Dos 10 de diciembre y dos plazas, a 38 años de distancia

Ayer fuimos testigos nuevamente de una plaza pero facciosa en la que un sector minoritario se jactó del dominio de aquello que, mal o bien, nos pertenece a todos

Plaza de Mayo, 10 de diciembre de 1983

Si bien las sociedades son siempre dinámicas, la Historia no es un proceso lineal. Registrar esas torsiones y meandros a veces paradojales suele ser uno de las tareas más apasionantes del oficio. Salvo cuando se entrecruzan con nuestra experiencia vital menos como profesionales que como ciudadanos.

Los 10 de diciembre suelen ser propicios para formular un balance de los sueños e ilusiones de los que vivimos aquella jornada de 1983, a treinta y ocho años de distancia. Más allá de sus dirigentes, la inmensa mayoría de la sociedad ese día se percibió libre y hasta autocrítica de sus apuestas por sucesivas aventuras colectivas contrarias a la Constitución y el estado de derecho.

Conste que el que escribe estas líneas no lo voto a Raúl Alfonsín, pero experimentó esa sensación cuando ya presidente se dirigió a la multitud desde el Cabildo. Parecía que como en mayo de 1810, algo novedoso estaba llegando para quedarse. De una o de otra manera, toda la ciudadanía decente escuchó con emoción a ese líder hasta hacía poco casi desconocido que irrumpió en la política haciendo vibrar al país mediante esa palabra hasta poco antes maltrecha a la que cargó de magia: Democracia.

Diferente de aquella que diez años antes era concebida solo como instrumento incómodo al servicio de “la Revolución” más allá de sus diversas acepciones desde la izquierda a la derecha. Porque si bien la de 1983 no fue el resultado de una epopeya civil previa, parecían estar quedando atrás las descalificaciones facciosas, la concepción del otro como “el enemigo”. A diferencia de 1958 y 1963 y como en 1973 se celebraron elecciones libres, sin proscripciones; y lo más llamativo fue que el peronismo las perdió derrotado por aquel partido histórico al que había arrinconado a una cuarta parte del electorado desde 1952.

Solo un perdedor de necedad patológica podía concebir esa elección como una victoria: se perdió y punto. Era cuestión de asumirlo y ponerse a pensar en una recuperación que nunca más volvería a procurar una unanimidad probadamente imposible. De hecho, habíamos sido puestos sobre aviso por aquel candidato radical al que muchos rechazábamos pero, contemplado con la perspectiva que confieren los años, solo por envidia: “En la política a veces se gana y otras se pierde. Si lo sabremos nosotros los radicales… Por eso les digo a los amigos del Partido Justicialista que esta vez, van a perder”.

Luego de algunos días de estupor, la tristeza se fue disipando y el entusiasmo abarcó a todos imaginando horizontes abiertos. Aunque algunos, habíamos percibimos una novedad en los actos peronistas a diez años de distancia: las falanges sindicales y juveniles se matizaron con ciudadanos de aspecto desmejorado, frecuentemente embriagados y decepcionados con los dirigentes por la sencilla razón que solo querían escuchar al caudillo fallecido en 1974. Eran la primera evidencia de que ya estaba en curso un proceso de descomposición social profundo que con los años se tornó irrefrenable: una pobreza compacta destinada a crecer hasta niveles por entonces inimaginables. No por nada, en la cotidianeidad ajena a la política era bastante frecuente asimismo escuchar de pintores, albañiles o trabajadores en general una frase acuciante cuyo significado fue captado por el fino olfato del líder radical: “Yo soy peronista, pero esta vez….”. De alguna manera, el síntoma de una actitud crítica respecto de aquella experiencia traumática interrumpida en marzo de 1976, y que incubaba la demanda de un justicialismo nuevo, actualizado.

Por cierto que seguían existiendo los paranoicos y recalcitrantes de siempre como los que se atrevían a sindicar a Alfonsín como un plutócrata criptojudío –jefe de la “sinagoga radical”- o un marxista velado; o los que festejaban la victoria definitiva y llena de odio respecto de “la negrada”. Pero no dejaban de ser expresiones cuya estridencia era proporcional a su marginalidad. Finalmente, la democracia estaba dando un salto cualitativo respecto de sus expresiones de masas a lo largo de lo que iba del siglo XX. Porque ahora sí era de todos. Al cabo, un partido obtuvo el 52 % de los votos y el otro el 40% afianzándose como mayoritario en muchas provincias y en la Cámara de Senadores. Ese dato per se clausuraba las especulaciones.

Pero la ilusión no dejaba de suponer cierta cuota de ingenuidad fundada en un yerro que se habría de verificar con el correr de los años. Por caso, todos asociamos a la democracia con la vigencia irrestricta de los “Derechos Humanos”. Pero esa universalidad no dejaba de disimular un contenido polisémico que se fue develando por etapas. Muchos de los vencidos durante la “guerra sucia” -cuyos contornos se habrían de develar poco después en los testimonios de los sobrevivientes ante la CONADEP- no sólo no habían hecho una lectura autocrítica de aquel extravío sino que aspiraban a apropiarse de esa bandera como un símbolo de autoreivindicación facciosa. Y no solo de sus “nobles ideales” sino incluso de sus metodologías. Hemos ahí uno de los meandros desconcertantes para los que creíamos en una conquista colectiva.

¿Qué quedo de aquel 10 de diciembre inaugural? Resulta difícil responder aunque sin duda el ritualismo electoral. Pero en los hechos, el actual se asemeja más al de los 70 que al de los 80. El país ha vuelto a dividirse en antinomias deliberadamente auspiciadas. Han retornado “la Verdad”, “El Bien”, “La Patria” y “el enemigo”. Y sobre todo, las interpretaciones conspirativas instaladas nuevamente en el interior del propio oficialismo. La “sinarquía internacional” ha sido reemplazada por el “neoliberalismo” criminal y genocida. Sería lo de menos si el nuevo relato se inscribiera en una sociedad como la de los 70; o al menos la de 1983.

Por el contrario, a lo largo de estas cuatro décadas hemos llegado a un estado de cosas que ni el más pesimista de los observadores se hubiera atrevido por entonces: la mitad de la población está sumida en la pobreza que se extiende al 65% de los niños y adolescentes. Como contrapartida, la dirigencia ha devenido en una oligarquía alienada de la realidad que se habla más a sí misma que a sus supuestos representados. Un fenómeno tal vez esperable de la consolidación democrática salvo en la frustración colectiva probada en la decadencia de servicios públicos esenciales como la educación, la salud, la seguridad y la justicia.

Este 10 de diciembre tuvimos nuevamente una plaza pero facciosa en la que un sector minoritario se jactó del dominio de aquello que, mal o bien, nos pertenece a todos. Sin duda, un fenomenal salto para atrás conjugado con un Estado deshecho y colonizado por una nueva militancia iluminada y una sociedad partida en múltiples grietas. Así lo corroboran el pesimismo generalizado sobre las perspectivas de un futuro mejor que espanta a nuestros mejores jóvenes.

Tal vez la única letanía de aquel recitado laico del preámbulo de nuestra Constitución Nacional hayan sido las palabras de despedida del senador Esteban Bullrich. Ojalá que la traducción de su pensamiento merced a los prodigios de la revolución tecnológica llegue hasta los últimos rincones de lo que queda de la República. Por cierto, bien distinto que el vistoso testimonio del juramento de la mayoría de los nuevos legisladores ensimismados en su narcisismo sectario y eufórico. Probablemente, menos por las elevadas causas que declaman que por el indisimulado placer del ingreso en el mundo de los privilegios con sus rentabilísimos negocios concomitantes.

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