiente, el titular del Palacio San Martín había adelantado al embajador brasileño que la Argentina no estaba en condiciones de declarar la guerra, ni siquiera de romper relaciones.
En los primeros días de enero, el canciller argentino invitó a Buenos Aires a los delegados de Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay para conferenciar antes de la reunión hemisférica de Río. Con o sin razón, los norteamericanos interpretaron el gesto como un intento por formar un “bloque” para obstruir sus objetivos.
Las rispideces habían sido tempranamente advertidas por el embajador ante la Casa Blanca, Felipe A. Espil. En una comunicación dirigida al canciller, el 3 de agosto de 1941, advirtió que “la repercusión del conflicto entre los países neutrales de América sigue acentuándose y hemos de tener que hacer esfuerzos inauditos para mantener nuestra neutralidad frente a los beligerantes”. El embajador Espil -protagonista de un legendario affaire con Wallis Simpson- aseguró que “dígase lo que se diga, Estados Unidos entró en guerra el día que se sancionó la llamada ley Lend-Lease”, haciendo referencia al programa de ayuda que permitía a Washington asistir en el esfuerzo militar a sus aliados británicos, el gobierno francés en el exilio, a la República de China al mando del mariscal Chiang Kai-Shek y más tarde a los propios soviéticos.
El contenido de aquella carta difícilmente pueda clasificarse bajo los habituales criterios de los circunloquios diplomáticos. Espil escribió al ministro de Relaciones Exteriores que “será difícil mantener nuestra política de estricta neutralidad; esperemos en todo caso salvar nuestra dignidad y nuestra independencia”.
Fiel a su estilo directo, el embajador Espil volvería a dirigirse a Ruiz Guiñazú el 13 de diciembre, cuando no había transcurrido una semana desde el ataque japonés a Pearl Harbor. “La fuerza irresistible de los acontecimientos, más que la acción de los hombres o el concierto de los gobiernos, está creando en este continente una verdadera solidaridad de intereses que ha de durar por los menos mientras dure en conflicto”. Espil recordó al canciller que ya tiempo antes le había recomendado a su antecesor (Roca) tomar en cuenta el cambio en los acontecimientos. “Una política de aislamiento a outrance era sumamente peligrosa, más que por la amenaza que nos trajera fuera del continente, por las serias complicaciones que nos podía traer dentro de éste”. Espil insistió: “Hay que agregar que la amenaza extracontinental no es más una cosa remota: el ataque japonés a Pearl Harbor, a cuatro mil millas de la metrópoli, debe hacernos abrir los ojos”.
Ese mismo día, Ruiz Guiñazú fue alertado por el embajador en Brasil, Eduardo Labougle, quien luego de entrevistarse con el canciller Osvaldo Aranha informó a Buenos Aires que “he recogido la impresión que la reunión puede contemplar el rompimiento de las relaciones diplomáticas con los países en guerra con los Estados Unidos de América”.
Ruiz Guiñazú llegó a Río -todavía entonces capital del Brasil- el 14 de enero y fue recibido por el presidente Getulio Vargas. El canciller argentino tenía instrucciones precisas: eludir compromisos permanentes y acuerdos militares sin intervención del Congreso. En su obra “La neutralidad argentina durante la Segunda Guerra Mundial” (1997) Isidoro Ruiz Moreno indica que Vargas coincidió con el planteo de descartar la guerra al eje Berlín-Roma y de no reconocer a Gran Bretaña el carácter de país no beligerante. Y formuló el deseo de que predominase la “juiciosa actitud” argentina, al tiempo que le pidió al canciller rioplatense que convenciera a los norteamericanos.
La correspondencia de los días que siguieron permite reconstruir los hechos con perspectiva. El día 18, Ruiz Guiñazú informó a Buenos Aires que “tengo ahora la casi seguridad de que Chile, Perú y Paraguay, que aquí me han asegurado una posición concordante con la nuestra, buscan la fórmula de conciliar para ser gratos a Norteamérica”.
El 21 de enero, Castillo volvió a enviar un cable a su ministro reiterando que la Argentina no aprobaría ninguna resolución que implicara una ruptura automática con las potencias del Eje. Ese mismo día, el vicepresidente a cargo del P.E.N. había recibido al embajador Armour, quien recordó la importancia que tenía para su país la necesidad de contar con una posición unánime frente a la agresión extracontinental.
El New York Times publicó al día siguiente declaraciones del senador Tom Connally (D-Texas) en las que aseguraba que “el señor Castillo va a cambiar de opinión o los argentinos cambiarán de presidente”.
Un abismo parecía separar a los norteamericanos de los argentinos, obligando a la diplomacia brasileña a zanjar una posición. Como anfitrión de la cumbre, Vargas buscaba mostrar su deseo de cooperar con Washington. Pero los altos mandos del ejército brasileño manifestaron que no acompañarían una declaración que no fuera aceptable para los argentinos.
El representante norteamericano, el subsecretario Sumner Welles, era partidario de una política de apaciguamiento. Una actitud que lo distinguía de su jefe, el secretario Cordell Hull quien se mostraba intransigente. Pero Hull permaneció en Washington, junto a Roosevelt, en esas semanas dramáticas en las que los Estados Unidos abandonaban su tradicional aislamiento para comprometerse abiertamente en la conflagración mundial.
Fue en esas circunstancias cuando Welles, al frente de la delegación norteamericana, terminó cediendo -al igual que los otros diecinueve delegados- ante la “tozudez” argentina a los efectos de no comprometer la solidaridad interamericana. Indignado, Hull estalló de ira contra los argentinos, de quienes nunca guardó un grato recuerdo. A partir de la enemistad manifiesta que había mantenido en la década anterior con el canciller y Premio Nobel de la Paz Carlos Saavedra Lamas. Y nunca perdonó la actitud de Welles, quien terminaría renunciando un año y medio más tarde, tras la revolución del 4 de junio de 1943.
En sus Memorias, Hull escribió que haber aceptado la fórmula de la declaración propuesta por Ruiz Guiñazú “equivalía a una rendición ante la Argentina”.
Los argentinos podían sentirse satisfechos ante los resultados de la Conferencia de Río de Janeiro. Su objetivo de reemplazar la “obligatoriedad” de la ruptura de relaciones con las potencias del Eje por la “declaración” y la “recomendación” se había logrado. La Argentina había obtenido un triunfo diplomático de cortísimo plazo. Acaso retórico.
El día 29, Ruiz Guiñazú tuvo un accidentado regreso a Buenos Aires. Su avión se despistó al despegar en el aeropuerto Santos Dumont y cayó al agua. De pronto presagiando los tiempos que esperaban a la Argentina.
En los días que siguieron a la reunión de Río, solo la Argentina y Chile dejaron de dar cumplimiento a la ruptura de relaciones que habían aprobado. El resto de los países -comenzando por Brasil- se mostraron como fieles aliados de los norteamericanos. Una relación que rendiría frutos en las décadas que siguieron, cuando los EEUU financiaron en gran medida el espectacular despegue económico brasileño, una de cuyas manifestaciones más concretas fue la de la siderúrgica de Volta Redonda.
El gobierno argentino protestó cuando poco después la Administración Roosevelt se negó a satisfacer sus pedidos de aviones, barcos de guerra, armas y pertrechos. Ruiz Guiñazú sostuvo que el rechazo a la solicitud de asistencia militar implicaba una discriminación injustificada. Pero Welles entendió que era el resultado de la negativa argentina a unirse a las repúblicas americanas en solidaridad hemisférica. Y la comprobación de que la Argentina mantuvo sus vínculos con las naciones del Eje hasta bien entrada la guerra.
La frialdad con la Argentina volvería a quedar demostrada a comienzos de 1943 cuando el vicepresidente Henry A. Wallace hizo una extensa gira por varios países latinoamericanos y deliberadamente omitió visitar Buenos Aires.
Roosevelt y Cordell Hull nunca perdonarían a los argentinos. Castillo se aferró a la neutralidad. Y la Argentina fue de pronto excesivamente castigada en los años que siguieron, cuando el movimiento liderado por Juan Perón heredó las complejas relaciones con unos Estados Unidos que emergieron de la guerra con la categoría de superpotencia. Obligando al propio Perón a procurar reconstruir su relación con Washington en especial durante su segundo mandato presidencial.
Pero esta historia no estaría completa sin evocar un dato fundamental. A comienzos de los años cuarenta la Argentina era el país más importante de la región. Y aunque como demostró Alejandro Bunge en “Una Nueva Argentina” (1940), Argentina ya no conservaba el lugar híper-privilegiado que la había llevado a ostentar uno de los PBI per cápita más elevados del mundo veinte o treinta años antes, sí ocupaba en términos relativos una posición infinitamente más relevante que la que ejerce actualmente.
Un ejercicio de Historia contrafáctica podría llevar a conjeturar qué podría haber sucedido en aquel momento decisivo si Ortiz no se hubiera enfermado. Y si en lugar de Castillo-Ruiz Guiñazú, la diplomacia argentina hubiera estado en enero de 1942 en manos de hombres indubitablemente pro-aliados como el general Agustín P. Justo, Marcelo T. de Alvear, Federico Pinedo, Cantilo o Roca (h.).
O el propio Miguel Angel Cárcano -quien por motivos extra-políticos y de índole privada no pudo integrar la fórmula presidencial de 1937- y quien por entonces ocupaba la estratégica posición de embajador en Londres. Ante la Corte de St. James. Representando a nuestro país frente al otro gran actor del triángulo que entonces forjaba el posicionamiento internacional de la Argentina y cuyas necesidades explicaban en buena medida el apego a la estricta neutralidad.
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