“¡Ha estallado la revolución!”, se escuchó en las puertas de la jefatura policial. Tras caer asesinados el propio comisario de turno de un disparo en la frente, y tres de sus colaboradores en la esquina de Italia y Pascual Echagüe, el tórrido enero de 1932 trastocó para siempre la tranquilidad pueblerina de los 34 mil habitantes de la ciudad de La Paz, en el noroeste de la provincia de Entre Ríos. Noventa años atrás, comenzaba el levantamiento armado de los hermanos Kennedy.
Los delirios de perpetuidad del general José Félix Uriburu (el Mariscal von Pepe para sus detractores) habían chocado contra la realidad y dejaron paso a los verdaderos padres del golpe del 30. Así, otro general, Agustín P. Justo, gracias a la proscripción del radicalismo había ganado los fraudulentos comicios de noviembre del 31.
La respuesta militante no se hizo esperar y comenzó a idear planes insurreccionales de toda índole. Desde su exilio en la vecina Montevideo, hasta el propio Marcelo T. de Alvear instó a los radicales que lo visitaron a resistir y no acordar. Entre quienes lo escucharon en su destierro, estaban tres hermanos entrerrianos de ascendencia irlandesa, Mario, Eduardo y Roberto Kennedy, estancieros prósperos, criadores de animales de raza, con sembradíos de lino y quebrachales, entre otras actividades.
Apellido de abolengo global que por estas costas llegó casi en paralelo a las del norte del continente, nuestros Kennedy se hicieron protagonistas de la historia argentina cuando junto a una cincuentena de hombres munidos de armas de puño marcharon hacia el centro de la ciudad entrerriana y cumplieron con un plan revolucionario donde sobraban convicciones y faltaban armas.
El plan del naciente Comando del Litoral al mando del general Severo Toranzo incluyó levantamientos que debieron repetirse en diversas localidades, pero cayó a causa de delaciones y problemas en las cadenas de comunicación. La ciudad entrerriana de Concordia era el eje de la revolución, pero el 3 de enero por la noche la dirigencia local de la UCR fue apresada; las ciudades correntinas de Curuzú Cuatiá y Goya tampoco fueron de la partida. A los hermanos Kennedy nadie llegó a avisarles y siguieron adelante con los suyos.
A 512 kilómetros de la Casa Rosada, los revolucionarios avanzaron sobre el edificio de la municipalidad, la sede de Correos y Telégrafos y la oficina judicial. Una a una, las dependencias públicas paceñas quedaron en manos de los radicales. De allí, marcharon al Tiro Federal y se proveyeron de armas. Finalmente, dispusieron brindar una especial custodia de las sedes bancarias y tomaron la compañía telefónica La Entrerriana. Entre los rebeldes, participó un aún anónimo Héctor Roberto Chavero, al que todos conoceremos años más tarde como Atahualpa Yupanqui.
Durante la madrugada, los propietarios de la imprenta Renovación trabajaron para editar un manifiesto escrito por Mario que fue entregado en mano a los pobladores: “¡Marchemos todos a derrocar al hombre que detenta el poder allá, en la lejana y soberbia Buenos Aires!”. El texto conmovió a un puñado de civiles que se plegó de buena gana al llamado de los Kennedy.
Por esas mismas horas, también a la vera del río Paraná, otro tanto sucedió a 45 kilómetros, en Santa Elena. Al mediodía, el gobernador antipersonalista, Luis Etchevehere, vía telefónica llamó a la sede policial para ordenar a Mario que cese la toma. Minutos antes, había solicitado a Buenos Aires la asistencia urgente de las fuerzas federales. Sabía de antemano que los Kennedy no darían un paso atrás.
Desde el Ejército, cautelosos, primero apelaron al vuelo de un avión que sembró de volantes las escasas calles céntricas de la ciudad y prometió que “sería restablecido el orden y sometidos los autores del atentado a la justicia competente”. Lo firmaba el general Luis Bruce, el mismo que había frenado el levantamiento correntino del teniente coronel Gregorio Pomar, en julio de 1931.
“Allí el derecho amanece con Artigas y llega al meridiano con Urquiza. Cuna de gauchos cantores y altaneros, prontos siempre a saltar a caballo para cruzarse por la dignidad. Honrada gente de campo acostumbrada a vivir mal y a morir bien”, caracterizó el poeta uruguayo, Yamandú Rodríguez, en su pormenorizada reconstrucción de la epopeya rebelde que publicó bajo el título “Los Kennedy”.
La represión no se hizo esperar y los efectivos de la policía local reagrupados, el Ejército con tropas de la III División, sumado a dos buques (Mirador M6 y Rastreador M1) que partieron desde el puerto de la ciudad de Buenos Aires, emprendieron su ofensiva con el objetivo de apresar a los hermanos y recuperar los edificios públicos de la ciudad de La Paz. No obstante, tanto por tierra como por agua se replegaron tras perder a varios de sus efectivos en la mañana del 6. La avanzada policial fue la que sufrió más bajas.
Finalmente, fue el 7 desde temprano que comenzó el bombardeo de la estancia Los Algarrobos por más de tres horas. A las doce bombas arrojadas por los biplanos Breguet III, triplazas con motor rotativo francés que habían hecho su bautismo de fuego en la Primera Guerra Mundial, se sumaron centenares de ráfagas de las ametralladoras de los monoplanos, también franceses, Dewoitine D 21.
“Esos oficiales tuvieron el triste privilegio de realizar el primer bombardeo de la historia de la aviación militar argentina, contra sus propios compatriotas, alzados contra una dictadura sangrienta”, subrayaron Charo López Marsano y Ernesto Salas en su libro “¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución!”.
El mismo 7 de enero del combate de El Quebrachal, Uriburu firmó en Buenos Aires la aprobación de los resultados de las elecciones fraudulentas de noviembre, y declaró así constituido el Congreso.
Tras eludir la persecución de la policía, el Ejército y la Armada por más de cuarenta días, rodeados de un calor agobiante, pero también de la solidaridad de correligionarios, cazadores de carpinchos y paisanos, los hermanos recién a mediados de febrero llegaron a la ciudad de Salto, donde los recibieron centenares de exiliados radicales.
“La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada, y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida y la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o sino de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso telégrafo y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del Orden”, escribió Jorge Luis Borges con sarcástica amargura en su homenaje a las fallidas intentonas revolucionarias radicales que estallaron entre 1930 y 1933.
Acribillada a fuerza de decretos con olor a pólvora, la utopía radical que se construyó entre 1891 y 1930 se fue cayendo a pedazos. Ya sin armas, con el mínimo común denominador del preámbulo de la Constitución como rezo laico, los radicales demorarán cincuenta años en reencontrar el apoyo de las grandes mayorías.
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