Un debate más que interesante, que por ahora se limita a intervenciones de Claudia Peiró, Diego Rojas y Gabriel Solano, se expone, saludablemente, en las páginas de este periódico. Digo “saludablemente”, porque es inusual que el programa y las posibilidades históricas de una corriente que se pretende revolucionaria se discutan en un medio que no es, precisamente, afín a dichas tendencias. Dicho esto, entremos en tema.
El texto de Peiró expone, con cierto detalle, la fábula que historiadores e intelectuales anti-comunistas han construido sobre la revolución en general y sobre la revolución rusa en particular. No voy a explayarme en su crítica, en parte porque sus contendientes ya han dicho algo y porque eso no es lo importante de la intervención de Peiró. Ni Rojas ni Solano han respondido al desafío lanzado: no se trata simplemente de una perspectiva de los hechos que adolece de serios problemas historiográficos, sino de la afirmación, no probada, cierto, pero a la que la historia reciente le otorga cierta verosimilitud, según la cual, el trotskismo es inútil. Y debo decir que, estando en sus antípodas ideológicas, acuerdo, bien que por otras razones, en este punto: el trotskismo es inútil.
No se trata, por supuesto, de alguna tara ontológica o de algún defecto invalidante ligado a alguna característica histórica o, incluso “psicológica” de las que le gustan a Peiró. Se trata de algo más sencillo: en la vida social, las revoluciones no se compran llave en mano. Aclaro: si uno vive en la Antártida, debiera preocuparse por las condiciones geográfico-climáticas antes de arriesgarse a comprar todo lo necesario para iniciar la producción de bananas. No es el mejor lugar. Dicho de otro modo: el trotskismo fue una solución más o menos eficiente para una situación específica: la Rusia de comienzos del siglo XX. Pero la Argentina no es la Rusia del siglo XX ni estamos en el siglo XX. Se me dirá que lo mismo puede decirse del guevarismo, del maoísmo o del castrismo. Y sí, es exactamente lo mismo. Una perspectiva religiosa, ajena al marxismo, pretende que no hace falta verificar la adecuación de un programa y una estrategia al lugar en que nos ha tocado en suerte actuar. Algo así como si un director técnico pretendiera jugar igual contra todos los rivales que se le presentan. O, para seguir la metáfora bananera, que podemos comprar una fábrica llave en mano sin verificar si tendremos un enchufe de donde sacar la electricidad. En lugar de partir de la realidad presente, se parte de una decisión de fe: se es esto o lo otro, antes de saber si eso califica.
El trotskismo cree que la Argentina es un país semi-colonial y dependiente donde no se ha completado la transformación capitalista, donde quedan rémoras del pasado que impiden su despegue. La Argentina no es una verdadera nación, hay “tareas nacionales” por realizar. Eso se va a resolver mediante un movimiento doble, por el cual la clase obrera resolverá los problemas burgueses pendientes y construirá el socialismo. A eso se le llama “revolución permanente”. Como la Argentina no es del todo un capitalismo pleno, se puede convocar a aquellos que no logran constituirse como sujetos capitalistas, oprimidos por la propiedad terrateniente, los “campesinos”. Así, la revolución permanente es tarea de la “alianza obrero-campesina”. Para ir acercándose a ese objetivo, hay que ir empujando de a poco, mediante medidas “transicionales”, que estimulan el desarrollo de la clase destinada a la toma del poder. A eso se lo llama “Programa de transición”, que incluye el rosario de temas caros a la propaganda trotskista: el reparto de las horas de trabajo, la ocupación de fábricas y su puesta en producción, etc., etc. A eso suele agregarse la nacionalización de la banca y el comercio exterior, la reforma agraria, y otro largo etc.
Bananas en la Antártida (o fábrica sin enchufe): la Argentina es un capitalismo desarrollado, en el sentido real de esa expresión (en su interior dominan las relaciones capitalistas, burguesía y proletariado); no hay “campesinos”, no solo porque la masa de la población es urbana (95% o más), sino porque los sujetos considerados como tal son obreros (los campesinos “santiagueños”, por ejemplo) o burgueses (los “chacareros”), no hay, entonces, con quién hacer alianza alguna; no hay relictos pre-capitalistas, como población “aborigen” (Jones Huala es albañil…); el Estado nacional gobierna en todo el territorio sin oposición de ningún tipo, no hay territorios ocupados por una potencia extranjera que hagan inviable la vida social independiente; la población elige a sus gobiernos, que son los que deciden sus políticas (nadie obliga a pedir al FMI nada, y, no se puede pedir y pretender no devolver lo pedido); en la Argentina no existe el sistema bancario, ni moneda, no hay nada para nacionalizar; el comercio exterior no necesita ser intervenido, ya lo está (las “retenciones”); la industria argentina es chatarra, la simple ocupación no resuelve nada; la Argentina no puede reducir la jornada laboral sin agravar la miseria, porque perdería competitividad en el mercado mundial; la reforma agraria es una medida burguesa, repartir la tierra en unidades más chicas destruiría la única rama de la producción verdaderamente eficiente a escala mundial, profundizando la miseria de las masas. Podríamos seguir horas mostrando cómo las propuestas “trotskistas” son el mejor pasaje al atraso y la miseria.
El trotskismo es inviable porque la Argentina no es lo que los trotskistas creen que es. Alguien se preguntará cómo puede ser que alguien pretenda gobernar un país que no conoce. No debiera llamarle la atención: Cristina definía a esa maravilla de la innovación tecnológica, la soja transgénica, como “yuyo”. De modo que, esta ceguera religiosa trotskista es más común de lo que se cree. En la medida en que el trotskismo tiene un programa inaplicable, en la práctica adopta aquello que, a su leal saber y entender, sirve para empujar la causa. Por eso, el programa trotskista tiende a mimetizarse, en la práctica, con el peronismo y sus versiones en apariencia más a la izquierda. De allí su seguidismo al kirchnerismo. En ese proceso de mimetización, se expone un programa que no solo no es trotskista (en el sentido de algo que Trotsky podría reconocer como propio) sino ni siquiera socialista. Como muestra, basta un botón: las campañas electorales no se usan para explicar qué es el socialismo y a dónde queremos llevar a los obreros, sino para copiar el discurso hegemónico: en lugar de clases sociales, “mujeres”, “trabajadores”, “juventud”, como si los burgueses no trabajaran, nacieran viejos y fueran una especie de república masculina; en lugar de socialismo, “anti-capitalismo”, que no quiere decir nada (los señores feudales también eran “anti-capitalistas”); en lugar de lucha de clases, lucha contra los “anti-derechos”. Una coalición donde tres de los cuatro partidos lleva en su nombre la palabra “socialismo”, no habla del socialismo. Raro.
Este último punto se enhebra con otro elemento que demuestra la inutilidad del trotskismo: ¿qué es para los trotskistas el socialismo? No se sabe. Algo maravilloso que vendrá algún día, pero no aquí, porque el socialismo en un solo país es imposible, sino a escala universal, un gran evento mundial. El trotskismo no solo es religioso, es, además, milenarista. No extraña, entonces, que la gente mire para otro lado, salvo cuando tiene mucha bronca y la soja está por el piso. Por eso, el trotskismo, por mucho éxito electoral que tenga, está condenado al fracaso: no sabe lo que quiere, ni a dónde va, ni para qué.
La Argentina es un capitalismo chico, agrario y tardío. Necesita crecer y desarrollarse, salvo que llamemos “socialismo” a repartir miseria. Para una población del tamaño y de la dinámica de la Argentina, necesita una base material equivalente a la de Corea del Sur. Solo con esa base es posible plantear un nivel de vida sueco. Corea+Suecia en el 2050, ese sería un programa realista. Para alcanzarlo es necesario eliminar la propiedad privada de los medios de producción. Solo con su concentración en un Estado obrero, es posible alcanzar las escalas de producción que dominan el mercado mundial. No es con pymes que lograremos Corea+Suecia: es con gigantescas empresas estatales, con planificación y tecnología. China es un ejemplo claro a ese respecto, pero también Corea del Sur o Japón. No hay que repartir la tierra, hay que concentrarla. No es con “agricultura familiar”, es con enormes factorías rurales. Se me dirá que estoy pensando en un imposible, el socialismo en un solo país. Digo que no podemos pedirles a las masas que nos sigan para, al otro día de llegar al poder, confesar que lo que prometimos era una utopía. Podemos gobernar y transformar la Argentina. Para eso, es necesario pensar como socialistas.
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