Dentro del conjunto de medidas adoptadas para enfrentar la pandemia provocada por el coronavirus, el Gobierno dispuso recientemente la obligatoriedad de contar con un “Pase Libre COVID” como requisito para realizar diversas actividades que representen un riesgo epidemiológico. Dicho instrumento, conocido popularmente como “pase sanitario”, tiene como objeto acreditar que su titular haya recibido al menos dos dosis de la vacuna contra el virus. Como no podía ser de otro modo, la decisión despertó polémicas e, incluso, motivó la promoción de acciones judiciales en las que se planteó su inconstitucionalidad.
En esta oportunidad, quisiera poner dicha medida en un contexto más amplio que el de la pandemia. Deseo mostrar que, si pensamos que una de las funciones del estado es la de manejar o administrar los riesgos sociales, entonces se comprende mucho mejor en dónde reside la legitimidad de muchas medidas con las que convivimos cotidianamente y desde hace muchos años. Y que, una vez que advertimos esa circunstancia, tal vez podamos despejar varias de las incógnitas que se plantearon sobre la validez del “pase sanitario”.
Antes de avanzar, creo que es importante aclarar que no voy a defender aquí la tesis de que el “pase” es constitucional. Y no lo haré por dos razones. La primera es que me voy a limitar a sugerir un argumento para justificar su constitucionalidad, pero no voy a refutar las posibles objeciones que puedan esgrimirse en su contra. Mi objetivo es hacer un aporte no concluyente al debate público para incorporar consideraciones que, según creo, fueron omitidas hasta ahora. La segunda razón es que la amplitud de las actividades previstas en la normativa hace que sea muy probable que existan supuestos específicos de aplicación de la nueva regulación en los que la obligatoriedad del “pase sanitario” sea efectivamente inconstitucional.
El estado como administrador de riesgos
Imaginemos una ciudad en la que tanto automóviles como bicicletas pueden circular por las calles. De acuerdo con una primera concepción, el Estado no debería adoptar medidas especiales referidas a los riesgos involucrados en la coexistencia de autos y bicis. Según esta concepción, el ciclista asume voluntariamente el riesgo de sufrir un accidente con un automóvil. Por lo tanto, internalizará los costos que se sigan de, por ejemplo, la eventual insolvencia del conductor del vehículo. Esta primera concepción se muestra como respetuosa de la autonomía de los individuos.
Sin embargo, lo que a primera vista parece ser respeto a la autonomía individual, podría no serlo si se analizan las cosas con mayor profundidad. Por ejemplo, los ciclistas podrían no tener información sobre el estado de solvencia en general de los automovilistas, o sobre cuántos de ellos contrataron seguros de daños contra terceros o sobre los índices de siniestralidad. Y reunir esta información podría ser demasiado costoso para cada ciclista, de manera tal que la hipotética decisión de asumir el riesgo por salir a andar en bicicleta no puede ser genuinamente considerada como una reflexión juiciosa, fruto del ejercicio bien entendido de la autonomía individual. Algo similar podría decirse si, por ejemplo, entre los habitantes de la ciudad existiera un prejuicio extendido según el cual conducir un automóvil es sinónimo de poseer enormes riquezas. Si los ciclistas comparten este prejuicio, asumirán el riesgo del paseo en bicicleta sin evaluar adecuadamente la situación.
De ese modo, en contextos en los que las preferencias individuales podrían ser el resultado de un proceso en el que las personas, por costos de información o sesgos cognitivos, no ponderaron adecuadamente el riesgo que una decisión importa para su bienestar, la genuina promoción de la autonomía individual podría justificar ciertos tipos de regulación estatal que no serían admisibles para la primera concepción.
A lo anterior, debemos sumar una complejidad adicional. Imaginemos que nuestra ciudad tiene un sistema de salud pública universal. En los casos en los que hay un accidente con un automóvil y el responsable es insolvente, dicho sistema asume íntegramente el costo de atención y tratamiento de la víctima. Por esa razón, la cuestión de la interacción entre autos y bicicletas no es un asunto meramente privado. El municipio de la ciudad tiene un interés en ella, vinculado al manejo del sistema público de salud. Ese interés público podría justificar la adopción de regulaciones que reduzcan los costos involucrados en los accidentes entre ciclistas y automovilistas insolventes. Por esa razón, el riesgo involucrado no solo es individual, también es social.
A partir de estas reflexiones, cobra cuerpo la segunda concepción: la del Estado como administrador de los riesgos sociales. Esta concepción alienta la adopción de medidas concebidas para prevenir la concreción de esos riesgos. Así, por ejemplo, se podría prohibir la circulación de bicicletas (o de autos) o se podrían construir carriles especiales para que las bicicletas no compartan la calzada con vehículos de mayor porte. En lo que hace al problema de los automovilistas insolventes, el municipio podría difundir información, a través de campañas dirigidas a los ciclistas, para que estos puedan decidir mejor, ponderando adecuadamente el riesgo que asumirán. Todas estas acciones importan costos: para los contribuyentes que solventarán las bicisendas o las campañas informativas con sus impuestos y para los dueños de bicicletas (o de autos) que perderán la posibilidad de uso en la ciudad si hubiera una prohibición, etcétera. Pero también habrá beneficios, por ejemplo, la reducción de la cantidad de accidentes entre bicis y autos (con conductores insolventes) y la consecuente disminución del gasto respectivo en el sistema de salud.
Por supuesto, existen otras medidas que se podrían adoptar. El municipio podría entender que el costo a la libertad individual de prohibir las bicis (o los autos) es demasiado elevado. Por ello, apuesta a otra estrategia para reducir los riesgos sociales de la insolvencia de los conductores: impone la obligatoriedad de contratar un seguro de daños contra terceros y establece que, para circular con un auto, es requisito indispensable contar con un certificado que acredite esa circunstancia. De ese modo, se asegura que el costo por atención y tratamiento médico de un accidente en el que el automovilista sea responsable será cubierto por la aseguradora y, a su vez, el costo global de esos accidentes se dispersa entre todos los automovilistas, solventes e insolventes, que intercambian el riesgo de internalizar el pago de una indemnización de un siniestro, cuantiosa e indeterminada de antemano, por el pago de una prima mensual de monto determinado y comparativamente más barata. Esta medida ciertamente les impone un costo a los automovilistas, con el beneficio de liberarlos del riesgo ya mencionado, y beneficia al sistema público de salud y a los ciclistas que no internalizarán los costos derivados de la insolvencia de los conductores de autos.
El “pase sanitario” como administración del riesgo
Espero que el ejemplo sea lo suficientemente elocuente para ilustrar el caso del “pase sanitario”. Si siguiéramos la primera concepción, el Estado debería dejar que los individuos “nos la arreglemos” con las consecuencias de los contagios. De ese modo, si asisto a un bar y hay una persona infectada que, a su vez, me contagia, yo debería ser capaz de rastrear quién fue para hacerla responsable por su negligencia al haber ido a un bar estando contagiada. La negligencia es todavía mayor, casi rayana en el dolo eventual, si la persona no se hubiera vacunado por su propia voluntad. Pero, como está claro, la posibilidad de efectuar esa identificación es casi nula pues los costos de información son elevadísimos. La pasividad del Estado en este contexto está muy lejos de ser respetuosa de la autonomía individual y premia a las conductas irresponsables.
Ahora bien, si nos guiamos por la segunda concepción, se abre un amplio espacio para la regulación estatal concebida con fines preventivos. En ese sentido, en la Argentina ya experimentamos las dramáticas consecuencias del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. Creo que todos queremos evitar que esa traumática experiencia se repita. Y el modo en que podemos conseguir ese objetivo es a través de la vacunación. Por razones vinculadas con el respeto a la autonomía individual, el Estado optó hasta ahora por un esquema voluntario, no obligatorio, de acceso a las vacunas. Con la información disponible hasta hoy, sabemos que las vacunas son efectivas: vuelven menos probable el contagio, reducen la intensidad de los síntomas y, con ello, la cantidad de internaciones y muertes.
Entonces, el Estado decidió que el costo a la libertad personal de obligar a los individuos a vacunarse es muy elevado. También nos interesa colectivamente evitar una situación como la que vivimos con el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. A su vez, un grupo de personas decide voluntariamente no recibir la vacuna, pese a que las consecuencias negativas de ello, al impedir la reducción de los riesgos asociados con el contagio, son hasta ahora incontrastables. La pregunta es: ¿quién debe asumir en este contexto el costo de reducir los riesgos sociales de un aumento de los contagios? La obligatoriedad del “pase sanitario” hace que las personas asuman responsabilidad por sus decisiones e internalicen los costos que se siguen de ellas con el fin de reducir los riesgos sociales asociados con sus preferencias. Del mismo modo que quien prefiere conducir un automóvil en nuestra ciudad imaginaria internaliza el costo social de los accidentes pagando un seguro obligatorio.
En definitiva, para cuestionar al “pase sanitario” debemos entender primero que es una medida inserta en la lógica de la administración de riesgos sociales. Y si vamos a desmantelar el “pase sanitario”, debemos ser sumamente cuidadosos de hacerlo con argumentos que no importen también desarmar la función estatal de administrar esos riesgos. Salvo, por supuesto, que nos interese volver a vivir como hace dos o tres siglos. Por cierto, y para terminar, que el “pase sanitario” sea una política posible en términos constitucionales, no la vuelve necesariamente la mejor política. Yo, por ejemplo, pienso que la vacunación debería ser obligatoria. Pero, como nos gusta repetir, que una política no sea la mejor no quiere decir por ello que sea inconstitucional.
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