¿Nicaragua sí, Venezuela no?

El giro copernicano del Gobierno en la OEA es coherente con la defensa irrestricta de los derechos humanos pero deja una pregunta sobre Venezuela

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El 7 de noviembre, Daniel Ortega resultó “electo” por cuarta vez consecutiva como Presidente de Nicaragua, junto a su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo. El proceso violó todas las reglas básicas de una elección libre, justa y transparente: persecuciones políticas; falta de libertad de expresión; detenciones arbitrarias de periodistas, empresarios, líderes estudiantiles y activistas de derechos humanos; intimidación, violencia y coerción con presencia de fuerzas parapoliciales en los lugares de votación; disolución de tres partidos políticos opositores; y, como frutilla del postre, detención de 39 opositores, muchos víctimas de desapariciones forzadas durante meses, incluyendo a 7 personas que pretendían competir como candidatas.

Ortega no aceptó a veedores internacionales como la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea y el Centro Carter, pero habilitó la participación de 232 personas de distintos países, denominadas “acompañantes electorales”. Entre ellos asistió, invitado por el embajador de Nicaragua en nuestro país, Orlando Gómez, el ex líder de Montoneros Mario Firmenich.

La pantomima electoral ocurrió en el contexto habitual de un régimen que también es autoritario en su ejercicio del poder: persigue y criminaliza a periodistas y activistas sociales, reprime violentamente protestas públicas, restringe la libertad de expresión, utiliza fuerzas parapoliciales para hacer ejecuciones sumarias y retiene el poder fáctico sobre la justicia y la asamblea legislativa.

Las violaciones de derechos humanos y la falta de legitimidad democrática del proceso electoral fueron denunciadas por organizaciones insospechadas de cualquier tipo de bandería política, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Amnistía es la misma organización que registró y visibilizó internacionalmente el horror de la última dictadura militar argentina a partir de su famosa misión a nuestro país en noviembre de 1976.

En este contexto, Estados Unidos, Canadá, Chile, Antigua y Barbuda y Panamá impulsaron una resolución para condenar a Nicaragua en la OEA, el mismo organismo que negó el golpe de Estado en Bolivia en 2019. A aquel tren de la “crisis institucional” también se había subido el Ministerio de Relaciones Exteriores de Argentina, lo que le valió críticas hasta de la primera canciller de Macri, Susana Malcorra, que dijo que el gobierno había leído el golpe con un filtro ideológico.

El gobierno de Alberto Fernández se quitó el filtro… pero inicialmente se puso otro. Por un lado, en conjunto con el Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, reparó aquel disparate dándole asilo político (y probablemente salvándole la vida) a Evo Morales. Pero en relación con Nicaragua y Venezuela, hasta ayer se empeñó en una posición “ni muy muy ni tan tan” que, aun en el contexto de relaciones diplomáticas, era absolutamente incompatible con la defensa irrestricta de los derechos humanos y de los principios democráticos que caracterizan a la Argentina.

En junio y octubre pasados, nuestro país, junto con Bolivia y México, se abstuvo de votar resoluciones del Consejo Permanente de la OEA en las que se condenaban las violaciones de derechos humanos, se exigía la liberación de los presos políticos y se expresaba preocupación por lo que se anticipaba que sería un proceso electoral reñido con principios democráticos básicos.

Los comunicados que emitió en cada oportunidad la Cancillería y el discurso del ministro Santiago Cafiero esta semana en la 51ª Asamblea General de la OEA cambiaron levemente de tono, pero giraron alrededor de los mismos conceptos. El comunicado de junio se hizo en conjunto con México, oportunidad en la que, además, ambos países llamaron a consulta a sus respectivos embajadores (un retiro temporal que se utiliza como herramienta diplomática de protesta).

La postura oficial era que la Argentina: (a) tiene una concepción integral de los derechos humanos que exige un compromiso con los derechos civiles y políticos, pero también con los económicos y sociales; (b) apoya el trabajo de Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos; (c) considera necesario que el gobierno nicaragüense vele por los derechos humanos de toda la población; (d) manifiesta preocupación por la detención de opositores políticos; (e) entiende que el principio de no intervención en asuntos internos le impide opinar sobre el proceso electoral; (f) rechaza que se prejuzguen las elecciones antes de que ocurran (esto se dijo en junio y octubre); (g) condena los bloqueos físicos y financieros que agravan el sufrimiento de las personas; y (h) acompaña al pueblo de Nicaragua para que recupere el diálogo y la convivencia democrática.

La frágil legitimidad de la OEA, el golpe en Bolivia y la falta de autoridad moral de Estados Unidos para evangelizar sobre democracia en América Latina son tan innegables como irrelevantes para definir la posición internacional de nuestro país ante el proceso electoral nicaragüense y ante las violaciones sistemáticas a los derechos humanos del régimen Ortega-Murillo.

Fue inútil el intento de justificar la posición argentina en el principio de no intervención. Las citas de las llamadas “Doctrina Drago” y “Doctrina Calvo” que hizo el Canciller Cafiero en la Asamblea General fueron dogmáticas. Nada tienen que ver esas importantes creaciones de derecho internacional que hicieron políticos y juristas argentinos con la elección a presidente de Daniel Ortega luego de detener a los 7 candidatos que pretendían disputarle el poder y en un contexto de ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas.

El principio de no intervención no se aplica a las violaciones de derechos humanos, pues es una cuestión de competencia internacional. Esto es así al menos desde 1970, cuando se dictó la Resolución 1503 del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas por la que se estableció el primer mecanismo formal de denuncias para víctimas. La oficina de Michelle Bachelet no existiría de otro modo y lo mismo ocurre en las relaciones bilaterales: la protesta o condena de violaciones de derechos humanos no es un acto de intervención en los asuntos internos. De hecho, por eso Cafiero pudo decir lo que dijo sobre los presos políticos en Nicaragua. Y vincular el proceso electoral a esa misma detención arbitraria de opositores no es una invasión armada o una medida de coerción económica ni equivale a decirle a otro país cómo debe organizar su sistema político.

Finalmente, el Gobierno entendió que es perfectamente posible subrayar que los derechos económicos y sociales también son derechos humanos, rechazar los bloqueos, recordar los papelones de la OEA e incluso repudiar la historia de injerencias golpistas de Estados Unidos en la región y, a la vez, condenar la farsa electoral del 7 de noviembre. En cambio, no era posible “acompañar al pueblo de Nicaragua para que recupere la convivencia democrática” ni manifestar preocupación por la detención de opositores políticos en el medio de un proceso electoral sin decir nada sobre ese proceso electoral.

El giro, además de inesperado, es interesante de cara al futuro: ¿qué hará la Argentina con la denuncia contra Venezuela ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad, de la que se retiró en mayo pasado al bajarse del Grupo de Lima?

Sea con Bolivia, Nicaragua o Venezuela, la no injerencia debe acercarnos a las posiciones de Arturo Frondizi y Arturo Illia contra las intervenciones de Estados Unidos en los años 60′ o al discurso histórico de Raúl Alfonsín ante Ronald Reagan en los jardines de la Casa Blanca en 1985, pero nunca a la soberanía ciega que siempre han reclamado las dictaduras para esconderle al mundo sus atropellos.

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