La política argentina entra de a poco en un terreno circense que ni la ayuda, ni la ensalza, ni la rescata del lodazal en el que la sociedad la cree inmersa, y anula cualquier intento serio de un debate de ideas. Si las hay.
El flamante diputado de Avanza Libertad, Javier Milei, acaba de dar un paso más, ya dio varios, en el terreno de la carpa y el trapecio. Decidió donar su sueldo de diputado, poco más de doscientos mil pesos, a quien se anote y salga favorecido: la tómbola roza ya los cargos electivos.
Pudo haberlo hecho de forma anónima. Pudo haberlo entregado a una entidad que lo necesite, hay varias, aunque el Hospital de Niños, la Casa Cuna o el Garrahan lo hubieran agradecido mucho. Ese hubiese sido un gesto espectacular del que nadie se hubiese enterado, ni falta que hace. Sin embargo, Milei eligió entregarlo a un tocado por la suerte, que saldrá favorecido bajo el escrutinio de un escribano público. Ya se inscribieron más de medio millón de ciudadanos, lo que pone en las manos del legislador una formidable base de datos. Hay otros métodos para obtener lo mismo, el trabajo duro, por ejemplo.
Milei dijo que no quiere donarlo porque eso sería hacer caridad con el dinero ajeno, el de los contribuyentes. Pero resulta que eso es lo que establece la Constitución Nacional. A este paso, habrá algún legislador que no quiera gastar su dieta en gaseosas americanas, para no ceder al imperialismo los impuestos del pueblo. No demos ideas.
Sabrina Ajmechet, su par de Juntos por el Cambio, paridad porque los dos son diputados, se entiende, se preguntó de qué vive Milei si dona su sueldo. ¿Qué le importa a la diputada Ajmechet de qué vive el diputado Milei? O si decidió hacer votos de pobreza franciscana y es un asceta de ermita. ¿No hay nada más importante para discutir? Por ejemplo, ¿qué significa en verdad el anarcocapitalismo que Milei dice defender, y cómo lo va a instrumentar? ¿O qué hacía un tipo armado con una pistola automática que amenazó empuñar desde el escenario del Luna Park el día que él fue electo diputado? ¿O si eludir la letra de la Constitución y disponer de gente armada en los escenarios no coloca al anarcocapitalismo de Milei muy cerca de los camisas pardas del Berlín de los años 30? ¿De verdad es asunto del Congreso Nacional saber de qué vive Milei?
Hace ya unos cuantos días, por suerte el año que ya se fue y ojalá no vuelva, una dura tenida entre radicales terminó con un vaso que voló, o se desplazó, o aterrizó donde no debía. Según las versiones más fidedignas, la de uno de los involucrados en el desplazamiento del vaso que no fue obra del ouija o del espiritismo, el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, se lo tiró al senador Martín Lousteau. Esas cosas pasan. Sobre todo, cuando se discute poder. Pasan cosas más graves, también. De pronto la preocupación social pareció limitarse a dos o tres hechos: ¿tenía agua el vaso?, ¿se rompió? ¿acertó en la humanidad del agredido?
Casi no supimos, si lo sabemos y no lo olvidamos, qué se discutía, en cuáles términos, con cuáles condiciones y argumentos, cómo se saldó todo después del vaso móvil. ¿Cómo es que una diputada flamante se va de vacaciones, deja su banca vacía y vuelve en contra de su partido una moción en la que su voto era fundamental?
Hace ya varios años, en ocasión del sonado caso Lewinsky que involucró al presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, con una becaria de la Casa Blanca, Ben Bradlee, director del Washington Post reveló una conducta social particular de la sociedad americana. Decía Bradlee que los lectores del Post, por un lado, afirmaban: “Basta ya, se trata del presidente de Estados Unidos. No hagamos una carnicería que salpique la entidad presidencial”, y cosas así. Pero, por otro lado, los mismos lectores pedían al Post: “Cuenten un poco más, ¿hubo o no sexo? ¿estaba manchado el vestido azul o no?”. Es la diferencia entre lo espectacular y la payasada.
La política precisa a veces de gestos espectaculares. Pero una cosa es la espectacularidad y otra muy diferente es la foca con la pelota en la nariz.
En el congreso de 1973 ocupó una banca un hombre del partido conservador, Francisco José Falabella, un personaje que decía que los conservadores habían participado del fraude patriótico “poniendo al servicio del país la incorruptibilidad de sus mejores hombres”, que anarcocapitalistas hubo siempre. En una sesión quiso hacer un homenaje a Sarmiento y la bancada del peronismo mayoritario le tiró un camión encima. Pero cuando le tocó hablar, Falabella abrió su portafolios, sacó una bandera nacional y la extendió sobre su bancada. Casi lo linchan, pero el gesto espectacular había conseguido el homenaje a Sarmiento.
Circula en la web un discurso del general Perón, ya anciano, presidente por tercera vez, ante sus descamisados de la CGT. Por la ropa veraniega, o fue una de sus charlas habituales en la central obrera en diciembre de 1973 o en el verano de 1974. Perón va a decirle a la columna vertebral de su movimiento, que no hay plata para aumentar los sueldos al ritmo de la inflación, porque entre otras cosas, el país está endeudado y gasta más de lo que produce. No fue ayer, fue hace cincuenta años.
En realidad, son dos los discursos de Perón: el de sus palabras y el de sus gestos. Y hay una tercera lectura: los gestos de quienes lo rodean. En un momento dado, Perón tiene que admitir la realidad: no hay plata suficiente para igualar los salarios con la estampida de precios. Y recurre a una frase espectacular, que resuena todavía en su voz cascada: “Para hacer un guiso de liebre, lo primero que hay que tener es la liebre”. Y la CGT en pleno lo ovaciona.
El Congreso de la democracia recuperada tuvo debates brillantes, como el de la deuda externa, y gestos espectaculares, el “Mocoso insolente”, de Juan Carlos Pugliese a José Luis Manzano y su posterior pedido de disculpas. En los 90, Carlos Menem, su estratósfera y su artificial histrionismo, le bajaron la intensidad a la democracia y en las últimas dos décadas, política y políticos, como el resto de la sociedad, han sufrido un llamativo proceso de decadencia. Hay excepciones, que antes eran lo habitual, pero en general no sólo escasean oradores, escasean ideas; los debates son batallas campales en las que rondan el insulto, la agresión, a veces el disparate, siempre los gritos; hay legisladores con dificultades básicas para encarar la sintaxis también básica: sujeto, verbo, predicado, complementos. Puede parecer tonto, pero esa fórmula es siempre útil para transmitir ideas.
Padecemos un drama educativo que tiene raíz en la falta de lectura, en el abandono de la escritura, en la resignación del estilo al espanto que dictan las redes sociales. Una sociedad cultísima como fue la Argentina, merece más que eso.
La política haría bien en revisar sus formas y su estilo. No es que vaya a salvar a la sociedad, pero tal vez achique la distancia que parece hoy separar a los ciudadanos de su dirigencia política. Es un mar en el que cansa nadar, agotados y en pleno desconcierto.
Si la foca y la pelota vuelven a circo, a lo mejor florecen las ideas.
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