Del 2001 al 2021, o del “que se vayan todos” al “que se vaya el otro”

El 2001 marcó un quiebre histórico de 25 años de promesas ficticias de un neoliberalismo que ya había fracasado con la dictadura militar

El cacerolazo que se gestó en la Casa Rosada en 2001

Sin dudas el 2001 fue un parte agua en la historia de las movilizaciones populares, en el mismo nivel que lo fueron quizás el 17 de octubre de 1945 y el Cordobazo en 1969. La primera dio surgimiento al peronismo, la segunda inauguró el proceso de los años setenta, hoy, a veinte años exactos, todavía está por dilucidarse qué alumbró aquellas jornadas terribles y contradictorias de diciembre ¿Fue el fin del ciclo neoliberal iniciado por el golpe de Estado de 1976? ¿O el parte agua de una forma de vivir la democracia tutelada desde 1983?

Un primer dato relevante es que el 2001 fue el primer movimiento de masas que no tuvo al peronismo como protagonista si no que incluso hasta estaba en cierta manera cuestionado por el latiguillo de “que se vayan todos”. Pero es innegable que, en realidad marcó un quiebre histórico de 25 años de promesas ficticias de un neoliberalismo que ya había fracasado con la dictadura militar, durante el crack inflacionario y crisis de deuda en 1981 y, por supuesto, en ese año se hacían trizas las aspiraciones primermundistas del menemismo y los sueños de menemismo blanco de la Alianza.

Sin embargo, el cambio más profundo se produjo en la relación en que la sociedad civil se relacionó con la política y el Estado. A partir de esa fecha, se estableció una desconfianza y falta de representatividad absoluta en el sistema político. Y si bien ese vínculo fue saneando con el tiempo y la recomposición de la política como herramienta de acción recuperó credibilidad, sobre todo, entre el 2009 y el 2013, como años de fervor participativo, la sociedad civil nunca abandonó su rol de contralor y desconfianza.

Las protestas se mantuvieron en Plaza de Mayo en medio de la crisis económica y política de 2001

En lo inmediato, entre las consecuencias directas del 2001 uno puede encontrar varios puntos a destacar:

-El default declarado por Adolfo Rodríguez Saá, lo que significó por primera vez en la historia moderna un nuevo tipo de relación con los acreedores externos.

-El surgimiento del peronismo kirchnerista como gran resignificación de las formas de pensar la política, las historia e incluso la nacionalidad argentina.

-El macrismo como expresión política de una derecha con capacidad de competencia electoral.

-La deslegitimación de la clase política, pero también de los medios de comunicación, que hasta entrada la primera década del siglo XXI habían contado con una imagen altamente positiva y se los consideraba como la encarnación de los “fiscales de la república”.

Pero quizás el movimiento más profundo dentro de la sociedad argentina en estos 20 años sea la consolidación de un sistema político polarizado y fragmentado como no había ocurrido desde antes de las dictaduras militares posteriores a 1955. La instauración democrática había prometido un bipartidismo moderado, pero la crisis del 1989 dejó en posición dominante a la interpretación menemista y neoliberal del peronismo que fue efectiva y eficiente durante casi una década. El derrumbe del alfonsinismo, primero, y la debacle de la alianza delarruista en el 2001, después, que permitió los doce años de gobierno peronista de signo desarrollista con distribución del ingreso, imprimió a la sociedad la imagen de que el peronismo, aún con sus diferentes interpretaciones, era el único movimiento político posible. Posible e inevitable, podríamos decir.

En estos 20 años, el sistema político superó varias etapas. El post fin de las ideologías –fines de los noventa y principios del sigloXX- podríamos pensarlo como un esquema político de desaprensión de lo público, en el que la política quedó descreditada, junto al Estado, frente a una sociedad civil que abandonaba los partidos políticos para refugiarse en organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales.

El “que se vayan todos” era un grito lanzado por la “sociedad civil” despolitizada. Una segunda etapa podríamos enmarcarla dentro de la repolitización llevada adelante bajo los gobiernos kirchneristas: una gran parte de la sociedad se sintió convocada por las resignificaciones que ocurrieron durante estos años y se lanzó a una militancia que defendía a la política, recuperaba la confianza en el aparato estatal y se enfrentaba ya no contra el Estado sino contra los grupos de presión económicos que eran señalados como el verdadero poder dentro de la sociedad argentina. En esta etapa, los grupos hegemónicos se convirtieron en el nuevo enemigo de un sector ideologizado de la sociedad. Pero lo que ocurrió en el 2015 en adelante también aportó un alto grado de novedad: la politización de la sociedad se hizo de doble mano. No sólo el kirchnerismo aportaba intensidad a la política sino también el macrismo alcanzaba una alto grade compromiso político y densidad en la participación en el sistema de partidos.

El presidente saliente de Argentina, Mauricio Macri, entrega el bastón presidencial al nuevo mandatario, Alberto Fernández, durante su ceremonia de asunción en el Congreso Nacional, en Buenos Aires. 10 de diciembre de 2019. REUTERS/Agustin Marcarian.

Este lento proceso de reestructuración del sistema político dejó por supuesto en el camino varias experiencias como el Frepaso o si se quiere a la centenaria Unión Cívica Radical como significantes de cierto valor. Pero instaló un nuevo bipartidismo macrismo versus peronismo kirchnerista. Y, como ya se ha dicho en esta nota, ese posicionamiento es, además, polarizado y fragmentado.

El problema no está tanto en el bipartidismo –casi todos los sistemas políticos estables en el mundo poseen un bipartidismo moderado y centrípeto (Estados Unidos con demócratas y republicanos; Gran Bretaña con Laboristas y Conservadores; España con el PSOE y el PP, por ejemplo)- ni siquiera en su polarización ideológica –que de hecho en Argentina no es tan amplia como podría ser en otros esquemas –por ejemplo no se debate entre neoliberalismo y el marxismo leninismo, sino entre dos interpretaciones del propio capitalismo-. La gran cuestión en nuestro país es el alto grado de fragmentación que tiene esa oposición que hace irreconciliable las posiciones entre los dos polos del arco partidario.

Esa visión irreconciliable, esa política de cancelación del otro, es imposibilidad de menguar el odio en esa relación de otredad es quizás la gran diferencia que se puede observar en estos veinte años. Si en el 2001 el aullido desesperado lanzado por la “retaguardia del neoliberalismo”, como la llamó Nicolás Casullo, era el “que se vayan todos”, hoy, veinte años después, el grito de guerra lanzado por los fragmentos del sistema político es el “que se vaya el otro”. Y no es una buena noticia, tampoco. La atomización política de principios de siglo podría haber desembocado en una salida autoritaria. Pero eso no ocurrió. El problema reside en que los sistemas políticos polarizados y fragmentados también tienen como horizonte cercano una solución de corte autoritaria: la cancelación definitiva del otro.

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