El libre albedrío como capacidad de decisión en el control de nuestras acciones niega el determinismo por el cual estas serían inexorables. Frecuentemente se identifica libre albedrío con espontaneidad, denotando lo actuado por propia voluntad y naturalmente, sin intervención de otro y por el propio modo de ser. Y pretendiendo probar la espontaneidad decidiendo conversar con un desconocido actuando diferente a nuestra predisposición consuetudinaria, eso mismo estaría predeterminado por querer probar la espontaneidad. Es decir, el mismo acto de intentar probar la espontaneidad es evidencia de su inexistencia. Sin embargo y sólo en la teoría, lo espontáneo existe en los animales por sus instintos o según Freud en nosotros, si viviéramos acorde a nuestras puras pulsiones.
Pero en la práctica, podríamos argumentar que sería absurdo vivir en un sistema sociocultural de premios y castigos, sin el libre albedrío, porque penalizaríamos a quien carece de libertad para otra acción, concluyendo además que nuestro sistema judicial radica en una ilusión. Luego, desde el empirismo deberíamos aceptar la existencia del libre albedrío.
Pero la ciencia parecería negarlo promulgando el determinismo. Para Darwin la falsa ilusión del libre albedrío es normal y obvia, causada en el humano por ser el único animal consciente que analiza las causas de sus acciones. En la física y su principio de causalidad, desde Demócrito y Léucipo, la explicación por medio de colisiones entre partículas indivisibles de materia, átomos, prosiguió hasta la moderna newtoniana, concibiendo al universo como un mecanismo gigante funcionando acorde a leyes de movimiento inmutables, sin libre albedrío. Posteriormente, para Einstein, todo fenómeno en el universo, incluso las instancias futuras, ya existen predispuestas en un espacio de cuatro dimensiones, pero se manifiestan en momentos percibidos acorde a nuestra escala temporal. Y por ello, cualquier cambio en el curso del tiempo a pesar de su persistencia, es una mera ilusión.
Sin embargo, la física quántica ha cambiado este determinismo dado que una partícula subatómica al chocar con un vidrio parecería comportarse aleatoriamente. Pero, si bien Bohr similarmente a Epicuro, basó su filosofía en la presunción de que lo inesperado es crucial para la naturaleza de nuestra realidad, no podríamos afirmar que las partículas subatómicas tengan conciencia o libre elección. Luego, ni el determinismo ni el indeterminismo soluciona el problema del libre albedrío, ya que la naturaleza no sería completamente aleatoria ni tampoco estaría bajo absoluto control, al menos nuestro.
Traduciendo estos conceptos al dominio religioso, de no haber libre albedrío, tampoco tendría sentido, tal como en lo judicial, el sistema de premios y castigos ni la justicia divina. Mucho menos el arrepentimiento, dada la imposibilidad de elección impuesta por el determinismo obrando más allá de la voluntad, ya no sólo en la física sino por la divinidad, estando el sujeto compelido por su destino regido ahora por la omnisciencia y omnipotencia divina. Obviamente, desde el determinismo, Dios sabe si tal o cual es malvado o bondadoso, sin posibilidad de lo contrario, escapando sus respectivas condiciones a sus voluntades, resultando en un sinsentido el premio o castigo. Sin embargo, en Deut. 11 y 30, Dios explícitamente pone ante el humano la bendición y la maldición, la vida y la muerte, ordenándole obedecer Sus mandamientos. Luego la Mishná, Abot 3:15, nos informa que todo está previsto pero que fue otorgado el permiso, y similarmente el Talmud, Brajot 33b, nos dice que todo está en manos de Dios menos el temor reverencial a Dios.
Todas aquellas citas bíblicas suponen el libre albedrío, pero optando entre dos alternativas predeterminadas. Mientras que la Mishná y el Talmud refieren a la predestinación, pero luego dicen que hay permiso, significando que el sujeto elige. Si bien el problema podría resolverse como dice Obadia Bertinoro, concibiendo a Dios como un espectador, el problema es su no intervención en las acciones tornándose, por ejemplo, vanas las plegarias. En el extremo opuesto, el determinismo divino conduciría al fatalismo disponiendo a la pasividad por estar todo inexorablemente predeterminado, resultando inútil todo esfuerzo humano. Aunque Max Weber demuestra la excepción con los calvinistas y su doctrina de la predestinación, obligándose a actuar precisamente bajo el férreo activismo religioso que el mismo determinismo disparó como reacción psicológica.
Para Hasdai Crescas, seguido luego por Spinoza, el libre albedrío es una noción radicada en la ignorancia de los sucesos sin percibir la fuerza de su cadena causal. Crescas afirma que el hombre no es libre en sus acciones ni para arrepentirse, no siendo esto último un acto voluntario sino un regalo divino y por eso el mayor castigo es su imposibilidad continuando indefinidamente dentro del circulo vicioso. Así, se explica el haber endurecido Dios el corazón del Faraón, impidiéndole arrepentirse, incrementando y agravando cada vez más la pena (Éxodo 9 y 10). Pero aún no se resuelve el problema del castigo divino por algo fuera de la posibilidades de acción. Simplemente Crescas y más tarde Kant, afirman que los actos son irremediablemente determinados incluso bajo la ignorancia de sus agentes, y por ello sólo son juzgados por su intención, único espacio para elección.
Pero Maimónides, seguido por Gersónides, plantea una tercera vía, afirmando lo que luego la ciencia definiría como solución mixta donde el libre albedrío tiene sentido sólo con un determinismo consecuente. Ejemplo, la libre elección de una buena escuela como decisión primaria sólo tiene sentido con un cierto grado de determinismo en el proceso social presuponiendo la mejora de oportunidades y calidad de vida. Gersónides profundiza esto afirmando que Dios conoce de antemano todas las posibilidades de acción del sujeto, pero ha limitado su propia omnisciencia respecto a la precognición de las decisiones y acciones humanas. Para otorgar libertad de elección al humano, Dios restringe su propia omnisciencia sin afectar su perfección, por lo contrario, constituyéndola.
Aquí, el sujeto tiene libertad y por ende responsabilidad por sus elecciones, cabiéndole la pena o premio y desde ya hay lugar para el arrepentimiento y la enmienda de sus actos, resolviendo así las paradojas surgidas de las citas anteriores. Una vez tomada la decisión, las cosas se rigen por el determinismo y por ello Dios sabe cómo desencadenarán los resultados. Incluso también la profecía, no como oráculo, prediciendo inexorables acontecimientos más allá de nuestra voluntad, sino como aquello que resulta de las decisiones. Por ello, su definición en Tosafot, Ievamot 50a, indica que el profeta no profetiza sino lo que es adecuado que suceda.
Por último, cuando esta explicación parecería la más convincente adecuando racionalmente la omnisciencia y omnipotencia divina con el libre albedrío humano, utilizando además este modelo mixto para afirmar el libre albedrío en la ciencias sociales y jurídicas, es posible abordar otra explicación tanto más incluyente como desafiante respecto de las anteriores. Y esta es la prescindencia del libre albedrío, permaneciendo sólo el esfuerzo para cumplir lo preceptuado religiosa o secularmente, independientemente de la posibilidad de lograrlo. Esto es, la exigencia al hombre para que elija, pero sin garantizarle dicha capacidad, desde lo religioso y lo secular, es la más profunda base moral del individuo por cuanto se libra de toda concepción resultadista, prescindiendo del éxito para el emprendimiento y del resultado para la perseverancia. Luego, sólo cuando lo trascendente es el valor supremo, la voluntad autónoma en el humano corporiza el mayor propósito en su distinción con otros seres vivientes.
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