El domingo 12 de septiembre, casi a la medianoche, Alberto Fernández subió al escenario. Detrás suyo, con un rictus amargo, lo miraba atentamente Cristina Kirchner, su poderosa vicepresidenta. En esa noche terrible, Fernández prometió que el Gobierno escucharía lo que la gente había querido decir en las urnas. Pero lo que sucedió fue otra cosa: fue como si se hubiera puesto en marcha un experimento en el que un Gobierno quisiera demostrar, por todos los medios, cuánto rechazo podía generar por parte de la población. En unas horas, se conocerá el resultado de esa extraña aventura.
Lo primero que ocurrió luego de ese día fatal fue un golpe palaciego inolvidable: medio gabinete -el que responde a Cristina y Máximo Kirchner- amenazó públicamente al Presidente con renunciar si no realizaba los cambios que ese sector le exigía. Desde entonces, la autoridad de Alberto Fernández fue torpedeada desde la propia alianza gobernante. Nunca antes un Presidente argentino sufrió eso: tal vez la única excepción haya sido Fernando de la Rúa, pero ni siquiera. Nada que haya dicho un periodista o un opositor fue más humillante y desestabilizador como las cosas que se dijeron -o se hicieron- desde el Frente de Todos.
En el contexto de ese golpe, la diputada cristinista Fernanda Vallejos, calificó al presidente de “sordo”, “mequetrefe” y “okupa”. Y la propia Vicepresidenta difundió una carta donde lo culpaba por la derrota, lo acusaba de haber puesto en marcha medidas antipopulares y de mantener en sus cargos a funcionarios que intrigaban en contra de ella. Fernández reaccionó dócilmente ante esas agresiones. Mantuvo en sus cargos a los ministros que lo amenazaron. Y desplazó a colaboradores muy queridos cuyas cabezas querían ver rodar Cristina y los suyos.
Se supone que la autoridad de un Presidente es una herramienta importante para que un gobierno funcione y, en medio de una campaña, es un llamador para conseguir votos. Si desde su propia fuerza se lo trata como un traidor y un pusilánime, se lo expone como alguien sin poder ni carácter, y si él no reacciona ante ese destrato, ¿no es natural que la sociedad se aleje, preocupada, sin entender lo que hacen quienes deben cuidarla?
Pero la sublevación no terminó esa semana terrible. Desde el día de la derrota, Cristina Kirchner habló solo una vez: fue el sábado 16 de octubre, en la ESMA, ante algunos miles de militantes de La Cámpora, la agrupación juvenil que conduce su hijo Máximo. Ese día, Kirchner convocó al acto del Día de la Lealtad que se realizaría en Plaza de Mayo. Ese acto había sido el eje de una discusión pública dentro del Gobierno. Algunas personas habían pedido pasarlo para el día siguiente porque era también el Día de la Madre. Pero, como tantas otras veces, se impuso el criterio de los Kirchner. Entonces, el Presidente pidió “que los músicos lleven sus canciones y los poetas sus poemas”. No se sabía si Fernández hablaría frente a la multitud.
Lo que ocurrió fue realmente notable. La principal oradora fue Hebe de Bonafini, quien acusó a Fernández de traidor y de coquetear con los ricos mientras se olvida del pueblo. El segundo orador fue Amado Boudou, el primer vicepresidente de la historia condenado en todas las instancias judiciales por un grave hecho de corrupción. Fernández decidió entonces no concurrir. “Menos mal que el Presidente no vino -dijo Bonafini-, lo hubieran silbado e insultado”.
Todo eso en medio de una campaña electoral.
A nadie se le ocurrió responder esas barbaridades. Los albertistas callan porque los domina el temor: a perder sus puestos, a quedar mal parados si se produce el asalto final, o -en el mejor de los casos- al quiebre del gobierno. Los cristinistas porque sienten al Presidente como un enemigo, o como alguien que duda, o que no los representa porque entienden que Hebe no habla por Hebe sino que expresa la “línea oficial” o porque en el “espacio” se valora desde siempre la crueldad y el destrato.
Todo eso se hizo abiertamente, en un contexto donde una sociedad había manifestado su enojo de manera contundente y estaba a pocas semanas de volver a votar. Pero hubo más.
En todas las encuestas, la inflación figura como la principal angustia de los argentinos. A principios de octubre, el Gobierno tomó una decisión para enfrentarla: emitió una lista de alrededor de 1500 precios que se congelarían hasta enero. De haber funcionado la idea, se trataría de un hecho revolucionario en la historia de la economía mundial. De ahora en más, cada vez que haya inflación, un Gobierno debería hacer eso: emitir una lista de precios que no deben moverse.
Naturalmente, no funcionó. Los precios de los alimentos, en octubre, con congelamiento, crecieron más que en septiembre, sin él. Pero además esa lista original incluía cientos de productos que ya no existían, y precios completamente desfasados de los reales. El plan no incorporaba a los negocios de vecindad, con lo cual concentraba clientela en los poderosos supermercados, pero sí visitas simbólicas de militantes a locales que, en muchos casos, no estaban sumados.
El funcionario designado para encabezar la batalla, Roberto Feletti, pertenece al cristinismo y había sido muy crítico del ministro de Economía, Martín Guzmán, quien tardó varios días en respaldarlo. Feletti peleaba solo, sin datos, con un plan muy rudimentario, sin apoyo categórico de ministros, jefes de gabinete o del Presidente. La sociedad pudo entonces ver que le prometían algo -contener los precios- que, horas después, cuando llegaban a los comercios, no se cumplía. Así, cada día, desde el 10 de octubre, hasta las elecciones.
En ese contexto, Felleti fue al Congreso y se sacó una foto abrazado a Fernanda Vallejos, la diputada que había calificado de okupa y mequetrefe al presidente de la Nación. Todo muy razonable.
El segundo tema que figura entre las angustias de los votantes es la inseguridad. En las últimas semanas, previo a los asesinatos que conmovieron a la población en Ramos Mejía, Gonzalez Catán y José C. Paz, la sociedad fue testigo de un enfrentamiento abierto entre Sergio Berni, el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, y Anibal Fernández, su par en el gabinete nacional. Berni, mientras tanto, dejaba trascender que estaba harto de todos y que después de las elecciones se iría y que se enfrentó a gritos con Máximo Kirchner, aunque no lo agarró del cuello. Anibal, además, se peleaba en Twitter con el historietista Nik. .¿Qué leerá una persona común de la seriedad con que el Frente de Todos encara un problema donde se juega la vida y la muerte de las personas? Berni fue, desde el comienzo de la gestión, uno de los personajes más agresivos contra el Presidente de la Nación. “Entregó a su mujer”, dijo, en el momento del escándalo por el cumpleaños de Fabiola Yañez. Nunca nadie respondió sus bravuconadas
La lista de desatinos podría ser eterna. En ese marco, el aporte que pueda hacer tal o cual medio de comunicación para amplificar o no tal o cual detalle, es realmente marginal. Y si ese aparato “hegemónico” existiera, ¿por qué esta gente se regalará tanto?
Por eso, esta noche, Alberto y Cristina Fernández se enterarán si ese intento, deliberado o inconsciente, de ampliar la diferencia a favor de la oposición, tuvo sus frutos o no los tuvo. Porque el esfuerzo que hicieron en ese sentido fue enorme.
Pero lo preocupante no es todo esto.
Es evidente que mañana empieza otra historia.
En mayo del 2018, Cristina Kirchner designó a Alberto Fernández como su candidato a presidente. En ese acto, ambos se postularon para gobernar, juntos, al país. Nada de eso está ocurriendo. Gran parte de los problemas que tiene el Gobierno, y por lo tanto, el país, se debe a ellos. Es un auto que anda al borde de una cornisa, mientras sus ocupantes intentan arrebatarse el volante. No es difícil percibir los riesgos.
Lo normal sería que pare la guerra interna y se ordenen un poco. Pero si alguien mira lo que sucedió en los últimos dos meses, cuando el incentivo para mostrar armonía era altísimo, el panorama de lo que viene es realmente muy delicado. Quienes no pueden ordenar una campaña electoral, ¿pueden ordenar un gobierno?
Alberto y Cristina están en guerra. Cada uno procede según su estilo: ella es más transparente e impiadosa. Cree en los efectos del escarnio público. Él, en cambio, es más sútil y disimulado en sus estocadas.
Pero la guerra sigue.
¿Qué podría salir mal?
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