“¿Vale la pena votar?”
Ése era el título de tapa de la revista Atlántida de marzo de 1965. Es decir, hace 56 años.
Salió a la venta en los kioscos en la primera semana del mes, dado que el 14 de marzo se iban a realizar las elecciones legislativas en todo el país.
Los ejemplares se agotaron rápidamente. Y no era para menos, porque el diseño de la portada (a cargo de mis inolvidables compañeros Julio González Eusevi y Alfredo Misiti) era muy llamativo: fondo blanco, letras rojas y las fotos de 12 figuras prominentes de la política.
¿Y qué pasaba en la Argentina en ese momento?
Los ciudadanos estaban desencantados con la política. Y con los políticos. Prevalecía un sentimiento de hartazgo mezclado con desinterés. Flotaba la sensación de que la clase dirigente sólo satisfacía sus propias necesidades. Que iba a contramano de la gente, que no la representaba. Y que gozaba de irritantes privilegios, en contra de las dificultades por las que atravesaba la mayoría de la población.
Insisto, todo esto -que parece de épocas más cercanas- ocurría en 1965.
De tal modo, el intencionado interrogante “¿Vale la pena votar?” hacía impacto en la desazón generalizada, producto de una serie de episodios encadenados sucesivamente.
Veamos: en 1962 había sido derrocado por un golpe cívico-militar el presidente Arturo Frondizi. Y luego del interinato de José María Guido, hubo elecciones en 1963, que consagraron presidente a Arturo Illia, con el 25 por ciento de los votos. En esos comicios, el peronismo había sido proscripto y el voto en blanco alcanzó el 19,4 por ciento.
Derrocamientos, prohibiciones, exclusiones. El país iba a votar, pero mucha gente descreía del valor del acto electoral.
El editor de Atlántida era el periodista Luis Pico Estrada, quien propuso apuntar a ese estado de ánimo. En su carta de la página 3 contó los entretelones de la revista que salía a la calle:
-La tarea fue intensa. Dos largos meses demandaron el planeamiento y la ejecución del número. Un equipo encabezado por Edgardo Da Mommio se lanzó a la búsqueda de material informativo y fotográfico. Julio Lagos, Jorge Koremblit, Carlos Barbé y Eduardo Maschwitz se dedicaron a precisar las noticias, a desenterrar imágenes olvidadas…
Y agregó:
-De ese material profuso -han quedado alrededor de mil fotografías descartadas en la selección final- surgieron las ilustraciones y artículos que ustedes pueden leer seguidamente.
El sumario de las 60 páginas es fascinante desde el principio. Arranca con la decisión de Roque Sáenz Peña de imponer el voto secreto. Y de allí en adelante, página a página, se suceden los acontecimientos y los personajes de todo el siglo 20: Yrigoyen, Alfredo Palacios, Alvear, Uriburu, Justo, Bordabehere, De la Torre, Fresco, Ortiz, el golpe del GOU, Perón, Lonardi, Aramburu, Frondizi…
Creo que nunca aprendí tanta historia argentina contemporánea como durante las semanas en las que hice ese trabajo. A las órdenes del Moro Da Mommio y el Traca Koremblit -¡qué suerte tuvo ese cronista veinteañero!- me sumergí en los archivos. Por un lado el de la misma editorial, en el tercer piso de Azopardo y México. Y muchas otras horas en el Archivo General de la Nación, por entonces denominado Archivo Gráfico de la Nación.
Una encuesta de Gallup, realizada especialmente para ese número extra de Atlántida, señalaba que un 92 por ciento de los consultados afirmó “hacen falta hombres nuevos en la política argentina”.
No fue la única respuesta de 1965 que podría estar fechada en 2021: el 45 por ciento de los encuestados en aquel momento aseguró que “votaba decididamente por el menos malo”
Han pasado 56 años. Nada menos que dos generaciones, según la teoría de algunos historiadores.
Y ahora, este domingo 14 de noviembre, vamos a votar.
En las últimas semanas hubo discusiones, negociaciones, acuerdos y enfrentamientos. También agravios, denuncias y operaciones de prensa.
Penosamente, en esta campaña preelectoral no prevaleció el brillo de las ideas ni la novedad de las propuestas. Al contrario, unos y otros sólo se han cruzado acusaciones. Y han exhibido como único argumento propio las deficiencias del adversario.
Huérfanos de virtudes, los políticos se limitan a señalar los errores ajenos.
Por eso, igual que en aquel lejano 1965, un apreciable sector de la ciudadanía se pregunta si vale la pena votar.
Es que crece la indignación ante el altísimo costo de la política: desde los sueldos de los legisladores y sus múltiples asesores, hasta el derroche de dinero en una publicidad electoral cada vez más insustancial. “Eso lo pagamos nosotros”, señala una gran porción de la población, mientras que sufre una situación económica adversa que contrasta con la prosperidad de algunos personajes de la política.
Por otra parte, la posibilidad de reelección atenta contra la saludable alternancia que podría airear el sistema. Y transforma lo que debería ser un servicio cívico, en una beca interminable.
Este mismo cronista ha sugerido que los mandatos sean de cuatro años, sin reelección, desde presidente de la Nación hasta concejal. Y hemos propuesto que los salarios de la clase política se equiparen a los de los docentes y los médicos.
Obviamente, esa posibilidad parece muy lejana.
Entonces, ¿vale la pena votar?
En mi modesta opinión, sí. Absolutamente.
No sólo vale la pena votar, sino que es imprescindible.
Cada uno de nosotros, como ciudadano, tiene una herramienta fenomenal para diseñar el destino de la República.
El cambio al que aspiramos y la elevación del nivel de la política están a nuestro alcance. Y el voto es la decisión soberana de cada uno de nosotros.
Las marchas, los piquetes y las manifestaciones tienen un impacto significativo. No pocos comentaristas hablan del valor de lo que llaman “ganar la calle”. Pero más de una vez esas expresiones multitudinarias no se reflejan en los resultados electorales. Como si esos sectores expresasen públicamente una posición que luego no ratifican en las urnas.
Por eso, lo que vale es el voto.
Un voto, cada voto, todos los votos.
Esa es la razón por la que el día de las elecciones le genera incertidumbre y temor a los políticos. Porque en ese momento nosotros mandamos, nosotros decidimos. El voto es el arma formidable con la que podemos cambiar la historia.
No olvidemos que la posibilidad de que podamos votar costó muchos años, muchos sacrificios y muchas vidas. Y el coraje de Roque Sáenz Peña, que defendió el voto secreto incluso enfrentando a sus propios aliados políticos, no puede ser agraviado con nuestro desinterés.
Votemos. Siempre. Con ganas, con alegría, con orgullo.
Con fervor.
Aunque corramos el riesgo de una desilusión.
Ya hemos aprendido que las cicatrices nos hacen más maduros.
¿Vale la pena votar? Sí, como dijimos en aquel marzo de 1965, definitivamente sí.
¡Claro que vale la pena!
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