La llamita es el ícono inequívoco de guiño hot en el sexteo. El emoticón que empieza amarillo y se va poniendo naranja en la medida que crece. Parece insignificante y, sin embargo, dice tantas cosas. Dice “quiero”, “me gustas”, “podes seguir”, “es por ahí”, “qué linda”, “estoy motivado” y otras palabras más fuertes que se pueden resumir, esquivar o sintetizar, justamente, en la pequeña llama.
En la época en la que el sexo está más a mano que nunca y que el fuego pide fuego, en realidad, hay menos sexo que nunca y el fuego se ve con la ñata contra el vidrio (como diría el tango) desde una vidriera o desde una pantalla. ¿El sexo también?
Si los jugos pasaron del vidrio al frasco como un modo irónico de enfrascarse en una cuenta abultada y no poder posar la boca sin volcar (los frascos no están hechos para mojar los labios, sino para guardar mermeladas o berenjenas al escabeche y los emoticones proponen un sexo de símbolos pero sin besos) el fuego también paso a ser un ícono que baila pero no calienta.
Los sentimientos no se expresan solo con signos. Por eso, de tanto chat quedan pocas nueces. Hay más burbujas de chimentos que de champagne. A pesar del escándalo, incluso en televisión, la pasión palpable está en extinción.
Lo que más me sorprende -bueno, me indigna- de la foto gauchesca de Mauro Icardi no es el mate, la boina o el poncho -las tres por separado van, pero todo justo ya constituye una puesta en escena- sino el fuego encapsulado atrás de un vidrio. Sí, ya sé, es lo que va: es más seguro, no saltan chispas, no deja olor, no entra el frío, no se escapa el humo, no hay que reponer la leña y más argumentos de eficiencia insensible.
Pero el fuego con vidrio es como apagar el fuego y apenas dejar un resplandor en la mirada. Es acostumbrarnos a ver todo a través de la transparencia de un filtro. Es la renuncia definitiva a los sentidos y la prominencia absoluta del dios mirada como si no existiera ningún otro politeísmo: sentir, oler, tocar, cuidar, trabajar, mantener, cocinar.
No hay problemas, pero tampoco calidez. Es un fuego limpio y a distancia. Una pecera en vez de un océano. Un sexo hibrido en vez de una piel que estalla con el roce. Unas manos que se desconocen frotándose como piedras que buscan por primera vez crear la inmortalidad del calor. Una cola que no tiene sentido posar cerca de las ramas porque solo puede ser atravesada por los ojos y no por un abrigo que tiene tacto en cada una de sus ramas.
En las series modernas el ícono de las llamas no se puede dejar. Parece que no hay otro recurso más sexy y romántico que el amor hecho entre ráfagas doradas. Pero también se pone en perilla, en vidrio o en muebles en donde el naranja se vuelve escenografía. No vamos a decir de cartón. Pero peor. Sin vida. El set de filmación ahora no es una película, sino que las vidas reales son un set de filmación.
Los fuegos siguen, pero se vuelven abstractos o enjaulados, salvo en el hogar de Adam Carrington (en la última saga de Dinastía que se puede ver en Netflix) que mantiene el contacto cuerpo a cuerpo (apenas con una puertita de hierro para cuidar las chispas) mientras el personaje de pater familia intenta readaptarse a los tiempos modernos y mantiene la diferencia fueguil como un ícono (no de emoticón) sino de pasión masculina.
Mauro Icardi es el protagonista de un affaire que, en realidad, le devuelve el protagonismo a su esposa (por algo lo llamamos Wandagate) y que tiene más de fuego envidriado que de novela ardiente. Y él, a todo esto, quiere arreglarse con su esposa, admite que vio a la China (bueno, basta de acomodar el guión para que aparezca chineada una mujer que de sumisa criolla no tiene nada) e impone el look gauchesco.
En un conteo rápido por su Instagram aparece en boina en más de diez fotos en los últimos meses. Y lleva el sombrero de cobwoy adaptación argentina a esos lugares mundiales en donde otros llevan la bandera blanca y celeste: Disney y el Museo del Louvre. Pero también en fotos románticas, de pareja, con sus hijas, familiares y solo, porque el gaucho sabe estar solo, dice el refrán.
Tiene sentido que un pibe desarraigado, que le cuenta a Susana su pre adolescencia alejado de su patria y su familia, busque raíces y que se levante a buscar carne cuando viene el tema de los celos. Igual que el varón que cocina el asado del domingo para esperar el aplauso y descansar mientras se cocina el resto de la semana.
También que la marca país, la yerba, el termo, el mate, la boina, el chaleco de simil u original carpincho, las bombachas de campo, las alpargatas y la lana andina sean modos de reinventarse más cerca de donde se fue y más lejos de donde siempre sabe que va a estar de visita. No es una crítica de moda, ni de un sinsentido, ni siquiera de falta de personalidad (para quienes dicen que copia a su cuñado Jakob Von Plessen, el marido de Zaira Nara. Puede vestirse, copiar y echar raíces (o extrañarlas) como quiera, con quién quiera y dónde quiera.
Desde Milán escribió “poncho y mate” y el problema no es la argentinidad puesta en frasco y la chimenea convertida en un cuadro intocable en una de las sedes top de la moda europea. No hay una sola estética, ni una verdad genuina que no se puede exportar o volverse instagrameable. No se trata que lo popular solo puede ser del pueblo y lo nacional para quien habita una nación.
Pero el boom gauchesco no deja de exponer la fragilidad de la masculinidad estaqueada. Las boleadoras en redes salen a intentar cazar más sí que sexo, a probar si hay pesca antes de meterse al río, a buscar revalorizar un erotismo con vidrio de por medio y a no ser varones domados sin que importe cuál es su deseo, sino que necesitan ser deseados. A cualquier precio. Y, casi, sin transpirar la camiseta.
“Me dijo que él inició la conversación y que nunca creyó que la China le iba a contestar. Empezaron a hablar, pero es como que él no definía. Eran tres días sí, cuatro no, charla, videíto va, videíto viene. Me dijo que cuando fue lo del hotel, él tenía fiebre, que no pasó nada, que ahí le regaló la camiseta rosa. Esto fue post partido”, relató Yanina Latorre en LAM.
No hay que meterse en la cama, ni medir la temperatura de la estufa para sentir la frialdad del fuego vuelto ícono y desvirtuado en su corporalidad. El vidrio no frena solo el humo, sino que las redes son más humo que calor en vínculos estables u ocasionales que no llegan a hacer combustión porque se esfuman o se blindan antes de la alquimia.
Pero hay algo más que Mauro muestra (y no es el único) pero se lo pedimos prestado ya que nos pone su fuego de Milán al alcance de la mano sin que ni siquiera tengan que intermediar paparazzis. Los gauchitos son un emergente de los muchachos de la segunda década del Siglo XXI. Los que tantean para ser rechazados y prefieren que les digan que no a tener que probar que sí, regalan la camiseta (sin mancharla con transpiración) y entregan el teléfono antes de ser buscados.
No son piratas, ni donjuanes, ni galanes, ni playboys, ni caballeros, ni hombres a la antigua, ni deconstruidos, ni maridos no tradicionales, ni guachos ni gauchos. Son gauchitos que tantean el ropero de una masculinidad analógica mientras abren las piernas para las fotos y buscan en la tradición una masculinidad que ya no les queda.
A comienzos del Siglo XXI, una revista masculina (Hombre) tomó la posta de los desnudos de Playboy (que mostraba erotismo y escribía buen periodismo pero que tenía prohibido hacer apología de la violencia) y preguntaba:
-¿Sos gauchita?
La respuesta era si las chicas hacían la gauchada: un modo bastante deserotizante de nombrar el sexo oral. Un favor. El sexo se puede dar o recibir, pero más allá del consentimiento, como forma de respeto y de límite a la violencia, por sobre todo, no es un favor, sino una decisión y un deseo.
“Soy gauchita. Cuando no tengo ganas de tener relaciones sexuales, en vez de decir que me duele la cabeza, hago algo rapidito, casi sin darme cuenta”, contó la gran Nazarena Vélez, en el 2007. Hoy Nazarena es un altar de la diversidad, la crianza con piel curtida y la apuesta al sexo y el amor más allá de desgracias, desfalcos, duelos y traiciones.
Ella es mucho más que una gauchita. Pero esa definición sirve para ver que la gauchita no es la que quiere, pero es la que no niega, es la que se saca de encima el sexo, pero que no deja pagando. Las gueishas criollas que no llegan a ser tan sumisas como un mito sin develar la cultura de la explotación pero que se agachan para dar el placer de los que quieren más estar arriba que lo que podrían disfrutar si también se animan a bajar.
¿Y los gauchitos? Parecen ser los que buscan qué es ser un hombre en un ropero que los lleva a un mundo frío (sin fuego real) como en la película Narnia en donde el poder lo daba el trabajo real y con las manos (ni con la cabeza, ni con las piernas) y los hermanos (o los cuñados) son tan unidos que tienen que cubrirse infidelidades en una cofradía que solo entiende de gauchadas entre muchachos.
Los gauchitos buscan más la aprobación sexual que el sexo. Intentan lograr un sí que no les interesa retirar por el local sino que les llegue en un envío a su autoestima que no importa cuán alto o bajo sea su nivel de exitismo siempre tienen que revalidar. Y que lo que menos se esperan (y tal vez lo que menos quieren) es que les contesten. No les importa el tesoro, sino la búsqueda.
Pero, ay, las gauchitas ya no son las que hacen sexo de favor, sino que buscan fuego verdadero. Y ahí es donde los gauchitos no saben qué hacer, prefieren desaparecer como fantasmas y -si van o se ven- es más para no arrugar que para pasarla bien.
Pero el fuego -y esto no es con nombre propio sino en nombre de una época- no llega ni a entibiarse porque se van antes que el agua pueda quemar (como si se tuviera que apagar para el mate) y con el ícono de la llamita en la memoria del teléfono apenas dan señales que después desaparecen como el humo. Antes, incluso, que puedan sentir la tibieza que no tiene código de barras.
No pasa solo con el sexo, también con el voto. La nostalgia de un poder que ya no tienen, de una economía que no va a volver y de una centralidad que no sería posible recuperar, pero que encuentra en el pasado un cuadro en el cual se sienten más cómodos para posar.
“Las historias de matreros, con su culto al coraje, al honor y a la violencia, también servían a los varones para afirmarse en un modelo tradicional de masculinidad, algo especialmente apreciado a medida que las mujeres comenzaron a reclamar mayor independencia”, lo descubrió el historiador Ezequiel Adamovsky mucho antes que Icardi se escondiera atrás del poncho para distraer -o atraer- la atención en relación a la infidelidad y su matrimonio.
En el capítulo “Criollismo y masculinidad”, del libro “El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada”, editado por Siglo XXI, en el 2019, Adamovsky describe: “En las historias de gauchos las mujeres o bien no tienen voz en absoluto –como la omnipresente “china” que los acompaña– o bien aparecen como objeto de disputa entre los varones que llevan adelante la trama”.
El historiador profundiza: “La tensión entre el criollo y sus adversarios –la autoridad, el estanciero o el inmigrante– con frecuencia se tramita narrativamente como una lucha por la apropiación de alguna mujer. Y en la segunda parte del poema, Martín Fierro prueba su compromiso con la civilización rescatando una cautiva de las garras de un indio y trayéndola de vuelta al mundo al que pertenece”.
Los gauchos sacan a las mujeres de su mundo o se la sacan a otros (remember el bautismo de icardeada a quitar, que no es tal cosa, la mujer a Maxi López, ya que esa concepción hace validar que la mujer es un bien y no una persona autónoma), pero en realidad sacan y ponen mujeres o ponchos para revolearse las boleadoras entre ellos.
La sexualidad, en realidad, no está en torno a ellas, sino en torno a ellos. “Que la libertad utópica de los gauchos era cosa de varones quedaba claro además en la tensión homoerótica que envolvía las amistades más famosas del género. Fierro refiere a su “china” con tal displicencia que ni el nombre sabemos”, resalta Adamovsky.
“‘¿Y nombre vos?’, me preguntó en ese español tan pobrecito que tenía entonces. ‘La China’, contesté; ‘that´s not a name’, me dijo Liz. ‘China’, me emperré y tenía razón, así me llamaba a puro grito aquella Negra a quien luego mi bestia enviudaría y así me llamaba él cuando solía, cantó luego, irse ‘en brazos del amor a dormir como la gente’. Y también cuando quería la comida o las bombachas o que le cebara un mate o lo que fuera. Yo era la China”, escribe -magistralmente- la historia no contada del Martín Fierro, la de la China, la escritora Gabriela Cabezón Cámara, en “La China Iron”, editado, en 2016, por Random House.
En el capítulo “La China no es un nombre” Camera prosigue con la letra y el nombre propio de la literatura gauchesca que no había sido contada: “Liz me dijo que ahí donde vivía toda hembra era una China pero además tenía un nombre. Yo no”, dice. Y después, la China, es renombrada Josefina.
Hay quienes se escandalizaron con el sexo queer del multipremiado “Las aventuras de la China Iron”. Pero antes del escándalo Adamovsky rastrea la tensión sexual entre los gauchos que ningunean a las mujeres. “Su amistad a primera vista con Cruz, su decisión de exiliarse juntos, su convivencia bajo un mismo toldo, la ternura con la que lo cuidó al enfermarse y el desfallecimiento que sintió al verlo muerto están descritos en detalle y en tonos melodramáticos. Y sabemos que Moreira y Julián, al reencontrarse como fugitivos, ‘se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que se habían profesado desde pequeños’”, rastrea el historiador citando a Juan Moreira y a los ensayos de la homenajeada Josefina Ludmer.
El problema del mundo -por eso podemos llevar la tensión sexual a la política y la tensión política a lo sexual- es que la reafirmación de lo propio se basa en el desmedro de los otros. En ese sentido, Adamovsky profundiza: “Por supuesto, la afirmación de la masculinidad se hacía a expensas de las mujeres: en la desvalorización de la ‘china’ por su sexualidad desordenada el criollismo popular se volvía a veces indistinguible de las obras de la literatura culta”.
Los gauchitos son viriles, en una virilidad que necesita chinear a las mujeres vueltas anónimas y ser más hombres que los otros hombres, por ejemplo, los que fueron denominados “afrancesados”. ¿Y no será que Mauro quiere demostrar que él vive y juega en Francia pero que es bien gauchito? “La misoginia y la tensión homoerótica se resolvían también en homofobia dirigida contra otros grupos. En el Martín Fierro la virilidad de los inmigrantes queda puesta en duda (’…solo son güenos/pa vivir entre maricas’), algo que se repite en otras obras. En esto el criollismo popular coincidía con el de orientación más elitista como el de Lugones, quien también contraponía el ‘gaucho viril’ a la ‘chusma de la ciudad’ (especialmente los inmigrantes, a los que detestaba)”.
Y si bien los ponchos se pueden revolear o posar como un mero gesto de moda o pasatista. En realidad, la tradición y la nostalgia como bandera política no son una novedad aunque se quieran vender como novedosa en la contienda electoral. Adamovsky sintetiza: “En Argentina, como en todas partes, las ideologías nacionalistas tendieron a postular a los varones como encarnación privilegiada de la nación”.
Y aunque después las diferencias entre pobres y ricos, y los que pelean cuerpo a cuerpo o se la llevan de arriba, emergen, también la marca del gaucho como muchacho nacional, vuelve a resucitar cuando la globalización y las crisis aíslan frente al colapso del mundo actual. El historiador escribe: “Así, por influjo del criollismo popular, los sentidos locales de masculinidad quedarían fuertemente asociados a lo criollo, a lo rural (o a su continuidad en el suburbio), a la resistencia física y a la indocilidad del varón plebeyo”.
Los gauchitos no quieren ser varones domados. La pregunta es si con el poncho solo alcanza para ser varones que puedan sacar de la vitrina a sus deseos. Y poner lo que hay que poner: más que boleadoras, fuego.
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