Si bien los fallecimientos o internaciones hospitalarias por COVID-19 son mitigados por el esquema vacunatorio como medio más efectivo para restaurar la normalidad en la vida civil, resulta fundamental garantizar una tasa de vacunación lo suficientemente alta para lograr lo más rápidamente la inmunidad colectiva, evitando el surgimiento de nuevas cepas dominantes. Así, no sólo todos los países deberían tener suficiencia vacunatoria, sino que, en aquellos sin escasez de vacunas, una opción para aumentar la eventual poca aceptación es su obligatoriedad.
Contrariamente a lo escuchado por varios comentadores en diversos medios, si bien las vacunas disponibles en su gran mayoría aún están aprobadas de emergencia, salvo algunas ya autorizadas definitivamente, esto no mella desde la bioética el poder considerarlas como obligatorias. La aprobación de emergencia por entes nacionales o internacionales como FDA, EMA, ANMAT u OMS, refleja la conclusión a partir de evidencia clínica que los beneficios de una vacuna superan sus riesgos ante la ausencia de opciones adecuadas, aprobadas y disponibles. Dichas aprobaciones, tal como indican los especialistas Brit Trogen, Eve Dubé, y David Oshinsky, deben ser exclusivamente técnicas sin ninguna injerencia política ni económica para acelerar contramedidas que apacigüen las consecuencias de la pandemia, contrariamente a lo sucedido con la gripe porcina en 1976. La diferencia entre aprobación de emergencia y definitiva, radica no tanto en la seguridad y eficacia de las vacunas, sino en la acumulación de mayor evidencia científica que respalde su uso en toda población receptora documentando la mayor cantidad de efectos adversos, más la revisión y aprobación del proceso de fabricación de manera confiable, segura y con calidad constante, tal como afirman Lisa Maragakis, Gabor Kelen, Allan Tran y Theodore Witek, ejemplificado recientemente con los casos de vacunas obligatorias contra el ántrax en 2005 y contra el HPV en 2006.
Para que un Estado pueda establecer apropiadamente la obligatoriedad de una vacuna, desde la bioética, debe cumplir al menos cinco pautas sustantivas, basadas principalmente en dos criterios bioéticos de la salud pública que exigen, por un lado, que las intervenciones que incidan en la autonomía sean necesarias y razonables; y por el otro, que prime la puesta a prueba de políticas menos onerosas antes que otras.
La primera pauta es la existencia de evidencia que, en este caso, el COVID-19 no estuviera adecuadamente controlado entre la población mediante otras medidas, como tests de rastreo o aislamientos, mostrando tendencias crecientes y sostenidas de nuevos casos, hospitalizaciones o fallecimientos, haciendo del patógenos una amenaza constante.
La segunda es la evaluación en un tiempo limitado de que la aceptación voluntaria de la vacuna entre los grupos de alta prioridad no haya alcanzado el nivel requerido para prevenir la propagación de la pandemia. Aquí, los costos de un adecuado plan de vacunación voluntaria pero que resulta finalmente fallido, son lo suficientemente altos como para limitar el intento a semanas, máximo algunos meses.
La tercera es la enfatizada por expertos como Sarah Schaffer DeRoo y Kathryn Edwards, basada en la obtención de la mejor evidencia disponible y respaldo probatorio respecto de la seguridad y eficacia de la vacuna más su comunicación de forma transparente a la población sujeta a tal obligación. Para el caso del COVID-19, dicha población bien podría priorizar ancianos, profesionales de la salud, personal de seguridad y militares en servicio activo, personas de alto riesgo por comorbilidades o que trabajan con pacientes de alto riesgo, incluyendo poblaciones de alta densidad o hacinamiento.
La cuarta pauta es que el Estado garantice la infraestructura y suministro en tiempo y forma de la vacuna a los grupos de población sujetos a la obligación, sin obstáculos logísticos ni económicos. De lo contario, imponer tal requisito antes de asegurar el abastecimiento y acceso adecuado resulta injusto provocando controversias y alienando a la población, tal como ocurrió en 2009 con la vacuna contra la influenza H1N1 para los trabajadores de la salud en Estados Unidos.
La quinta y última es que el Estado debe crear un programa de compensación para quienes tengan efectos adversos o lesiones graves por la vacuna declarada obligatoria. Vigilando, además, eficaz y permanente en tiempo real, todo efecto secundario mediante un sistema de notificación para reconsiderar las decisiones de la obligatoriedad a medida que evoluciona masificándose la vacunación.
Así, de cumplirse estas cinco pautas de activación y debido a que el poder constitucional para proteger la salud pública recae principalmente en el Estado, este deberá adoptar su propia legislación respaldada por certificaciones que garanticen de forma transparente el haber cumplido todas y cada una de dichas guías.
Luego, ante la obligatoriedad de la vacunación, su incumplimiento incurriría en una sanción. Y, debido a la infecciosidad y peligrosidad del virus, se podrían justificar sanciones relativamente sustantivas, incluida la suspensión del empleo o severas restricciones en accesos públicos y privados para quienes estuviesen dentro del grupo designado y que se negasen a la vacunación. Sin embargo, no deben utilizarse multas ni sanciones penales. Las primeras, porque colocan en desventaja a la población más económicamente vulnerable o de menores recursos y las segundas, porque invitan a impugnaciones legales por motivos de debido proceso.
Ahora, para generar confianza pública los funcionarios estatales deberán implementar la política de vacunación a través de un proceso transparente e inclusivo, trabajando en estrecha colaboración con funcionarios de salud locales, asociaciones de profesionales de la salud, hospitales, clínicas, farmacias y representantes de grupos de población de alto riesgo, entre otros. Siempre y sin excepción, tal como lo enfatizan Michelle Mello, Sara Abiola y James Colgrove, las empresas farmacéuticas y laboratorios, deben mantenerse al margen de este proceso, porque su participación y cabildeo a favor de la legislación de la obligatoriedad de la vacunación o toda formulación de políticas de salud pública, levanta sospechas de que el beneficio económico, más que la salud pública, subyace en tal propuesta, socavando el apoyo a la vacunación incluso sin un régimen obligatorio.
Seguramente, una vez cumplidas estas pautas y normas, más la campaña de educación y concientización mostrando la importancia de la vacunación, todo ello orientado a declarar obligatoria la vacunación contra el COVID-19, será menos controversial socialmente y más eficaz desde el derecho, exigir un pase sanitario. Aunque cabe aclarar que desde la bioética y por el principio de subsidiariedad, en la salud pública un pase sanitario no exige la obligatoriedad de las vacunas, siempre que exista un adecuado y satisfactorio suministro y acceso a estas por parte de la población. Y esto es por la eminente función preventiva de la salud pública, una responsabilidad doble tanto retrospectiva por lo ocurrido como también prospectiva, entendida como garantía por riesgo de un acto aún no ocurrido. Similar al principio de daño definido por Stuart Mill, donde el único propósito para el ejercicio legítimo de un poder sobre cualquier individuo de la comunidad, contra su voluntad, es evitar daños a otros.
Pero el problema en Argentina, más moral que bioético, continúa siendo la frecuente opacidad en las decisiones políticas, falta de integridad y responsabilidad de numerosos funcionarios, más la consecuente extendida desconfianza en el sistema por parte de la población. Esto hace que la eventual necesaria implementación y control de aquellas pautas estaría a cargo de burócratas mayormente disfuncionales a una república y estado de derecho, y en un contrato social quebrado.
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