Durante décadas el “juego de los 7 errores” fue un divertimento muy popular que publicaban diarios y revistas en el que se desafiaba a los lectores a comparar dos imágenes en apariencia idénticas para encontrar unas pocas divergencias disimuladas como errores casi imperceptibles en una con relación a la otra. Resultaba ganador quien lograba identificar las pequeñas discrepancias entre las dos figuras.
Las reglas de este juego resultan útiles para encontrar las diferencias entre las dos imágenes cada vez más parecidas que devuelven el Gobierno y la oposición en temas fundamentales.
Recientemente, Juntos por el Cambio apoyó importantes iniciativas del kirchnerismo. Por ejemplo, acompañó con su voto la aprobación del presupuesto de la provincia de Buenos Aires presentado por el gobernador Axel Kicillof, que entre otras cosas crea más de 25.000 cargos públicos nuevos.
Luego de prometer que no subirán los impuestos, los tres gobernadores de la UCR firmaron con el presidente Alberto Fernández el Pacto Fiscal que los habilita a hacerlo, y a crear nuevos. Solo se opuso el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, que no lo rubricó. En 2017 los gobernadores de ambos partidos habían suscrito un acuerdo que iba en sentido contrario, es decir, reducir la presión tributaria a nivel provincial, que ahora se revierte.
Siguiendo con el juego de las diferencias el caso más resonante fue el que habilitó la sanción de la ley de bienes personales. Aquí, una omisión de Juntos por el Cambio terminó por favorecer al gobierno. En efecto, como se sabe la oposición había logrado que se apruebe en la Cámara de Diputados la convocatoria a sesión para tratar su iniciativa. Sin embargo, sorpresivamente no logró reunir a todos sus legisladores, permitiendo al oficialismo imponer su proyecto, que aumenta este impuesto.
También votaron juntos oficialistas y opositores para derogar la ley que había puesto límite a la reelección indefinida de los intendentes en la provincia de Buenos Aires, sancionada durante la gestión de la gobernadora María Eugenia Vidal.
Las diferencias también desaparecen al comparar los déficits internos que aquejan a ambas coaliciones; el kirchnerismo y Juntos por el Cambio comparten la falta de liderazgo, las permanentes tensiones públicas entre sus facciones, la dificultad de lograr posiciones unificadas en temas claves y la ausencia de renovación de la dirigencia.
A pesar de todo, en ambas coaliciones han prevalecido las fuerzas centrípetas que evitan su disgregación interna. Es posible que la persistencia de posiciones extremas en el kirchnerismo, la mala gestión del gobierno y la alta imagen negativa de sus principales dirigentes hayan favorecido a que Juntos por el Cambio se mantenga unido con la esperanza de volver al mando del país. Enfrente, el uso de los cuantiosos recursos económicos y simbólicos que provee la administración central y la resignación de Alberto Fernández a disputarle el poder a Cristina Kirchner, han permitido mantener los equilibrios en la coalición oficialista.
Por último, las diferencias entre el gobierno y la principal alianza opositora también se diluyen si se confrontan las gestiones presidenciales de Mauricio Macri y Alberto Fernández. Las imágenes resultantes tienden a coincidir: alta inflación, estancamiento del PBI, destrucción de empleos de calidad y mayor informalidad, pérdida del salario real, aumento de la pobreza, abultado déficit fiscal sin financiamiento genuino, escasez de reservas y fuga de capitales.
Así, en el juego de los errores resulta cada vez más difícil encontrar las diferencias de fondo que separan el gobierno de la principal oposición. En todo caso, las divergencias parecieran circunscribirse a cuestiones de estilo y de identidad, que transcurren en el plano de la promesa electoral y en los discursos, donde la encendida diatriba genera la sensación de una grieta profunda e irrecuperable. Se oponen en lo que dicen y en cómo se definen, pero se parecen en lo que hacen y en lo que provocan. Las acusaciones de populista y neoliberal, que los ubica en polos opuestos, no se corresponden con sus decisiones fundamentales.
Esta conclusión no significa que Juntos por el Cambio y el kirchnerismo tengan la misma matriz ideológica, que representen lo mismo ni que busquen el apoyo de los mismos sectores de la población.
Una respuesta posible a esta divergencia es que uno y otro se han vuelto conservadores, en términos de su preferencia por mantener las cosas inalteradas antes que reformarlas o intentar hacerlo. De esta manera, pueden identificarse y presentarse como opuestos a pesar de no serlo.
En efecto, los líderes de ambas coaliciones consideran que es mucho más rentable para ellos mantener las mismas políticas por décadas fracasadas antes que afrontar los desafíos de cambiarlas, conscientes de que podrán seguir alternándose en el poder a pesar de que la situación económica y social siga empeorando. Más aún, los principales dirigentes kirchneristas y juntocambistas comparten la idea de que avanzar en las reformas pondría en riesgo su continuidad en el mando, debido a la baja tolerancia al cambio de una sociedad que se moviliza rápidamente cuando sospecha que la innovación traería la pérdida de derechos, conquistas o recursos; un quiebre del statu quo del que se cree se saldrá peor. Es la consagración del viejo refrán: “mejor malo conocido que bueno por conocer”.
De este modo, en la Argentina la política y la sociedad se han vuelto conservadoras y previsibles, y la alternancia de ambas coaliciones en el poder, estable y repetitiva; con los mismos resultados conocidos.
Esta sinonimia del gobierno y la oposición probablemente impulse a los dirigentes de Juntos por el Cambio a ensayar gestos de confrontación con el oficialismo para sortear las críticas por los recientes acuerdos bipartidistas y para preservar su identidad y su cohesión interna.