El 10 de diciembre de 1948 la comunidad internacional intentó decirse a sí misma que se había alcanzado un acuerdo acerca de lo inadmisible, de lo definitivamente reprochable, sin importar dónde sucediera. Y si bien se trató, en gran medida, de un pronunciamiento de victoriosos, abonó el suelo de posteriores conquistas que repercutieron positivamente en las condiciones de vida de las personas, sobre todo, de los grupos históricamente desaventajados.
A partir de entonces, se adoptaron una serie de instrumentos internacionales sobre derechos humanos y se conformaron los denominados “sistemas de protección”, es decir, junto con la normativa, fueron instaurados órganos y procedimientos específicos para habilitar la posibilidad de denunciar, más allá de las fronteras de los Estados, las violaciones de derechos humanos. Este recorrido fue auténticamente rupturista, pues colocó en cabeza de los Estados nuevas obligaciones jurídicas y, con ellas, la necesidad de rendir cuentas y, eventualmente, acatar las sentencias o recomendaciones que se emitan en su contra.
La República Argentina reconoce con el discurso de los derechos humanos una relación decididamente particular y movilizante. La última dictadura cívico-militar y los crímenes de lesa humanidad cometidos en ese contexto, dan cuenta de que en nuestro caso han sido los movimientos sociales quienes iniciaron la lucha por el trazado de límites al ejercicio del poder público. Desde luego que el andamiaje jurídico y la específica contribución del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, conformaron un marco de abordaje que permitió, con la valentía de numerosos hombres y mujeres, investigar, juzgar y sancionar lo ocurrido durante aquel período atroz.
Con la recuperación democrática nuestro país se inscribió de lleno en el escenario de protección internacional de los derechos humanos, ratificando tratados y participando activamente en el diseño de los métodos para tornarlos empíricos. Tanto en el ámbito del Sistema Interamericano (OEA) como en el del Sistema Universal (ONU), la Argentina ha desempeñado históricamente un papel destacado, constituyendo un faro para muchos otros Estados.
Hoy, la gramática de los derechos humanos es, con frecuencia, destinataria de apreciaciones sesgadas, reduccionistas y equivocadas, ya que se promueve una identificación con un grupo limitado de derechos o, de igual modo, se intenta maliciosamente ubicarla como un campo accesorio, perteneciente al paso y prescindible en la función pública.
Asimismo, las voces que se inclinan por la desacreditación, pretenden hallar sustento en la premisa que afirma que el paradigma de los derechos humanos no ha logrado cumplir con sus expectativas. Bajo esa lógica se sostiene que persisten, tras setenta y tres años de la Declaración Universal, marcadas desigualdades, infinidad de episodios de discriminación, una parte importante de la población no tiene acceso a los bienes básicos para afrontar una vida digna y, de hecho, en algunas latitudes continúan sucediéndose episodios de tortura, detenciones arbitrarias y un largo etcétera.
Sin embargo, también son extensas y diversas las razones en las que se funda ese diagnóstico. Entre ellas, el escaso compromiso de ciertos Estados con el cumplimiento verídico de los estándares jurídicos internacionales y, por otro lado, los modos en que determinadas relaciones de poder –incluido el poder económico y financiero- obstaculizan permanentemente la concretización de aquel horizonte al que alguna vez se prestó conformidad.
A pesar de las deudas por saldar, los acuerdos que nos permiten vivir juntos se los debemos al lenguaje de los derechos humanos. La agenda actual en la materia es tan exigente como las necesidades que aparecen y resultan cristalizadas en la disputa, la protesta y las diversas estrategias que motorizan las organizaciones de la sociedad civil, los colectivos vulnerabilizados y las personas que, incluso individualmente, interpelan al poder.
En los últimos tiempos, los debates más hondos y convocantes de nuestras sociedades han sido debates sobre derechos humanos. Con matices, desacuerdos e interrogantes aún irresueltos, pero demostrativos de que no hay otro sendero que el de la deliberación pública para identificar y emprender las batallas hacia una vida mejor.
El trabajo por el que cada día ponemos el cuerpo, la esperanza de migrar hacia otro destino, la enseñanza y el aprendizaje, la cultura, la posibilidad de decir –y también de callar-, el medio con el que convivimos, los juegos a los que jugamos, las manifestaciones de amor –y los límites a las de odio-, los alimentos que comemos y el agua que tomamos, la posibilidad de saber qué hacen y cómo lo hacen quienes nos gobiernan y, simultáneamente, la opción de sostenerlos o de confiar en otra apuesta. Allí, y en tantos otros lugares, están los derechos humanos y también allí están las razones para seguir creyendo en ellos.