“Hablé todo con Cristina. Estamos del mismo lado”, dijo el ministro de Economía, Martín Guzmán, el viernes por la mañana. Unos días antes, el domingo de las elecciones, el presidente Alberto Fernández, había anunciado su decisión de acordar con el Fondo Monetario. “Esta es una decisión política que cuenta con el pleno aval del Frente de Todos. Ha sido el fruto del trabajo conjunto con la Vicepresidenta de la Nación, con el presidente de la Cámara de Diputados y con mi gabinete de ministros y ministras”, agregó. Es decir que, según Guzmán, Cristina está de acuerdo con lo que él quiere hacer. Y según Fernández, la vicepresidenta respalda su plan. ¿Qué opinará ella?
No es la primera vez que Fernández o Guzmán dicen que Cristina piensa algo que después no piensa, o no piensa tal cual ellos lo transmiten, o piensa lo contrario. Fernández y Guzmán son dos altos funcionarios que, además, hace muy poco fueron criticados por la Vicepresidenta. Por eso, es muy razonable suponer que dicen la verdad, tanto como que en su interpretación del pensamiento de la Vicepresidenta hay, cómo decirlo, cierto sesgo interesado.
Esa pregunta -”¿Qué opinará Cristina de todo esto?”- es un elemento central para entender el proceso político que arrancó el 10 de diciembre de 2019. Unos días antes de las elecciones, por ejemplo, el Presidente se reunió con cuatro empresarios que conducen multinacionales. Les explicó que luego de los comicios aceleraría el acuerdo con el Fondo Monetario y segmentaría las tarifas para reducir sustancialmente los subsidios. La pregunta que escuchó es la de siempre. ¿Qué opinará la Vicepresidenta de todo esto?
Una semana antes de esa reunión, el flamante jefe de Gabinete, Juan Mansur, viajó a Nueva York para fortalecer la gestión que estaba haciendo Guzmán ante distintos fondos de inversión. Explicó que el Gobierno preparaba un giro moderado hacia posiciones pro mercado. Pero, ¿qué opinará la Vicepresidenta de todo esto?, le preguntaron. En la primera gira que hizo por Europa, antes de la pandemia, Fernández volvió sorprendido porque los principales líderes del viejo continente lo escuchaban amablemente pero, al final de la charla, siempre preguntaban qué pensaba Cristina.
En estos días, la pregunta adquiere una dimensión monumental, porque la Argentina se acerca velozmente a un punto de bifurcación que definirá gran parte del destino del país, al menos, en los próximos dos años. Fernández, y junto con él casi todo el peronismo, está convencido de que la Argentina no tiene opción por fuera de un acuerdo con el Fondo Monetario. Los dólares de las reservas se acaban. No hay manera de pagar el vencimiento de marzo. El riesgo país trepa a niveles impactantes. El Presidente y el ministro de Economía están convencidos de que un acuerdo con el Fondo evitaría una crisis explosiva.
La Vicepresidenta es una mujer muy inteligente. Sabe que su palabra es definitoria para generar confianza hacia la Argentina en los mercados, o profundizar la desconfianza actual. Su silencio es un gesto que alimenta todas las especulaciones. Si piensa como Fernández y Guzmán dicen que piensa, es central que lo diga, con la contundencia que ella dice las cosas. De lo contrario, provoca una debilidad en la estrategia del Gobierno y, por ende, en la situación del país. Nada de eso es improvisado.
En esta última semana, ha habido todo tipo de trascendidos sobre cuál es el nivel de acuerdos que existe en el Frente de Todos. Tanto Fernández como Sergio Massa y Guzmán se ocuparon de asegurar que cada uno de sus pasos estaba consensuado con la Vicepresidenta. Desde el Instituto Patria, en cambio, las versiones fueron cambiantes. Un día trascendía que Cristina finalmente había aceptado los planteos de Fernández, otro día que quería ver lo que enviarían al Congreso, otro que estaba enojadísima con Fernández. Es una guerra de nervios interminable y ella sabe cómo jugarla.
Naturalmente, nadie puede conocer de verdad como está la relación entre dos personas: a veces ni ellas mismas. Pero se pueden obtener indicios a partir de los gestos públicos que ambos intercambian. Lo que se desprende de esos gestos es cualquier cosa menos serenidad y armonía. Cristina Kirchner se ausentó de los dos últimos actos del Frente de Todos. Su reciente operación explica que no haya concurrido físicamente. Pero es una excusa pueril. Cristina podría haber aparecido en las pantallas desde su casa o grabado un mensaje para la militancia que fue al bunker el día de las elecciones, o a la plaza de Mayo el miércoles posterior.
El Presidente, por su parte, reaccionó en público con un gesto que refleja la magnitud del conflicto. El miércoles, en Plaza de Mayo, ignoró directamente la existencia de Cristina Kirchner. No estaba en los carteles, no estaba en la iconografía que rodeaba al Presidente en el escenario, no estaba en su discurso. Era la primera Plaza de Mayo donde el presidente Fernández habló, y fue el único orador. Hubo una evidente decisión política de borrar a la Vicepresidenta. Desde que asumió Nestor Kirchner en el 2003 nunca hubo un acto kirchnerista donde Cristina no figurara. Tal vez por eso, o porque ni siquiera lo invitaron a participar del armado del acto, Máximo Kirchner se quedó a varias cuadras, rodeado por la débil columna de La Cámpora.
No hubo ningún gesto público que convalide las versiones de que los planetas se habían alineado. Sobre el final de la semana, además, las fuentes oficiales que sostenían la existencia del consenso empezaban a confesar que las cosas estaban mal de nuevo y que nadie sabría qué iría a pasar con los anuncios que el Presidente hizo el domingo de las elecciones. Todo eso mientras la cuenta regresiva avanza, se pierden más reservas, y del otro lado tienen todo el tiempo del mundo para esperar que los líderes de la Argentina se pongan de acuerdo.
Los conflictos entre los Fernández han marcado los primeros dos años de Gobierno. Cristina ha dicho: “Yo sé lo que es ser presidente con un vicepresidente en contra. No voy a hacer eso”. Pero su conducta fue mucho más agresiva -y eficiente en su agresividad- que la de Julio Cobos. De cualquier modo, en esos dos años, ese conflicto se desarrollaba sobre la presunción de que el peronismo era la mayoría del país, y que la oposición tardaría muchos años en recuperar la simpatía del pueblo, luego del desastre que había causado Mauricio Macri.
Ahora las cosas han cambiado. La derrota del peronismo ha sido dramática. No solo obtuvo el 33 por ciento de los votos, la menor cantidad desde que Juan Perón fundó el movimiento en 1945. No solo quedó claro que su piso es menor al de Cambiemos. Hay otros elementos muy sorprendentes. Por ejemplo, Cambiemos ganó en la mayoría de las provincias, especialmente en las más numerosas. Pero además, donde no salió primero, salió segundo. El peronismo, en cambio, salió tercero en Misiones, Cordoba, Santa Cruz, Neuquén, y Rio Negro. Y perdió por más de veinte puntos en Jujuy, Capital, Mendoza, Entre Ríos, Corrientes. El panorama es desolador, entre otras razones, porque no hay ningún referente peronista competitivo que se proyecte como candidato a Presidente. A la oposición le sobran.
Por delante, además, si la gestión del Gobierno es congruente, puede haber dos años donde la economía crezca un poco, y se generen algunos cientos de miles de puestos de trabajo. Pero, al mismo tiempo, la inflación será muy alta. La actualización de tarifas y la necesidad de devaluar, como mínimo, un poco más rápido, empujarán los precios hacia un alza que seguramente supere la de este año. El Presidente, además, ha prometido que los salarios le ganarán a la inflación. Con lo cual la tradicional carrera entre precios salarios y tipo de cambio se recalentará un poco más.
Si los Fernandez siguen de riña en riña, las perspectivas electorales de la oposición se irán incrementando mes a mes. Pero ni siquiera eso es necesario. Con solo repetir lo que sucedió hace una semana, un eventual gobierno de centro derecha contará en 2023 con quórum propio en ambas cámaras y el control de las dos terceras partes de las provincias de todo el país, entre ellas todas las más pobladas.
¿Qué opinará Cristina de todo esto?
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