Los aprendizajes de nuestros niños y jóvenes agonizan y el sistema educativo argentino se parece más a un fraude que a una verdadera política pública. Este fenómeno no fue repentino sino más bien es el resultado de un proceso que se viene dando desde hace ya varias décadas. Recientemente lo vimos reflejado una vez más con la contundencia de los resultados trágicos de las pruebas escolares de la UNESCO. Los rankings educativos mundiales, regionales y provinciales son muy útiles porque permiten comparar: con las mismas reglas de juego podemos ver cómo se posiciona cada país y la pérdida de escalones en estos rankings es una clara señal de alarma para aquellos que quieran verla. Las evaluaciones estandarizadas no son tótem a reverenciar, pero son importantes para conocer logros y déficits. Son un muy buen primer paso para revertir la trágica problemática del retroceso de los aprendizajes que impacta directamente en la construcción de proyectos de vida felices de los chicos que contribuyan de manera productiva en la sociedad.
Desde 1993, cuando comenzamos con pruebas de UNESCO o cada vez que hacemos pruebas nacionales -que hace dos años no se hacen en el nivel medio-, se genera un fenómeno de sorpresa: docentes, directivos, padres, alumnos, dirigencia política y la comunidad educativa buscamos culpables y ensayamos explicaciones frente a esos resultados que no dejan de empeorar. Creo que hemos llegado a un punto de quiebre en el que al estado actual de la educación de nuestro país le urge que nos tomemos un momento de reflexión para repensar (nos) el camino.
Sin duda, es necesario diagnosticar las situaciones para poder mejorarlas porque pensar políticas educativas a largo plazo sin mediciones es un engaño al igual que tener mediciones y que no sean utilizadas para replantear la política educativa. La evaluación debe ser constante, continua y sostenible y estar pensada de forma general pero también contextual para lograr generar no sólo datos sino también información y evidencias, todo lo cual nos permitirá construir y repensar la educación de nuestro pueblo en consonancia con su realidad, cultura, y desafíos. Sabemos que es más difícil y desafiante enseñar en contextos donde la inequidad ha dejado su huella; en un país en el que tenemos a más de la mitad de los chicos bajo la línea de pobreza. Pero es aquí donde se juega la calidad de nuestro conocimiento profesional en todas las aristas que atraviesan a la educación. La tarea es seguir luchando por una verdadera educación de calidad que contenga una visión transversal y sobre todo multidimensional con estrategias pedagógicas que respondan a las necesidades y a las oportunidades de aprendizajes de nuestros chicos.
A todos nos corresponde la tarea de defender los espacios de evaluación, con una impronta ajena a los poderes ejecutivos de turno y con la convicción de que el sistema educativo debe cambiar su rumbo. Evaluar nos da datos, y el conocimiento de esos datos marca responsabilidades que deberán ser asumidas por quienes corresponda. ¿Con que cara vamos a mirar a las generaciones que están atravesando el sistema educativo a las que no logramos darles las herramientas correctas? ¿Qué nos van a decir aquellos a los que los han dejado sin clases durante casi dos años, empeorando aún más esta situación?
Los líderes políticos de todas las líneas partidarias deberíamos acordar entonces en la continuidad de las evaluaciones; los poderes ejecutivos buscar nuevas estrategias para apoyar a las escuelas y a los equipos docentes en forma eficaz y continua.
Escuchando la voz de los diferentes actores de la sociedad y de las comunidades educativas es que podremos generar una red de acuerdos que permita sostener las políticas de evaluación, tan defenestradas, entre otros, por los sindicatos docentes y el gobierno nacional. La prioridad debe ser avanzar urgentemente en modificar prácticas áulicas enquistadas y sostenidas a pesar de la evidencia de los resultados que, históricamente se negaron a ver.
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