
Los argentinos hemos aprendido desde mediados de los ‘70 que la moneda nacional no es reserva de valor, así como que los bonos públicos, que a priori parecen rentables, a mediano plazo pueden darnos fuertes dolores de cabeza.
El destino de esos ahorros han sido el dólar y los inmuebles -en la jerga popular, el verde y los ladrillos- afectando la financiación de proyectos de inversión privados y públicos. Como su contracara, los empresarios dejaron de confiar en el país, bajaron sus brazos, sacaron sus capitales, atesoran divisas o invierten en inmuebles.
Este proceso se acelera o dispara en los momentos en que percibimos que nos encaminamos a una crisis que afectará de manera no trivial nuestros negocios y activos, sean pocos o muchos.
Sin embargo, este aprendizaje no parece haber afectado a cierta parte de la dirigencia, ya que insisten en aplicar o promover políticas que conducen inexorablemente a un destino fatal, pretendiendo, al mismo tiempo, que el resto del país haga lo que ellos, en su esfera particular, no hacen. No hunden su capital en el país ni tampoco ahorran en pesos.
Una primera cuestión que emerge de esto es que la inconsistencia entre sus decisiones personales y oficiales no tiene aún una clara y única explicación. Por ejemplo, si bien podría decirse que les conviene porque hacen sus negocios particulares gracias a decisiones públicas desquiciadas cuya renta invierten racionalmente, no parece que sea el caso de toda la clase política o de la dirigencia en general, aunque sí de una parte no menor de ella.
Otro punto relevante es que cada tanto procrastinan decisiones cruciales que podrían evitar una crisis o permitirían salir de ella. Las explicaciones son diversas, no solo porque los sujetos y circunstancias cambian de caso en caso, sino porque no hay total acuerdo sobre el por qué de cada uno en particular. Se mencionan desde el accionar de grupos de presión de todo tipo, equilibrios de poder interno que impiden tomar decisiones, errores de diagnóstico e, incluso, consideraciones sobre la salud del presidente de turno.
Cualquiera sea el caso, lo concreto es que los agentes han acumulado activos externos por unos USD 400.000 millones, tienen inmuebles como protección aun cuando su renta sea exigua, y la inversión real hoy está en niveles de reposición. Las excepciones más notables son las inversiones en monopolios otorgados o validados por el Estado, o en negocios concretados gracias a relaciones espurias con algún gobierno.
En vistas a no aumentar el desánimo, vale decir que habría un futuro interesante si pudiésemos movilizar al menos una parte del stock de activos atesorados, para lo cual se requiere un cambio favorable a la inversión que sea percibido como relativamente duradero - ¿10 años? -. De recrearse esa confianza en el país, no habría mucho incentivo para atesorar, pudiéndose generar un círculo virtuoso entre inversión, rentabilidad y expectativas positivas. También se reduciría el drenaje de capital humano, básicamente joven, algo crítico para el futuro. Finalmente, sabemos cómo detectar y corregir los casos de irregularidades en las relaciones entre privados y el Estado, aunque es posible que muchos argentinos se conformen a corto plazo sólo con lo anterior.
Volviendo a la situación actual, y más allá de las posibles razones de la procrastinación, ¿no es una rareza que ocurra aun cuando está en juego su supervivencia política? ¿O es que su cosmovisión le muestra otro escenario mucho más deseable y que minimiza sus costos? Quizás el caso permanezca entre nosotros como un enigma.
Ahora bien, debe señalarse lo siguiente. Es inevitable que los propios ciudadanos extingan la procrastinación si concluyen que no habrá cambios en el proceso decisorio oficial, lo que lleva a pensar en escenarios críticos y profecías autocumplidas. De ocurrir, el pueblo y la Historia no los absolverán, por mucho que se invierta en deslindar responsabilidades y en increíbles narrativas.
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