Es hora de llamar a las cosas por su nombre, sin vueltas y sin eufemismos. Ya dejémonos de hacer tantas preguntas, conjeturas e hipótesis, y seamos claros y concretos, con conceptos que no aceptan claroscuros. La victoria y la derrota son absolutos en términos de resultado. No son subjetivos, ni tienen distintos grados en la escala. No existe casi victoria ni casi derrota. Se gana o se pierde. Si hay duda, no hay duda. Los argentinos atravesamos tiempos violentos. Escenas extremas desfilan ante nuestros ojos como aquella coreografía exótica que perpetuó el gran Tarantino.
Tiempos violentos que impactan fuertemente en nuestro mundo exterior e interior. Tanto en nuestro cuerpo como en nuestro espíritu. Desde tiempos inmemoriales, en nuestro país, y cada día más, amanecemos siendo testigos de distintas imágenes tan tristes como impactantes, cuyos elementos distintivos son la brutalidad y la ignorancia. Son disparos certeros a nuestras almas.
Cada día asistimos a estos escenarios que retratan las patologías más tremendas e inexplicables en la paleta de las perversiones. Lo vemos, lo absorbemos y lo vamos bebiendo en pequeñas dosis. Trago amargo a trago amargo, un veneno que va destruyendo nuestra esencia humana más pura, y que se lleva puesto el valor de nuestra existencia, sin importar nada. Cada día, un poquito más tóxico, más sangriento, más turbulento. Y con cada lágrima, y cada dolor que sentimos, nuestra fuerza individual y colectiva se va desvaneciendo con la aceptación y naturalización de lo inadmisible.
Vivimos cada momento bajo los nefastos efectos de los altísimos niveles del cortisol que liberamos, producto del estrés cotidiano, por ser testigos de tanta perversidad, muerte e injusticia. Vivimos constantemente en estado de shock, y lo más grave, es que llegamos a naturalizar hechos realmente aberrantes, sumamente traumáticos, inaceptables para nuestra conciencia y nuestra alma. En algún punto, llegamos a justificar esta violencia vaya a saber por qué clase de culpa que se aloja en el ADN de cada uno de los argentinos. Pero cuando hablamos de violencia, ésta, no se limita a lo físico.
Todos somos las víctimas en el entramado de un vínculo patológico sumamente tóxico, carente de moral, y tremendamente dañino para nuestra integridad. Así, utilizando distintos episodios y eventos, manipulan, tergiversan y distorsionan la realidad, provocando en nosotros una Gran Disonancia Cognitiva. Lo concreto y triste es que ésta, afecta poderosamente nuestra autoconfianza, y mina nuestra autoestima, llegando a dudar de nosotros mismos hasta perder toda credibilidad sobre nuestros propios pensamientos y nuestra propia mirada.
¿Nos estaremos equivocando en nuestras percepciones? ¿Estaremos siendo injustos en nuestras críticas, juicios y apreciaciones, con aquellos que se supone, nos cuidan y protegen? Lo cierto es que esta incongruencia absoluta entre discurso y realidad va destruyendo y debilitando a la víctima, que termina sintiéndose culpable y merecedora del maltrato, aceptando cualquier tipo de violencia para con su persona. Mientras tanto el distrés afecta poco a poco nuestra calidad de vida, porque en el impulso primitivo de salvarnos ante la situación de amenaza constante, nuestro organismo encara la eventual huida, con la correspondiente distribución de sangre, hacia los distintos órganos que nos posibilitarán llevarla a cabo.
Con tales niveles de estrés, nos enfermamos, primero espiritualmente, y luego, físicamente. Nuestro cuerpo recibe el impacto del esfuerzo por escapar de tanta presión, y nos habla, a través de distintos síntomas asociados a la situación traumática. Así, nuestro cerebro se distrae, se debilita, y cae nuestra capacidad de discernimiento y pensamiento crítico.
La estrategia es la negación. Es la táctica del victimario para seguir adelante, soportando una realidad que le es totalmente adversa e intolerable para su psiquis. De esta manera, logra afirmarse sin sentir ninguna responsabilidad ni culpa sobre los hechos. Así va tejiendo la disonancia cognitiva, quitando toda capacidad de reacción y logrando la total y absoluta debilidad de la víctima. Todo puede variar dependiendo de los ojos que lo miren y de cómo se lo vea. Pero, de algo estamos seguros. Lo que sí existen, en el mundo de todos, son las distintas estrategias perversas para mantener a una víctima inmóvil y sin fuerza, incapaz de discernir dónde está el bien y dónde está el mal, hasta llegar a cuestionarse sus propios valores y su propia moral. El objetivo es claro desde la mirada perversa. Mantenerla paralizada, sometida, con miedo y presa de la sorpresa, para así seguir tejiendo los hilos de su oscura y dañina telaraña.
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