Es la historia de dos hermanos y un río.
La noche silenciosa y aguda cae sobre el río Iabok. Solo algunas estrellas iluminan la marea oscura de quietud y silencio que reinan en la orilla. Exhausto de búsqueda, tras un largo exilio lejos de casa, Jacob decide volver. Del otro lado del río lo espera su nueva vida, que incluye sus vidas pasadas. Lo espera también, el enfrentamiento con sus miedos y antiguas deudas no resueltas con su hermano, Esav. Ahora sólo el río los separa después de tanta distancia. Pero esa noche, de aquel lado del Iabok, Jacob se queda solo. Solo consigo mismo.
El texto sugiere que un ángel lucha con él durante toda la noche. La imagen de ese conflicto espiritual, sería retratada durante siglos por los más grandes artistas. La pelea, que se confunde entre un sueño y la necesidad de su alma, no lo dejará ileso. Al despuntar el alba, Jacob gana la batalla y le pide al ángel que lo bendiga: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (Gén 32:29).
El ángel le regala entonces, su bendición. La de la autotransformación. La que abre camino al cambio interior, al descubrimiento de las potencialidades propias y la capacidad para renacer. No es apenas un cambio de nombre. Es el sismo interno que permite cambiar la esencia, el sentido, el rumbo, el alma y entonces, el futuro. Después de tanto tiempo aislado de los suyos, sólo a partir de ese encuentro en soledad y lucha consigo mismo, puede despertar. Reconocer lo desperdiciado, y apostar a recuperar lo perdido.
El relato nos llama a recordar nuestro propio exilio último. Durante los largos e interminables meses de encierro y cuarentena descubrimos cuántas cosas nos eran tan prescindibles, y cuántas otras tan trascendentes dejábamos pasar. Reconocimos cuánto nos hacía falta estar más en casa, pasar más tiempo con los nuestros, aprovechar cada abrazo y dejar de correr para poder simplemente ser. El encierro nos encontró solos en la orilla de nuestro Iabok, con nuestras propias nuevas prioridades y necesidades existenciales de un cambio. Nos prometimos tantas cosas para cuando la pesadilla y el exilio terminen. Después de tanto aprendizaje y nostalgia, no volveríamos a ser Jacob.
Sin embargo, una vez que el renovado Israel cruza la orilla, el relato descoloca: “Alzó Jacob sus ojos, y he aquí que venía su hermano Esav...” (Gén 33:1). Apenas dos versículos más adelante el texto vuelve a llamarlo Jacob. ¿Dónde había quedado su transformación? ¿Dónde su cambio, sus nuevas prioridades y forma de verse a sí mismo? ¿Y qué sucedió con nosotros? ¿Qué sucedió ahora que todo ha vuelto a la antigua normalidad? ¿Cuánto de lo aprendido, cuánto de lo prometido logramos sostener? ¿Es posible acaso un cambio de vida, de agenda y de prioridades real? ¿Ahora que todo se abre, volveremos a ser Jacob?
Conocemos del relato todo lo que vivió Jacob en esos años de distanciamiento con su hermano. Pero no conocemos nada de lo que le sucedió a Esav. No sabemos de sus propias luchas internas, ni de sus promesas en aislamiento. Nada nos dicen de lo que sucedió de este lado del Iabok. ¿Acaso Esav había cambiado sus antiguos rencores por una vida más liviana, de reconciliación y perdón? El texto del encuentro conmueve: “Pero Esav corrió a su encuentro y lo abrazó, y se echó sobre su cuello, y le besó; y lloraron” (Gén 33:4).
Algunos rabíes del Talmud aseguran que el malvado Esav nunca cambió. Que ese corazón lleno de odio hacia su hermano, sólo había crecido con el tiempo. Dicen entonces que sí corrió fue para matarlo más rápido, que el abrazo fue sólo un intento de ahorcarlo, que el beso fue a la garganta para morderlo y que el llanto fue sólo porque no lo logró. Para algunos, el cambio no es difícil, sino imposible. Entonces no logran verlo en nada, ni en nadie. Pero el texto es mucho más profundo y poderoso que esa interpretación.
En todo ese tiempo de distancia, Esav logró poner por delante el amor al dolor, el reencuentro a la soledad, y el perdón al rencor. Esav comprendió que no hacía falta seguir perdiendo el tiempo sin encontrarse con los suyos. Que el cambio es posible, que es real. Que lo aprendido en soledad debe ser suficiente para no volver a perdernos un sólo abrazo.
Amigos queridos. Amigos todos.
Cada uno tiene su propio Iabok. Su propia lucha interna para definir quién ser. A veces logramos vencer, prometiéndonos ser esa persona que soñamos en la orilla del río y actuar en consecuencia. Entonces llegan los miedos, las flaquezas, la realidad, el contexto y todo ese mundo de pretextos que nos devuelven a la orilla de donde pensamos que no podremos salir.
La noche puede ser esta misma. El río aguarda. Vivir el tipo de vida que soñamos, sólo espera de nosotros mismos.
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