A 20 años del 2001, Argentina enfrenta una crisis aún más severa

En estas dos décadas nos gobernaron aquellos que debían irse pero que terminaron quedándose. Los mismos políticos y la misma clase social capitalista

Eduardo Duhalde le coloca la banda presidencial a Néstor Kirchner

La crisis del 2001 es considerada una de las graves de la historia argentina, o quizás directamente la más grave de todas. Motivos para ello no faltan, claro: en el 2001 la deuda era de 144.222 millones de dólares, 48% del PBI; la pobreza se ubicaba en el 38,3%; los jubilados cobraban 150 pesos/dólares. A veinte años de esta crisis, si se observan los números de la situación en nuestro país hoy, estamos en condiciones semejantes, si no peores: la deuda asciende a 343.524 millones. Medida per cápita en el 2001 era de 3.977 dólares y en estos momentos es de 7.500 y representa el 91% del PBI. La pobreza en la actualidad es aún mayor: 40,6%. Es cierto, sí, que la desocupación era en ese momento significativamente más alta, pero ese dato debe ser matizado por lo siguiente: según las estadísticas del Indec ha crecido de modo significativo quienes aun con un empleo buscan trabajar más horas. Esto se debe a la alta precarización laboral y a la desvalorización del salario, que calculado en dólares se encuentra en los niveles más bajos de la historia. El salario mínimo directamente está en niveles de indigencia, no ya de pobreza. La participación de los salarios en la generación del valor agregado es menor hoy (40%) que en aquella época (42,1%). Con la jubilación ocurre otro tanto. Si en el 2001 se formó un movimiento de jubilados para repudiar los haberes de 150 pesos/dólares, pasados 20 años las cifras son las mismas: medido a los dólares alternativos el haber mínimo que cobran la mayoría de los jubilados es de $29.000, o sea 150 dólares.

En el terreno del proceso político y económico tomado en su conjunto también existe un vínculo directo entre las políticas que se aplicaron luego de la gran crisis del 19 y 20 de diciembre y la actualidad del país. La reestructuración de la deuda que siguió al default estuvo lejos de superar el cuadro de endeudamiento nacional. Mediante los canjes realizados por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna se reconoció una deuda desvalorizada en los mercados, lo cual terminó siendo un gran negocio para los fondos buitre que los habían comprado a precio de remate. La quita de capital aplicada fue menor, equivalente al incremento artificial de los últimos meses de la convertibilidad cuando la deuda creció en pocos meses casi un 30% y, además, fue compensada por el llamado “cupón PBI”, que era una deuda contingente que no se contabilizaba como tal pero que obligó a realizar desembolsos por miles de millones de dólares de los que aún resta pagar una parte. Aunque el kirchnerismo bate el parche del desendeudamiento, los números reales lo refutan. Si se compara el stock de deuda existente al finalizar la restructuración del 2005 con el que dejaron en el 2015 surge que el crecimiento fue casi del 100%. En el medio, además, se hicieron pagos equivalentes a los 200.000 millones de dólares, según lo confesó la actual vicepresidenta en un discurso en el que se definió como una “pagadora serial”. El relato busca relativizar esa duplicación de la deuda argumentando que parte de ella es “interestatal”, contraída con organismos como la ANSES o el Banco Central. Como son parte del propio Estado y dirigidos por funcionarios del gobierno, se les puede ordenar que refinancien los vencimientos una y otra vez. Pero el costo no es gratis: la contracara del endeudamiento de la ANSES son los millones de jubilados hundidos en la pobreza. Y la contracara de la confiscación del patrimonio del Banco Central, el organismo que debe velar por la defensa de la moneda, son las altas tasas de inflación.

Otro nexo importante tiene que ver con la cuestión de las tarifas. Bajo el menemismo las empresas privatizadas fueron premiadas con tarifas en dólares. La bancarrota del 2001, devaluación mediante, hizo estallar por los aires esos contratos. Pero en vez de proceder a una racionalización del sistema, nacionalizando esas empresas para asegurar servicios de calidad con precios acordes a los verdaderos costos, se mantuvieron las privatizaciones heredadas de los 90´. La dolarización fue reemplazada por un régimen de subsidios, que fue creciendo hasta representar un gasto enorme para el Estado. Esos subsidios eran un beneficio para los capitalistas por dos vías: primero, para las empresas concesionarias que recibían cuantiosos subsidios sin que se les exija siquiera una inversión acorde. Segundo, para el conjunto de los capitalistas, ya que las llamadas tarifas baratas reducían el costo de la canasta familiar y con ello el salario que deben pagar las empresas. Pero como esos subsidios eran financiados con emisión monetaria, terminaban generando una inflación creciente y por esa vía una desvalorización de los ingresos de los trabajadores y jubilados. Al final del camino, los subsidios se convirtieron en una transferencia de recursos de los trabajadores a los sectores empresariales. Lo mismo sucedió con la energía. Luego de la crisis del 2001 se mantuvo el esquema de dolarización y privatización del petróleo y el gas. Cuando el gobierno quiso controlar los precios la contracara fue la desinversión que obligó a utilizar casi 10.000 millones de dólares anuales para importar energía. La ´argentinización´ de YPF ocultó un operativo de vaciamiento por el cual a empresarios amigos del kirchnerismo se les permitió comprar parte del paquete accionario de Repsol utilizando para ello ingresos de la empresa que superaban las ganancias. Inevitablemente la desinversión se agravó. La falsa estatización de YPF (falsa porque sigue siendo una sociedad anónima que se regula como una empresa privada más) fue una acción desesperada ante esta crisis que se consumía las escasas divisas del país y a la vez la búsqueda de una alianza con las grandes petroleras, como fue el caso de Chevrón para explotar Vaca Muerta.

La preservación de estos intereses que predominaron en la década de los `90 condicionó de modo decisivo la llamada ´década ganada´ del kirchnerismo. Esta tuvo su momento de auge cuando los salarios desvalorizados por la devaluación pudieron emplearse por una capacidad ociosa que permitió crecer sin necesidad de inversión y, sobre todo, cuando los precios de la soja crecieron de un modo muy significativo como parte del salto de todos los commodities que exportaban los países de América Latina. Cuando esa burbuja se desinfló quedó expuesta una crisis de fondo, con un país endeudado, con una economía primarizada y un empobrecimiento creciente de la población.

Esta combinación letal derivó en el triunfo de Mauricio Macri en el 2015, algo que a priori parecía imposible en Argentina ya que la derecha siempre había llegado al gobierno por medio de los golpes de Estado. Pero en este caso la derecha no solo ganaba la elección presidencial sino también la populosa y popular provincia de Buenos Aires. Las vicisitudes del macrismo las conocemos, porque están frescas en la memoria popular. De entrada aplicó una devaluación que incrementó aún más la inflación y promovió un ingreso de capitales especulativos de corto plazo que explotaron a su favor el diferencial de las tasas de interés. Esa política le permitió ganar las elecciones intermedias, pero fue de corto vuelo. Por un lado, las jornadas de diciembre del 2017 mostraron que el macrismo no podía avanzar contra los trabajadores para asegurar condiciones de repago de las deudas tomadas y, por el otro, cambios de la economía internacional aceleraron la fuga de capitales. Cuando ya se había convertido en estampida recurrió a un préstamo astronómico del FMI de 57.000 millones de dólares de los cuales se ejecutaron efectivamente 44. En poco más de un año ese dinero se esfumó consumido por la fuga de capitales y el pago de la deuda. Si Cristina Kirchner se había ido del gobierno dejando una deuda récord, Mauricio Macri la superó. La deuda llegó a los niveles más altos de la historia nacional con las consecuencias conocidas por todos.

Este breve resumen muestra que el reclamo popular de que “se vayan todos” exigido por los piquetes y las cacerolas en el 2001 estuvo lejos de haberse cumplido. Apelando a los travestismos necesarios se recicló el personal político que había gobernado con el menemismo, dentro de cuya legión se encontraba Néstor Kirchner.

En su discurso de asunción a la presidencia, Néstor Kirchner declaró que su propósito era “reconstruir a la burguesía nacional”. La palabra reconstrucción era atinada, porque implicaba salvarla de la bancarrota generalizada del final de la convertibilidad. En tiempo y forma el Partido Obrero cuestionó tal pretensión, señalando que el costo de esa reconstrucción iba a ser bancado por los trabajadores bajo diferentes formas, sea con bajos salarios, flexibilidad laboral, inflación o saqueo de los recursos del Estado en beneficio de sectores empresariales. La historia demostró que ese señalamiento era correcto. La misma clase social y los mismos políticos que se habían beneficiado con el menemismo cambiaban de ropaje para adaptarse a la nueva situación. Los que había aplaudido las privatizaciones ahora pretendían que se estatizaran sus deudas. Pasaron de la defensa del “Estado chico” al “Estado presente”, del neoliberalismo a la agitación de las banderas nacionales y populares. Además, el nuevo ropaje era más adecuado para hacer frente a la rebelión popular que había tenido su punto de mayor tensión el 19 y 20 de diciembre pero que estaba lejos de disiparse. Como lo comprobó Eduardo Duhalde en persona, derrotar esa rebelión popular mediante la represión era muy riesgoso. Lo intentó el 26 de junio del 2002 con la masacre planificada del Puente Pueyerredón pero la gran movilización que desató esa represión lo obligó a anticipar la convocatoria electoral y renunciar a su propia presentación. Néstor Kirchner, advertido de esta experiencia fallida, mutó de ser un defensor del indultador Menem a declararse hijo de las Madres de Plaza de Mayo.

A 20 años del 2001, Argentina enfrenta una crisis igual o más severa que aquella que terminó con el gobierno de Fernando De la Rúa y Domingo Cavallo. En estas dos décadas nos gobernaron aquellos que debían irse pero que terminaron quedándose. Los mismos políticos y la misma clase social capitalista. Son los que mientras el país se empobrecía fugaron sus patrimonios a paraísos fiscales, donde junto con los grandes empresarios están todas las familias políticas más renombradas: la hija de Menem, el hermano de Macri, el secretario de Kirchner, por nombrar solo a algunos. Son todos ellos los que ahora negocian un nuevo acuerdo con el FMI (el número 22 en la historia nacional) que implicará mayores privaciones a un pueblo que está cansado de ajustes.

Si en el 2001 la crisis generó una rebelión popular, ahora el fantasma del pueblo en la calle condiciona a todo el régimen político. Quienes tienen que llevarlo adelante saben que no pisan sobre tierra firme. En las últimas elecciones perdieron entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio casi 6.5 millones de votos. No es solo eso. América Latina está sacudida por rebeliones populares que voltean gobiernos o los colocan en jaque. Argentina no está al margen de estas tendencias más generales. Pero hay que aprender del pasado. El reclamo de que se vayan todos no pudo cumplirse por el simple motivo que la política no tolera el vacío: para que los responsables de esta gran crisis se vayan definitivamente es necesario preparar las condiciones para otro gobierno y otro poder, que no será un cambio de nombres sino de la clase social que detenta el poder. A la crisis recurrente de la Argentina capitalista hay que oponerle una Argentina de los trabajadores.

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