Siempre me divierte escribir la columna de fin de año, porque pienso que total no la va a leer nadie, entonces puedo elegir entre decir cosas que (me) importen o sólo banalidades. Justo ayer a la noche, el escritor Walter Lezcano preguntó en Twitter si el suicidio era derrota o cobardía y alguien le dijo –solemne– que estaba banalizando algo grave.
Ví que se había generado una conversación interesante y me pregunté si era más banal eso que copiar y pegar los números de asistencia en nuestras redes para sentirnos más buenos –la tendencia de esta semana entre los autoproclamados empáticos–, o, como hizo el presidente electo de Chile, Gabriel Boric, incluir con mucho sentimiento a los suicidas en los saludos navideños: “Pensemos en los que sufren, la época de las fiestas es una de las épocas en las que se desencadenan más suicidios, porque la sensación de soledad se acrecienta”. Yo creo que les dejó poco margen.
Debe ser el cansancio de fin de año, pero, en lo personal, estoy harta de que sientan por mí hasta la soledad. Los Estados deben ocuparse de la salud mental todo el año, no recordárnosla en Navidad. Nos acostumbramos a que este sea tiempo de balance, y hace dos años que la única sensación posible para la mayoría es que estamos todos, como en la canción infantil, balanceándonos sobre la tela de una araña, sin más horizonte que poner un pie adelante del otro y pedirle al santo o a la estrella que todavía no nos haya defraudado que por favor esa telaraña no se rompa. La buena noticia para los que están leyendo esto es que, hasta acá, no se rompió. Hasta ahora todo va bien, como decía aquel personaje de la película El odio (1995), de Kassovitz, mientras caía de un piso 50.
Vivimos en un mundo a veces horrible, y tal vez inviable, pero somos capaces de grandes gestos, y si la pandemia no nos hizo mejores ni mucho menos, quizá aunque sea entendimos dónde están nuestras redes y de qué situaciones es mejor estar lejos.
Puede que en la burbuja mínima de las personas y las cosas por las que vamos a brindar, y en el proyecto colectivo de no hacernos mal y garantizar nuestros derechos, haya más sentido que en la impostura de perorar sobre las sensaciones ajenas, disfrazándola de empatía para nuestro propio lucimiento.
En la víspera de 2021, para el festejo, me puse una bombacha verde: la legalización del aborto, la noche anterior, me parecía lo único bueno que había pasado en el año. Con mis amigas nos tuvimos que aguantar la celebración y los cantitos hasta después de las doce, la hermana conservadora de un amigo estaba sola y la invitamos a comer con nosotros. Algunas de las que estaban en la comida habían tenido que abortar en la clandestinidad; la mayoría habíamos luchado mucho tiempo –cada una desde su lugar– por la ley que se acababa de sancionar. Pero esa noche traspasamos nuestras diferencias porque, en el cara a cara, esa “antiderechos” era una señora amorosa que tomaba champagne y elogiaba la ensalada de peras. Y, además, ¿por qué discutir con ella, si el aborto ya era legal?
Sólo en esa parte nos equivocamos: había que llegar a 2021 para entender que, ahora que finalmente es un derecho conquistado, sólo conseguimos garantizarlo cada día gracias a las redes de mujeres que insisten para que la IVE se practique cada vez que es obstaculizada en distintas provincias del país. ¿Es desgastante? Sí, pero estamos acostumbradas.
Por más mérito que se sigan atribuyendo los que dicen que instalaron el tema (como si hubiéramos necesitado que viniera un señor a hacerlo después de años de campaña), o los que se arrogan la sanción de uno de los proyectos más transversales jamás votados; la única verdad, es que ellos vieron su oportunidad, y nosotras la aprovechamos. Esa es la manera en la que todavía tenemos que conquistar (y después pelear para sostener) nuestros derechos las mujeres y las minorías en el mundo. Así que, bienvenidos los oportunistas, es una trampa, ya lo sabemos, pero la tomamos igual porque no podemos negociar ninguna otra cosa sin derechos.
Como sea, es tiempo de balances y, si antes de la pandemia, el feminismo se había vuelto mainstream y era remera, y entonces, de pronto, como en la remera, todos debían ser feministas, y todos –hasta los varones que ostentaban un pasado cuestionable– podían darse un baño violeta y reciclarse para serlo; hoy la etiqueta volvió a ser una carga pesada incluso para las mujeres, sobre todo para las representantes más visibles. ¿Será que conseguimos demasiado? ¿Será que el aislamiento nos puso de nuevo a replicar roles tradicionales? ¿Será que nos empezamos a conformar con esa trampa que mencionaba antes, la de tener que aceptar el espacio que nos dan los varones con poder, siempre, claro, bajo las condiciones que imponen ellos?
Algo me inquieta mientras repetimos que somos fuertes y dejamos que nos feliciten: mientras agradecemos, y damos discursos, y firmamos proclamas para que nos incluyan junto a esos varones aliados que nos “ceden” espacios para mostrar lo fuertes que somos, los mismos varones de siempre se dan la mano para perpetuar los mismos pactos, en todos los campos.
Tal vez nuestro lugar en esa contradicción, siempre existente, sea entender y estar un paso más allá. No conformarnos con el Ministerio o “la gerencia de”, o el tag, o la columna, o el comunicado en inclusivo. No conformarnos cuando seguimos afuera de los cargos ejecutivos, la maternidad sigue postergando carreras y la pobreza sigue teniendo cara de mujer. Por supuesto que en estos años logramos avances impensados; por supuesto que los logramos juntas, y que no se los debemos a nadie: hace siete años en la Argentina no se hablaba de femicidios sino de crímenes pasionales, no se contaban las muertes de mujeres, el aborto no era legal –y la clandestinidad no tenía cifras–, no había paridad parlamentaria, ni Ley de Identidad de Género, ni tantos cambios concretos que se instalaron en la cultura, incluso para quienes no se sienten interpelados por el feminismo.
¿Me creerían si les digo que quería hacer una columna liviana?
Al menos yo, lo único que quiero del 2022 es eso: un año un poco más amable y relajado. Ya tuvimos bastante de temas pesados. Pensaba escribir sobre la segunda temporada de Emily in Paris, la serie más pasatista y exitosa que recuerde Netflix; tuvo 58 millones de vistas el año pasado y estoy segura de que tiene que ver con el clima de época.
¿Sabían que la estilista es Patricia Field? En febrero cumple 80 años, pero la mítica vestuarista de Sex and the City eligió lookear veinteañeras en una París for export antes que volver a la versión woke de Carrie Bradshaw. Field marcó un antes y un después en los outfits de TV –y acá hago un alto para decir que lloré más que por Big cuando Sarah Jessica Parker se abrazó a su icónico vestidito blanco de la flor y se puso otra vez una falda de tul en el capítulo cuatro de And Just like That, porque sí, la voy a ver igual–, y estuvo nominada al Oscar por el vestuario de El diablo viste a la Moda, que volvió a ser una referencia este año frente al boom de otra serie donde todo tiene la levedad que añoramos: The Bold Type, con una fórmula parecida –un perchero con ropa y accesorios de grandes diseñadores, una redacción, amor, sexo, amigas, y feminismo de bolsillo–.
El lema de Field frente a la moda podría ser un slogan para estos días: “No nos importa la realidad”. Y tiene bastante sentido: una respuesta obvia frente a la crisis mundial podría ser –y evidentemente fue– la austeridad absoluta y la joggineta como básico regente; pero, claro, en algún momento necesitábamos abrazar lo banal para seguir adelante.
Como dijo hace tiempo la escritora francesa Yasmina Reza, “es importante mantenerse siempre frívolo; la gente va con cara de profundidad, pantalones cortos, chancletas y mochilas chillonas a mirar las ruinas del horror”. Y es que la pose nunca es sinónimo de empatía ni de dolor; ni lo banal puede circunscribirse a una serie o a un tuit. No todo es blanco o negro como sugiere Don’t look up. La telaraña se fuerza, pero hasta ahora no se rompió, y el giro optimista es que las mujeres sabemos por experiencia que hay red.
Sólo las mujeres –dice también la autora de Un Dios salvaje– somos capaces de encontrar profundidad en lo frívolo, quizá porque fue el lugar al que nos acostumbramos a ser relegadas durante años, nuestro hábitat natural. Yo pienso que esa es una capacidad, que como tantas, muchas veces menospreciamos hasta nosotras.
Brindo por eso, por las oportunidades que le robamos a los oportunistas, por nuestra capacidad de pintarnos con glitter, bancarnos que nos dijeran asesinas y dejar que el tiempo probara que mentían, y por el año mejor que tanto nos merecemos; con los tacos puestos. ¡Salud y feliz 2022!
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