En las elecciones suele haber una sorpresa: en este caso, fue el empate psicológico en el que quedaron oficialismo y oposición, a pesar de los casi 9 puntos de diferencia entre Juntos por el Cambio y el Frente de Todos. La desesperación de unos y otros por recordarle a la gente lo que votó, como si ésta no lo supiera, demuestra que el desconcierto es de los dirigentes.
La Argentina quedó dividida en dos campos: el de los que generaron la sorpresa y el de los sorprendidos. La sociedad fue la que dio la sorpresa, mientras que tanto el Gobierno como la oposición quedaron en el campo de los sorprendidos.
Esto se vio claramente en las PASO, cuando los que pensaron que perdían -lo que se reflejaba en sus caras mustias- ganaron, y los que se creían ganadores -recordemos el bailecito adolescente de su Jefa al momento de votar- perdieron.
El espectáculo se repitió en la elección real. Pero esta vez los que pensaron que superaban ampliamente los votos de las PASO se vieron frente a un resultado menguado en relación a sus expectativas, y los que creían que perdían por paliza, quedaron tan sorprendidos que festejaron como si hubiesen ganado.
Unos y otros evidenciaron con su sorpresa que el denominador común de los políticos hoy es el estar divorciados de la gente; de ahí el desconcierto frente al mensaje de las urnas.
La insistencia de los que perdieron en camuflar la derrota y de los otros en recordar que ganaron tiene en común la subvaloración de la sociedad; por eso se ponen en exégetas de lo que sucedió, cuando ellos fueron simplemente instrumento de la voluntad de los verdaderos actores de esta circunstancia, que promovieron un estado de cosas que puede definirse así: que nadie festeje y que el número los obligue a conversar.
Después de las primarias todos dijeron que iban a “escuchar el mensaje de las urnas”: un cliché más de la política. En el fondo, se la creyeron.
No entendieron que con las PASO la gente se limitó a darles una oportunidad para que dijesen qué piensan hacer, qué soluciones imaginan, aun desde su rol opositor, qué llevarían a una mesa de negociación o diálogo con el Gobierno, guante que no recogieron, dicho sea de paso. En vez de hacerle un yudo al oficialismo, que tiró eso para descomprimir, y decir “sí, vamos, y vamos a proponer esto y esto y esto”, único mensaje que podría haber mejorado su performance en las urnas, empezaron a soñar con el 2023.
La reaparición de Mauricio Macri, por ejemplo, fue una señal de que no entendieron que, por más enojada que pueda estar la gente con la actual administración, no por ello confía ciegamente en los opositores, que hace apenas dos años eran gobierno y parecen haberlo olvidado; la gente los usa como una herramienta para expresar su bronca pero la confianza todavía se la tienen que ganar.
El divorcio con el estado de ánimo de la sociedad se manifiesta también en el hecho de que el resultado electoral de momento lo único que ha logrado es agudizar las contradicciones internas en cada campo porque, unos pensando en sobrevivir y otros nada más que en sustituir, se exceptúan de la responsabilidad de elaborar la propuesta que el país exige para homologar a la Argentina con el mundo y simultáneamente integrarnos a nosotros mismos, económica, social y políticamente.
Halcones y palomas
Los desafíos tan severos que tiene la Argentina para homologarse económicamente con el mundo y a la vez integrarse socialmente exigen de una dirigencia que muy lejos está de la categorización de halcones y palomas. La verdadera división en virtud de estas exigencias es entre dirigentes con vocación de estadistas y dirigentes de cabotaje.
Los primeros son los que aceptan, como señaló recientemente el economista Carlos Melconian, que la crisis actual no es sólo un problema del Gobierno: “Tampoco es fácil para la oposición, porque en el 22-23 tiene que transitar un fino equilibrio: primero desde la gobernabilidad y lo colaborativo; segundo, que se le abrió el arco; tercero, si la colaboración va a venir mirando el focus group y las encuestas, cagamos, porque lo que tenés que hacer nunca va a dar bien”.
Un estadista es el que hace lo que tiene que hacer, no lo que le dicen las encuestas, y esto vale para oficialistas y opositores. Es lo que configura la diferencia entre un caudillo y un conductor.
Los hoy denominados “halcones” son en realidad políticos de cabotaje, sujetos imprudentes que privilegian el interés personal, su propio empoderamiento, aún en detrimento de las necesidades del país.
En las negociaciones con el FMI, para éste es tan importante el control de las variables macroeconómicas como un grado superlativo de unidad de la dirigencia política del país porque el acuerdo es con el Estado argentino, por lo tanto los responsables del cumplimiento de lo que firme el oficialismo serán también los gobiernos que lo sucedan, aunque sean de otro signo partidario. Por eso tienen desde hoy la obligación perentoria de participar de un acuerdo de gobernabilidad que garantice estabilidad, seguridad jurídica, credibilidad y previsibilidad.
Los halcones de ambos bandos -que de un lado remiten a la herencia que recibieron y del otro a la herencia que les dejarán- son factor de ruptura jurídica porque, en su afán de posicionarse de cara al 2023, buscan taponar un acuerdo de gobernabilidad exponiendo toda la desmesura que los revela como dirigentes incapaces de hacerse cargo del país sin beneficio de inventario.
El acto de los desocupados
Resultó especialmente patético el acto del 17 de noviembre, por el que se pasó de una gesta épica a una convocatoria a los desocupados que supieron conseguir, degradados además por un discurso que no estuvo a la altura del esfuerzo de los que se desplazaron para escucharlo.
El oficialismo se jacta de llenar la Plaza cuando una cosa es movilizar y otra muy distinta transportar. La verdadera movilización es la de la conciencia, lo otro es desplazamiento físico. Acá no hubo movilización de las conciencias.
El discurso además fue desmovilizador. No sólo para el espíritu de los asistentes sino para el conjunto de los argentinos que tenían la expectativa de un discurso que los incorpore y en cambio recibieron este mensaje: somos facción.
Con ese discurso, Alberto Fernández borró el efecto psicológico de la sorpresa que, en la noche del 14 de noviembre, les permitió posar de ganadores. El acto del 17 demostró que tampoco ellos entendieron el mensaje de las urnas.
También contribuyó a la mentira de los que ganaron perdiendo la reaparición de economistas que endeudaron en 50 mil millones al país y le dan así letra al gobierno que hizo una emisión de dinero sin precedentes en la economía argentina.
En el caso de este oficialismo que funge de peronista es extremadamente grave que apalanque su mentira en los argumentos que les dan los otros porque es la renuncia explícita a cumplir con aquello que oportunamente dijo el fundador del movimiento: “Los argentinos están sedientos de verdad”.
Imperdonable, en sindicalistas que en su mayoría fueron contemporáneos de José Ignacio Rucci y de Saúl Ubaldini, el llevar a la gente a escuchar el discurso de alguien que se define como socialdemócrata y se referencia todo el tiempo en Raúl Alfonsín.
Ayer justamente se cumplieron 15 años de la muerte de aquel a quien el presidente radical trató de “mantequita y llorón” y que emotivamente le replicó: “Llorar es un sentimiento, pero mentir es un pecado”. Bueno, el kirchnerismo vive hoy en estado de pecado porque encarna la mentira. Como dijo Jorge Asís, “el peronismo tiene que merecer su historia; este peronismo no merece su historia”.
¿Son peronistas estos dirigentes?
“Sinceramente”, no lo creo.
SEGUIR LEYENDO: