¿Puede ser obligatoria la vacuna contra el COVID?

Europa avanza hacia la vacunación compulsiva. Si fuera necesario, la Argentina podría hacerlo sin pasar por el Congreso

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Vacunatorio en Buenos Aires
Vacunatorio en Buenos Aires

Según la Organización Mundial de la Salud, el nuevo crecimiento global de casos de COVID-19 y la aparición de nuevas variantes (como la africana Ómicron) se deben a un combo tóxico de baja vacunación y testeo.

Solo el 7% de la población africana recibió el esquema completo y apenas el 11% recibió una dosis. Ello se debe principalmente al acaparamiento de vacunas por parte de los países ricos: según UNICEF, los países miembros del G20 recibieron 15 veces más dosis de vacunas per cápita que los de África subsahariana. Pero la distribución inequitativa de vacunas no explica, en cambio, las bajas tasas de vacunación (menor al 70%) en países centrales como Alemania, Austria y Suiza. El problema allí son las personas que no se vacunan, ya sea por resistencia activa (como la del movimiento antivacunas) o por sesgos cognitivos que afectan la adecuada percepción del riesgo.

Muchos países empezaron a discutir o a establecer medidas para los no vacunados, como los pases sanitarios. Austria acaba de ordenar un confinamiento compulsivo de 20 días y dispuso la vacunación obligatoria bajo pena de multa e incluso de prisión en suspenso. La extrema derecha liderada por Herbert Kickl hizo una manifestación de protesta en la que reunió a 50 mil personas. Kickl, que acusa al gobierno de dictatorial, no pudo asistir porque se contagió COVID. Olaf Scholz, el nuevo canciller alemán que asume en los próximos días, ya anticipó que enviará un proyecto de ley al parlamento para establecer la vacunación obligatoria. La Presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen, dijo que los países de la Unión deberían comenzar a debatirlo.

La Argentina tiene un sistema nacional de vacunación gratuita y obligatoria para todos los habitantes, que incluye no solo a niños y niñas sino también a jóvenes y adultos. La vacuna contra la hepatitis B, por ejemplo, es obligatoria desde 2012 para todas las personas de cualquier edad.

La vacunación obligatoria fue establecida por la última dictadura militar en 1983 a través de la “ley” 22.909 (un decreto de la Junta): se dispuso que las vacunas eran obligatorias para todos los habitantes; que los padres, tutores, curadores y guardadores eran responsables de cumplir esa obligación respecto de menores e incapaces; que la violación de la norma sería sancionada con pena de multa; y que ante el incumplimiento se emplazaría a los responsables a someterse o someter a las personas a su cargo a vacunarse y, si persistieran, se los podría vacunar en forma compulsiva.

El Congreso reemplazó aquel sistema a fines de 2018 con la ley 27491. La nueva norma mantuvo la obligatoriedad para todos los habitantes del país y la responsabilidad de los adultos sobre niños, niñas, adolescentes e incapaces. Las vacunas obligatorias son las del Calendario Nacional de Vacunación, las recomendadas para grupos de riesgo y las indicadas en situaciones de emergencia epidemiológica. ¿Quién determina cuáles son esas vacunas? El Ministerio de Salud. O sea: no se necesita una ley. Ni siquiera se requiere un decreto del Poder Ejecutivo.

La vacunación obligatoria fue establecida
La vacunación obligatoria fue establecida por la última dictadura militar en 1983 a través de la “ley” 22.909

Con el nuevo sistema, el certificado de cumplimiento del Calendario Nacional de Vacunación se exige no solo para el ingreso de niños y niñas a la escuela, sino también para que los adultos puedan tramitar o renovar documentos oficiales (DNI, pasaporte, licencia de conducir, etc.) y beneficios públicos como las asignaciones familiares y los planes sociales. En caso de incumplimiento no se prevé pena de multa (reservada para asegurar las obligaciones del personal y los establecimientos de salud), pero se habilita a las autoridades sanitarias locales a adoptar acciones para efectivizar la vacunación, desde la notificación hasta la aplicación compulsiva.

En 2012, la Corte Suprema sostuvo la constitucionalidad del sistema compulsivo anterior respecto de un niño marplatense nacido en parto domiciliario. El caso se había iniciado por la intervención de la asesora de menores local, que promovió una medida de protección para internarlo en un hospital público, de ser necesario con auxilio de la fuerza pública, a fin de administrarle las vacunas oficiales.

La decisión parece sencilla porque involucraba a un niño, pero aunque la Corte utilizó argumentos obvios vinculados con la primacía de la protección de su interés superior por sobre el derecho de los padres a planificar libremente la vida familiar, esto apareció en segundo término. Lo primero que dijo el tribunal fue que la vacunación obligatoria (en general, no de niños y niñas) excede el ámbito del individuo e incide directamente en la salud pública porque compromete la eficacia del programa de vacunación oficial y, de ese modo, pone en riesgo la salud de toda la comunidad.

¿Cómo se justifica esto? El artículo 19 de la Constitución Nacional establece que “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. Es la versión sofisticada del viejo adagio “tus derechos terminan donde empiezan los míos”. Se llama principio de autonomía personal y es la base fundamental de cualquier Estado liberal.

La norma parece habilitar la intervención pública sobre las acciones de las personas en tres supuestos distintos: cuando ofenden al orden, cuando ofenden a la moral pública y cuando perjudican a terceros. No obstante, la lectura respetuosa de la autonomía —y por ello sostenida también por la Corte Suprema— es que lo único que justifica la interferencia estatal en las acciones humanas es el daño a terceros. De hecho, a eso se resume también el concepto de acciones “privadas”: no son privadas porque se hagan en un espacio cerrado (nuestra casa, por ejemplo), sino porque no causan daño a terceros. Este es el principio que, entre otras cosas, derivó en que tanto la Corte de la transición democrática como la post-menemista considerasen inconstitucional la criminalización de la tenencia de drogas para consumo personal, criterio que rige en la actualidad.

La autonomía personal es incompatible con las intervenciones estatales perfeccionistas (que pretenden imponerles a las personas concepciones de virtud personal) y con las paternalistas (que buscan protegerlas de daños contra sí mismas). El Estado no puede regular las acciones autorreferentes, sino solo las intersubjetivas. Es por ello que, por ejemplo, la Corte Suprema reconoció ya en 1989 (y reafirmó en 2012) el derecho de los testigos de Jehová mayores de edad a negarse a recibir transfusiones de sangre incluso si ello pone en riesgo su vida.

Algunos autores liberales reconocen casos en los que el paternalismo puede considerarse legítimo: cuando busca proteger un interés de la persona no porque suponga que todas las personas lo tienen (por caso, cuidar su vida o su integridad física), sino porque es un interés real que el individuo reconoce que tiene, pero que por fenómenos cognitivos como la debilidad de voluntad no logra proteger por sí mismo aunque el costo de hacerlo sea mínimo. La obligatoriedad del uso de los cinturones de seguridad bajo pena de multa es un ejemplo de esto.

El estándar del costo mínimo es clave y explica por qué no sería igual sancionar con multa a los fumadores aun cuando no afecten a terceros. La exposición cruda de los efectos del tabaco en los paquetes de cigarrillos o la legislación sobre etiquetado frontal de alimentos como la que aprobó hace pocas semanas la Argentina se enmarcan en los límites de este paternalismo legítimo, suave o “libertario”, como lo llaman Richard Thaler y Cass Sunstein.

La idea de estos autores es que se deben hacer políticas públicas basadas en “nudges”, pequeños empujoncitos para modificar nuestras conductas y orientarlas hacia lo que verdaderamente queremos, pero sin prohibirnos evitar fácilmente el obstáculo y elegir otras opciones. Para que sea compatible con el Estado liberal, el “nudge” debe ser barato y fácil de evitar. La distribución de alimentos saludables en los comedores escolares, por ejemplo, debería seguir esa misma línea: no prohibir las galletitas azucaradas ni cobrarlas más caras, sino poner la fruta adelante.

Pero la obligatoriedad de las vacunas no tiene esas características, no necesita ser justificada como un caso de paternalismo legítimo. Es un caso fácil de daño a terceros. La Argentina tiene una tasa de vacunación con esquema completo del 66% y está donando dosis a países africanos y caribeños. Si, en algún punto, la educación y la divulgación de información sobre los beneficios de vacunarse fuesen insuficientes y debiera disponerse su obligatoriedad, como lo sugirió hace pocos días el Consejo Directivo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, habrá que bancarse el pinchazo.

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