La catástrofe sanitaria en la que nos sumergió esta pandemia no hizo más que enrostrarnos el déficit estructural preexistente respecto a la salud mental, al que se suma el desamparo público.
El confinamiento, la incertidumbre y las noticias descontextualizadas sobre el aumento de casos genera pánico y retroalimenta un caos coronado por un insuficiente sistema de atención y contención.
El estallido de los casos de secuelas en la salud mental fue alrededor del mes de septiembre del 2020, cuando los pacientes se multiplicaron exponencialmente. A los nuevos casos se sumó el empeoramiento de los preexistentes y todavía podemos decir que este flagelo acaba de empezar. Las consecuencias de este dolor social extendido se verán por mucho tiempo y atravesarán distintas edades.
La American Psychiatric Association sostiene que la pandemia ha causado casi dos años de trauma colectivo y que muchas personas están cerca “del punto de quiebre”. La misma entidad afirma que la variante Ómicron genera un “estrés familiar” inédito, a medida que va invadiendo los planes de vacaciones y empañando las fiestas de fin de año.
¿Seremos capaces de tener la plasticidad necesaria para adaptarnos a esta nueva modalidad de vida basada en la incertidumbre constante o pagaremos un costo muy alto que dejará por siempre las huellas del trauma?
El interrogante está abierto y dar una respuesta sería muy aventurado, ya que las circunstancias cambian vertiginosamente y, aparentemente, sólo va a poder “sobrevivir” el que mejor se adapte al cambio. Igual que en la naturaleza misma.
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