El uso de los conceptos requiere de ciertos recaudos históricos. Por caso, fue hacia mediados de los 2000 que se popularizó el término “barón del Conurbano” a raíz de la acumulación de poder político por los intendentes del pauperizado GBA suprimidos los colegios electorales tras la reforma constitucional de 1994. Hasta 1983, sus funciones estaban bien evocadas por sus acotados recursos fiscales, el “alumbrado, barrido y limpieza”, a lo que se podían sumar el eventual asfalto de calles de tierra o la reparación de baches dejados por las obras públicas de la provincia o la Nación. Por lo demás, no había límites constitucionales a sus respectivos mandatos.
Desde los 80, los procesos de descentralización y la incipiente pobreza suburbana les confirieron funciones nuevas en relación inversamente proporcional a sus ingresos. La desindustrialización y el desalojo de varias “villas miseria” de la Capital durante el régimen militar convirtieron a sus municipios aledaños en el escenario de un nuevo fenómeno de masas cuya magnitud multitudinaria los dejó a la defensiva: las ocupaciones ilegales de tierras públicas o privadas. Detrás de esas situaciones de hecho, procuraron acelerar las leyes de expropiación o la regularización para proceder a su urbanización.
Todo un elenco de nuevos dirigentes extraídos de la densa miseria social subyacente fue generando una política territorial de contornos desconocidos. Algunos eran viejos activistas sindicales; otros, líderes de instituciones fomentistas; aunque su mayoría resultaban de la experiencia de adquirir por las buenas o por las malas los recursos indispensables para la subsistencia de sus comunidades. Convivían allí variopintos agregados que abarcaban familias extensas, congregaciones religiosas y barrabravas, entre muchos otros. Los intendentes los conocían a todos ya fuera porque estos “subieran” a demandar alimentos y obras, o por “bajar” ellos a los barrios aledaños a los suyos y en los que seguían viviendo como viejos vecinos.
Los 90 supusieron otros cambios: la estructuración de la pobreza; y con esta, la consolidación de las nuevas funciones sociales municipales; la consagración de franquicias ilegales para delincuentes dispuestos a coparticipar en sus botines a policías y funcionarios comunales. Y desde su segunda mitad, la aparición de organizaciones “piqueteras” aspirantes a ganar espacio a costa de los entramados territoriales configuradas durante los quince años anteriores. Las tensiones dieron lugar a batallas soterradas apenas cubiertas por los medios que fueron atizando el volcán que detonó a fines de 2001. Todo el Conurbano fue el territorio de esa violencia cuya administración eficiente evidenció otro giro: la pobreza podía ser un valioso dispositivo para voltear gobiernos.
Durante los 2000 y de la mano del kirchnerismo ascendente se visibilizó otro cambio: la extracción social de los intendentes. Los viejos “barones” debieron abrir las puertas de su burocracia a un aluvión de dirigentes jóvenes de clase media acomodada que habían ingresado al peronismo seducidos por su vuelco neoliberal de los 90. El viejo movimiento se convirtió en la senda hacia una movilidad social ascendente distinta a la tradicional; de tiempos muchos más breves y sin demasiados escrúpulos. Un atajo a la gloria que abreviaba el ascenso cada vez más remoto para sus pares que seguían insistiendo en las carreras abiertas al mérito y al talento.
Los dirigentes de base no tardaron en reconocerlos por su relacionalidad primaria: la distancia gerencial que ocultaba mal el antiguo desprecio; o lo que era peor, la impostura pobrista del relato kirchnerista. Fue en el curso de sus años de oro que desarrollaron sus vertiginosas carreras hacia las alcaldías dejando en el camino una larga saga de aliados y compañeros de ruta, aunque también reclutando a otros amigos y parientes premiados con cargos estratégicos para resguardar los caudales de las “cajas negras”. A la par, el régimen generó nuevos aparatos piqueteros cuyas jefaturas describían un origen social más matizado; pero, en muchos casos, notablemente diferente a los de fines de los 90 y principios de los 2000.
Conforme fueron llegando a la cima, potenciaron nuevos dispositivos gestionarios de una pobreza consolidada: al juego, esa gran ilusión adictiva para los desposeídos que los arroja a la miseria; el comercio ilegal de escala en grandes mercados instalados sobre avenidas en el que confluían bienes usados u otros obtenidos por la delincuencia protegida; la tolerancia expoliatoria de inmigrantes para la prostitución o el trabajo en negro cuando no forzado en establecimientos clandestinos, la trata y las terminales de venta al menudeo de narcóticos. Todo, con la indispensable cobertura de la policía venal y de las barrabravas de los clubes instalados en sus localidades.
Los feudos del Conurbano se configuraron como portentosos aparatos cooperativos entre oficialistas, opositores y organizaciones sociales cuyas cabezas se distribuían los botines de los cotos de caza. El gerenciamiento produjo una clientela de clase media conformada por estudios jurídicos, contables y de arquitectura; empresas inmobiliarias, administraciones de consorcios, y emprendimientos gastronómicos de categoría. El dineroducto retribuía ganancias extraordinarias para los nuevos iniciados en el acendrado arte argentino de cazar en el zoológico o pescar en la pecera bajo la forma de empresas contratistas atendidas por sus mismos dueños a ambos lados del mostrador
Las clases bajas, en cambio, fueron remodeladas en cooperativas que prometían erradicar la pobreza pero que no supusieron sino el perfeccionamiento de antiguas prácticas clientelares. Sus otrora aguerridos referentes territoriales fueron neutralizados mediante su incorporación a las plantas permanentes municipales pulverizando sus territorios en señoríos más acotados. Su relevo quedó a cargo de administradores de planteles de trabajadores miserablemente subsidiados por el gobierno nacional. Municipios y organizaciones sociales habrían de usar las cooperativas a veces para blanquear proyectos subejecutados re direccionados hacia sus cajas negras. Otras, para organizar a los beneficiarios en sustitución de trabajadores formales ahorrando costos. Un negocio redondo: el Ministerio de Desarrollo Social les pagaba a los intendentes y organizaciones la recolección de militantes y de votos seguros.
A pocas cuadras, en cambio, sus barrios residenciales se volvían rápidamente en centros de lujosas cafeterías, restaurantes, locales de indumentaria cara y servicios para clientes de categoría. Fue solo el primer escalón; luego cedido a sus colaboradores. Bien pronto se habrían de trasladar a pisos en las zonas de clase alta metropolitana o Puerto Madero, o en reservados clubes privados dentro o fuera de sus distritos.
Sus vistosidades fueron tan abundantes como el anecdotario sobre sus aventuras. Lo cierto es que al compás de los vientos de cambio motivados por el hartazgo de la inseguridad y de la impotencia, una masa ciudadana mayoritaria impulso en 2016 a la gobernadora Vidal y al jefe de la oposición de entonces, en ex intendente de Tigre Massa, a promulgar la Ley 14.836 que reducía las reelecciones de intendentes y de concejales a solo dos periodos consecutivos. No hubo margen para oponerse salvo la queja soterrada bajo el argumento típico de las cleptocracias populistas de restringir la libertad de los votantes.
Al compás del fracaso del gobierno macrista y sobre todo tras su derrota en 2019, el susurro se convirtió en una demanda que se fue ejecutando por pasos durante los últimos meses. Primero, fueron los precautorios pedidos de licencia para asumir cargos provinciales o nacionales para volver a presentarse por otros dos periodos desde 2023. Un recurso nada novedoso como lo había demostrado aquel electo como diputado que renunció oportunamente a su banca para retornar un año más tarde la intendencia empapelando su distrito con carteles en los que afirmaba: “Nunca me fui…”. Y un ejemplo emblemático del concepto de representación de la nueva clase dirigente. Luego vino la fáctica derogación de su artículo séptimo por un juzgado contencioso administrativo asociado a funcionarios poderosos de la primera sección electoral; después, los debates en torno de la “interpretación” de la ley y de sus “errores de reglamentación” denunciado…por un exponente de la oposición. Por último, la ya descarada negociación en la legislatura bonaerense a instancias del Presupuesto 2022 y de los fondos de la coparticipación secundaria.
Erróneamente, algunos creen que se trata de un retorno de los “barones”. Es algo peor: la intención de perpetuar el estado de cosas en el que confluyen reconocidos piratas del oficio con otros nuevos que hasta hace poco prometían encarar “el cambio”. Las complicidades recíprocas para el sostén de este orden conservador inmovilista explotado por intereses mafiosos cuyo resguardo es proporcional a la baratura de la palabra o la relatividad de la ley.
¿Qué nos aguardará como ciudadanos cuando esos intereses diseñen el poder según sus designios convirtiendo a los representantes formales en dóciles marionetas acorraladas por el imperio de “los códigos” del honor territorial? La respuesta tal vez la confieran los ejemplos procedentes de varios países de la región sumidos en el caos. La historia suele ser útil para abordar los orígenes. También para advertir a tiempo sus eventuales desenlaces.
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