Xavier Galiano Villagra tenía solamente dos años cuando fue asesinado. Vivía en Villa Gesell, junto a su mamá y su nueva pareja, Axel Ramos Galo, un hombre con antecedentes de violencia, alcohol y drogas. El padre biológico, no podía acceder a Xavier por una denuncia (luego se constató su falsedad). Mientras la madre trabajaba de maestra jardinera, el padrastro cuidaba al niño. Una noche de junio del 2019, Xavier comenzó con convulsiones y dificultad respiratoria. Pocas horas después, murió. Los moretones se veían a simple vista; la autopsia reveló traumatismos diversos, hemorragias internas y fractura de cráneo. El padrastro fue condenado e, inexplicablemente, la madre fue sobreseída. El papá y los abuelos están sumidos en el dolor más profundo.
En San Luis, en el 2014, Jair Lucchesi fue asesinado, antes de cumplir dos años. En su cuerpecito tenía golpes, quemaduras y una hemorragia provocada por la paliza final. La madre fue condenada a 10 años por homicidio preterintencional y su novio, que asistía a la infamia, tal vez participaba e indudablemente no la impidió, fue absuelto.
En General Pico, Lucio vivió el calvario más horrible. Su madre y su nueva pareja, una mujer cruel y perversa, ambas adictas, lo mataron a golpes, mordeduras y hasta abusos sexuales. La piel de Lucio había perdido la suavidad, que invita a la caricia; tenía mordiscos, raspones, quemaduras de cigarrillos y moretones. Su piel no era la que merecía Lucio, con sus inocentes 5 años. El padre biológico y el abuelo paterno del niño tenían restricciones para visitarlo. Pesaba una acusación sobre ellos que impedía el contacto. El hilo conductor sobre estos dos casos los une con una curiosa y macabra similitud. Ambos vivían en localidades pequeñas donde la gente se conoce entre sí. Los padres tenían interdictas las visitas. Las nuevas parejas tenían antecedentes violentos, drogas y alcohol. Las personas que tenían bajo su mirada a los niños nunca les prestaron atención. Moretones y fracturas inexplicables, fueron pasados por alto por médicos, maestros y vecinos.
Los gritos, los golpes, los llantos, no fueron escuchados. Si alguien hizo tibias denuncias, fueron ignoradas.
El inexplicable silencio cómplice y el “no te metás” son actitudes que merecen las reflexiones más profundas y, por qué no, los castigos más contundentes. ¿Por qué no se actuó para detener lo que con certeza ocurriría tal como sucedió? ¿Desidia, mal desempeño de la función pública, falta de compromiso y amor al ser humano?
Ya en el Siglo XVII John Locke padre de una de las corrientes del Liberalismo afirmaba en su declaración de los derechos del niño: “En principio el niño le pertenece al Estado .Y el Estado tendría el derecho de quitarle el niño a aquellos padres que no velaran por su educación y cuidados”. Ya en aquella remota época se buscaba instalar la conciencia del cuidado y protección hacia el niño indefenso. Se supone que nadie velará por un niño como sus propios padres.
Pero en nuestra violenta sociedad, ante el amparo de una justicia lenta e indolente, de policías cómodos que no se incomodan en investigar denuncias, de vecinos, maestros y médicos que se amparan en la filosofía del “no te metás”, hoy lloramos amargamente a dos inocentes. Lloramos por ellos y también, avergonzados, lloramos por nuestra sociedad, mezquina e indiferente con Xavier y Lucio.
Son demasiados los casos de maltrato infantil, pero recién trascienden a la Justicia y a los medios cuando provocan lesiones graves o la muerte del niño. Pero son muchos más aquellos que quedan en las sombras, mientras la sociedad mira para otro lado y hace la vista gorda.
Hay gente irremisiblemente mala, que jamás hará nada por su prójimo, aún en situaciones de riesgo de vida. Hay otra que, solidaria, se ocupará seriamente del bienestar de los infantes, sin importar si los une algún otro lazo que la mutua pertenencia a la humanidad.
Y un tercer grupo, enorme, que por comodidad, desinterés o desconocimiento, no interviene cuando podría con su actividad detener un suplicio o salvar una vida.
Ganamos poco calificándolos de indiferentes, cómodos o poco solidarios. Debemos conseguir que intervengan, sin pedirles un heroísmo al cual no se sienten inclinados.
Esa intervención no debe generar engorros futuros y, a la vez, se debe penar la inacción y el abandono, de parientes y no parientes, de médicos y maestros, de jueces, asesores, asistentes sociales y policías.
Las denuncias deben ser recibidas sin excesivos requisitos y tramitadas con seriedad y seguimiento posterior. Debemos garantizarle al denunciante el anonimato y que, si no desea declarar, no será citado.
Es necesario divulgar a qué número llamar en caso de violencia infantil. Hoy al 102 que, paradójicamente, en La Pampa no funciona. Una sugerencia: ¿qué tal unificar los teléfonos de las denuncias? Hoy coexisten doce teléfonos distintos donde llamar según el tipo de emergencia; hay situaciones en que exigir memoria y sangre fría no es lo más apropiado.
También se debe propiciar que quien intervenga, impidiendo una golpiza o tal vez una muerte, esté cubierto de modo explícito y automático por el manto de la legítima defensa y con sólida presunción favorable en caso de un eventual exceso en esa defensa.
Las penas deben ser severas. Cuando a la madre de Xavier se la absuelve porque no se probó que conocía el martirio de su hijo, cuando a la madre de Jair le dan sólo 10 años de prisión y a su novio se lo absuelve, el mensaje que reciben los torturadores es que tienen alta probabilidad de no ser castigados o, en todo caso, de recibir leves penas. Con esta blandura no se cumple ninguno de los objetivos de la pena: no hay castigo ni retribución, no hay estímulo para que el condenado no reincida ni para que otros no cometan el mismo delito y tampoco hay rehabilitación, pues el criminal volverá envalentonado a la sociedad, sabedor que por su asesinato pagó poco precio.
La Justicia mendocina marca el rumbo: a un niño de dos años y nueve meses sus padres le quebraron la columna vertebral. El fiscal consideró irrelevante determinar quién dio el último golpe: “la ley, el sentido común y la prueba responsabilizan a los dos”. La muerte del infante “no fue un suceso sino un proceso” y ambos monstruos fueron condenados a prisión perpetua.
No podemos permanecer indiferentes ni permitir que más niños sean torturados y asesinados. La sociedad debe reaccionar con vigor y contundencia para que nunca más tengamos que llorar a Lucio, a Jair, a Xavier y a tantos otros inocentes.
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