Juan Carlos Puig en Caracas

El 15 de noviembre pasado hubiera cumplido 93 años. Tenía una vocación que lo impulsaba a hacer una lectura profunda de la realidad internacional y a practicar una vocación realista en la función pública

Guardar
Juan Carlos Puig en familia,
Juan Carlos Puig en familia, en Caracas.

Caminata

A fines de abril de 1976 un señor alto y de grandes lentes de marco negro sale con parsimonia del ascensor que lo trajo desde el piso 11 del edificio San Martín hasta una planta baja de lustrado piso negro. Franquea la puerta de vidrio del edificio y sale a la urbanización Parque Central, mientras sufre en su miope mirada el azul del cielo caraqueño.

Camina por la acera de la avenida Lecuna, camino a una panadería llamada CADA. Allí compara unos dulces para acompañar el café de la tarde. Se decide por unos tequeños y un pan con dulce de guayaba, para luego enfilar hacia el Instituto de Altos Estudios Latinoamericanos de la Universidad Simón Bolívar, en el piso 2 del edificio Tajamar.

Va de traje marrón a rayas, impecable y serio, con una corbata algo ancha, a la moda de la época. Cerca de la universidad, cruza unas palabras con su amigo Miguel Ángel Burelli Rivas, al que le promete invitarlo a tomar una copa en la piscina del Hotel Caracas Hilton el próximo domingo y a quien la susurra tengo noticias del sur, antes de despedirse.

En un breve maletín negro lleva, satisfecho, los originales del nuevo número de la revista Mundo Nuevo que ha tipiado con su máquina de escribir eléctrica, de un desvaído color gris y que al saltar en cada párrafo suena como un androide ronco. Todavía no logra dar –aún no lo sabe, pero lo hará luego, en el sótano de una biblioteca- con la imagen de la portada. Es Juan Carlos Puig, quien este 15 de noviembre hubiera cumplido 93 años.

Las vidas previas

Entre 1920 y 1968 tuvo lugar, en un lugar tan lejano de Caracas como Rosario, una iniciativa única en la región: la fundación de un centro especializado en la formación de diplomáticos (“hombres de Estado”) que otorgaba el título de Doctorado en Diplomacia y permitió –hasta la creación en 1948 del IDI y en 1963 del ISEN- acceder al ejercicio de esa profesión. Entre los impulsores estaba Juan Carlos Puig.

Durante los dos meses que dura su mandato, en el dramático año 1973, el canciller argentino abre relaciones comerciales sin prejuicios ideológicos, prepara negociaciones serias con el Reino Unido sobre la Cuestión Malvinas y organiza una estrategia heterodoxa de relacionamiento internacional.

Su clara noción de los costos a los desafíos lo obliga a apercibir a su subsecretario Jorge Vázquez por confrontar abiertamente con Washington durante la III Asamblea Extraordinaria de la OEA en Perú. El gobierno dura 49 días, porque Juan Domingo Perón no soporta al presidente Héctor Cámpora. El canciller era Juan Carlos Puig.

Las lecturas, las labores

Puig atraviesa la historia diplomática y la investigación académica argentina con tanta persistencia como originalidad. Tenía una vocación que lo impulsaba -como pocas veces sucede en la región- a hacer una lectura profunda de la realidad internacional y a practicar una vocación realista en la función pública.

La mirada analítica de Puig, combinada con su experiencia como practicioner, pronto lo conminó a poner foco en el asunto más importante de la política exterior: cómo tener autonomía para poder tomar decisiones en un país periférico.

Años después, el foco del análisis de Carlos Escudé (otro investigador argentino quien con responsabilidades institucionales), también se encausaría hacia la cuestión de la autonomía, esto es, de qué manera ampliar el espacio político -dadas ciertas condiciones reales- en el proceso de toma de decisión.

El contexto internacional

A fines de la década de los 50 y durante los años 60, el auge de nuevos enfoques teóricos (en la CEPAL y fuera de ella) basados en la teoría de la dependencia, generaron –en la economía y la política- una profunda reflexión sobre la inserción internacional de los países de la región.

Esta mirada crítica sobre las condiciones materiales y las matrices culturales de la periferia -que incluyó, por cierto, una revisión del rol de las élites intelectuales, empresariales y políticas latinoamericanas- buscó impugnar la estructura internacional que perpetuaba esas condiciones.

En ese escenario, el abordaje a la cuestión de la autonomía permitió explorar el espacio específico de condiciones en las que se desarrolla la relación de los países menos relevantes con las potencias mundiales, verificando la vulnerabilidad de las naciones económica y políticamente dependientes.

Ese momento histórico, Puig abrevó pero también puso en discusión la hermenéutica aportada por el modelo de etapas de Walt Rostow, el estructuralismo cepalino de Raúl Prebisch, el dependentismo de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, el foco en la subordinación exógena de las élites de Helio Jaguaribe, así como las herramientas teóricas propias de la teoría del subdesarrollo, presentes en los ahora clásicos trabajos de André Gunder Frank, Theotonio dos Santos, Celso Furtado y Osvaldo Sunkel.

En 1971, Puig publica un célebre artículo que constituye un claro desafío al discurso dominante en el mainstream de la disciplina, en el que sostiene que “los actores menos relevantes del escenario mundial pueden alterar los regímenes en diversas áreas temáticas o crear nuevos regímenes, desde los cuales pudiesen generarse limitaciones a los actores más poderosos del sistema”.

Como sostiene un experto (Barreto, 2013), la teoría elaborada por Puig muestra una confluencia heterogénea de orientaciones que van del realismo clásico de autores (como Raymond Aron, Morton Kaplan, Werner Goldschmidt y Klaus Knor, articulando un concepto amplio del interés nacional), junto a una concepción de la autonomía que permite construir –dada una series de recursos propios y circunstancias ajenas- estrategias sensatas, hibridando saberes del realismo clásico y ciertas visiones de la interdependencia compleja.

Puig mide así los grados de la asimetría internacional mientras pule conceptualmente la herramienta que le permitirá un diagnóstico y un mapa de acciones, más allá de los límites conceptuales y el voluntarismo militante de algunas teorías dependentistas.

De tal modo, el (Miranda, 2018) eclectisismo puigeano logró restarle resignación a la cosmovisión dependentista, reconociendo la lógica estructural de las asimetrías, pero buscando ampliar la autonomía a partir de ciertas prácticas, otorgando importancia a una variable clave en la estrategia: las capacidades estatales y los recursos de poder.

Para Puig (siguiendo a Werner Goldschmidt), el sistema internacional está configurando por a) supremos repartidores de potencia (que establecen los regímenes de reparto de poder); b) reguladores (encargados del cumplimiento del sistema, básicamente a través de los organismos internacionales); y c) recipiendarios de los regímenes de reparto.

Esquemáticamente (Dallanegra Pedraza, 2009, Miguez 2016) las restricciones habituales del sistema internacional para los países débiles son dos: 1) La dependencia para-colonial: en la que, formalmente, un Estado posee un gobierno soberano, pero en el que los grupos de poder no son más que un apéndice de los aparatos gubernativos de otro Estado, cumpliendo con funciones proconsulares. 2) La dependencia nacional o dependencia consentida (con una élite que tiene proyecto nacional, pero que acepta la situación de dependencia).

Dadas estas situaciones, para Puig, las posibilidades de autonomía son:

1) una autonomía heterodoxa: quienes detentan el poder de un Estado aceptan la asimetría con la potencia dominante, evitando la confrontación en cuestiones estratégicas, pero discrepan en ciertos puntos, renegando de la imposición dogmática.

2) una autonomía secesionista: el país periférico, subordinado, corta de raíz los lazos que lo atan a la metrópoli o a la potencia dominante, sin tomar en cuenta los intereses estratégicos de la potencia dominante como conductora del bloque del cual se retira.

Puig construye así una batería de conceptos teóricos que luego serán apropiadas por la literatura académica de fines de los años 70 y 80: expresiones como “políticas exteriores independientes”, “autonomización”, “búsqueda de autonomía”, “márgenes de maniobra”, serán expresiones que recorrerán los papers de los expertos latinoamericanos.

Aunque acusada de haber sido superada por haber sido delineada para explicar un contexto en particular, la vigencia de la mirada autonómica puigeana superó el marco de la confrontación Este-Oeste que le diera lugar, en las condiciones de la Guerra Fría en que fuera concebida, porque también explica la asimetría entre el Norte y el Sur.

El concepto de autonomía parece mantener vigencia y sigue siendo, todavía una (Russell y Toklatián, 2010) gran idée, y piedra basal de las lecturas sobre el poder real de los países periféricos, ya que en toda lectura (y práctica) de la gran estrategia diplomática de las naciones latinoamericanas hay dos lógicas que están siempre presentes: la aquiescencia y la autonomía.

La innovación del marco teórico diseñado por Puig prefigura, incluso, modos de lectura posteriores, ya que su percepción (Miranda, 2016) anticipó supuestos que habrían de ser impulsados luego por el constructivismo y el realismo neoclásico.

Así como resulta valioso el aporte del autonomismo en la vivisección del escenario internacional, la propuesta concreta tiene una variable de notable importancia: la cautela. La autonomía heterodoxa propone evitar el conflicto con las grandes potencias, aprovechando las oportunidades que brinda el sistema internacional, con foco en el desarrollo autónomo.

En su breve paso por el ejercicio real de la diplomacia y en las reflexiones posteriores a esa experiencia, JCP propugna una (Busso, 2016) versión no nihilista de la autonomía, apoya la gradualidad y presta atención a la importancia de las condiciones domésticas y el comportamiento de las elites, herramientas conceptuales que él mismo y el pensamiento neo autonómico revisará una y otra vez, evitando la línea divisoria entre el político y el científico.

El debate post-puigeano sobre la autonomía

Desde los lejanos aportes de Juan Carlos Puig –quien no cesará de revisar una y otra vez la temática durante décadas- el debate sobre la autonomía ha ocupado buena parte de la literatura académica latinoamericana.

Algunos expertos (Russell y Toklatián, 2002) destacan que la reflexión acerca de la autonomía -que había girado básicamente en torno al rol del Estado-Nación, tanto para liberales, marxistas y constructivistas- ha venido ampliando su foco hacia el complejo Estado-Sociedad Civil, particularmente en la perspectiva neo marxista de Robert Cox y en la mirada constructivista de Alexander Went.

En los ´90, el debate sobre la autonomía se vuelve a instalar en la Argentina con las contribuciones de Carlos Escudé y un énfasis en el uso, la pérdida, así como en el incremento de la autonomía, según haya “inversión de autonomía” o, contrariamente “consumo de autonomía” cuando el comportamiento de un país “apunta a la demostración exhibicionista de que uno no está bajo el tutelaje de nadie”.

La propuesta de Escudé a favor de un realismo periférico fue balanceada por Roberto Russell con su opción por el neo-idealismo periférico, evaluando los costos reales de enfrentamiento con el hegemón, buscando evitar la pasividad de la política exterior y ampliando la agenda de acción de los países periféricos.

Nuevas lecturas (Tickner, 2013; Acharya, 2013) han revisado el nivel de originalidad epistemológica de la mirad autonómica, al sostener que sólo haría una importación acrítica de la batería conceptual de los países centrales, mientras otras miradas –afirman dos expertos latinoamericanos (Briceño y Simonoff, 2017)- ven en el autonomismo un proceso de hibridación poscolonial.

El debate sobre la autonomía avanzó, así, revisando distintas dimensiones: el comportamiento de los actores centrales (incluyendo el inveterado debate sobre la declinación relativa de la hegemonía estadounidense), el impacto de la interdependencia compleja en el aumento relativo del espacio autonómico, la naturaleza asimétrica de la estructura del orden internacional y los límites (bordes) reales en el comportamiento de los estado periféricos, cuando sus acciones involucran intereses prioritarios de las potencias centrales.

El debate actual

La región, en general, y Argentina, en particular, experimentan un intenso debate en torno a los márgenes de autonomía realmente existentes ante la disputa hegemónica entre EEUU y China.

Así, algunos autores (Stuenkel, 2018) consideran que estos márgenes deben tomar en consideración ante lo que prefiguran como el inevitable ascenso de un mundo post-occidental, mientras otros expertos (Ominam y Heine, 2020) afirman que -a pesar de las limitaciones- es el momento para ensayar un no alineamiento activo latinoamericano.

En las producciones recientes de los expertos más respetados, se observa, también, un saludable pragmatismo, al punto de recomendarse para la región (Toklatián, 2020) una diplomacia de la astucia y la modestia.

En un escenario regional marcado por las crecientes tensiones de una suerte de guerra tibia entre Washington y Pekín, los analistas se preguntan si acercamiento comercial y la captación de inversiones con China generará costos inevitables con WDC y Bruselas. De tal modo, se evalúan los beneficios de un prudente equilibrio, ante los riesgos de subestimar el renovado interés estadounidense en Latinoamérica, a partir de la creciente presencia china en nuestra (Calle y Russell, 2021) periferia penetrada.

Otra lectura (Zelicovich, 2021) recomienda evitar las nostalgias geopolíticas al sobreestimar los eventuales costos en la estrategia de inserción internacional, para no inmovilizar el accionar externo. Y también existe una visión (Schapiro, 2021) que promueve distanciarse tanto como se pueda de esa competencia hegemónica, recomendando autonomía equidistante para los débiles en este mundo bipolar.

El mundo nuevo

Puig pensaba ir de la biblioteca de la universidad hacia su departamento. Camina entusiasmado, ya que encontró, finalmente, la imagen que buscaba para su revista. Si las líneas telefónicas están bien, llamará a Delia Colombo a Buenos Aires y le insistirá que venga con los niños a Caracas. Ella le dijo, vez pasada, con un hilo de voz: aquí el desierto crece.

La noche es perfecta, así que irá a tomar una cerveza al Gran Café de Caracas. Los argentinos se reúnen allí para escuchar anécdotas del exilio madrileño de Perón, rodeado de caniches y esoterismo, contadas con fruición por Tomás Eloy Martínez. Cada tanto, Tito Caula interrumpe esos monólogos para hablar de las actrices de grandes pestañas cargadas de rímel que fotografía en los camerinos de los teatros de Sabana Grande.

Apura el paso por la calle Real y ya está cerca del bar fundado por Papillón. Escucha las risas, lejanas. Su figura se detiene, empecinada, en la sutil noche del Valle que lo envuelve. Sumergido en ese mar de los sargazos que es el exilio, cree sentir el perfume de un jazmín que lo lleva de bruces a las barrancas del río Paraná.

Puig sacude, algo aturdido, su cabeza, para no perder el foco: cree haber encontrado, en ese sótano, en esa biblioteca, el mapa de esos tiempos. El no sabrá que así, perplejos, están, estamos, otros, 45 años después, buscando ese mapa, para saber cómo seguimos. Y hacia dónde.

SEGUIR LEYENDO

Guardar