El primer derecho de la víctima es no ser víctima

El Estado debe asumir el rol que se le reclama desde 1811, con acciones que eviten la proliferación de damnificados como consecuencia del abandono de las políticas públicas tendientes al bienestar social integral

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El caso de inseguridad más resonante de la última semana fue el asesinato del kiosquero Roberto Sabo durante un asalto en Ramos Mejía
El caso de inseguridad más resonante de la última semana fue el asesinato del kiosquero Roberto Sabo durante un asalto en Ramos Mejía

El Reglamento de octubre de 1811, dictado por la Junta Grande, decía que entre los deberes del Poder Ejecutivo estaban garantizar el sosiego de la sociedad y la seguridad real e individual (Sección Segunda, Del Poder Ejecutivo, artículo 2). Desde ese momento y en todos los instrumentos institucionales que justificaron la existencia del Estado Argentino, incluida la Constitución Nacional y los pactos internacionales que se le incorporaron en 1994, ha quedado en claro que compete esencialmente a los poderes ejecutivos, Nacional y provinciales, ocuparse de la seguridad, porque para eso tienen el monopolio de la fuerza.

En el marco de la división de poderes, no es función de los jueces y fiscales ocuparse de la seguridad, porque su intervención siempre es posterior a los hechos -ante la existencia de una “causa”, artículo 116 de la Constitución Nacional -, de manera que las políticas tendientes a evitar que ocurran, identificar a los autores y detenerlos para ponerlos a disposición de la Justicia, es esencialmente propia del Poder Ejecutivo competente, sin perjuicio de lo que surja de las investigaciones posteriores en manos del Ministerio Público.

Con ello aclarado, corresponde reconocer que las causas que provocan violencia e inseguridad son múltiples, algunas previsibles y otras no. Comenzando por estas últimas, se puede aceptar que en principio no es previsible para la autoridad la decisión individual de provocar actos de violencia sobre otras personas, sea de manera espontánea o planificada. Otras circunstancias son claramente previsibles porque hay situaciones que la experiencia demuestra que necesariamente ocurrirán hechos de violencia y en este caso hace al rol del Estado agotar los medios para evitar los hechos.

Entre tales situaciones podemos citar los actos terroristas como un extremo y las situaciones sociales “naturalizadas”, como los delitos derivados de organizaciones delictivas como el narcotráfico por otro. En el medio hay muchos matices vinculados con uno u otro extremo y a veces hasta entrelazados. Con ello en claro, es pertinente señalar que los países con menos índices delictivos no son los más ricos, sino los que tienen mayor cohesión cultural, porque en estos casos los comportamientos generales se adecuan a las pautas impuestas por la comunidad y las transgresiones son pocas por consecuencia de la sanción social que acarrean. En estos casos es más fácil para el Estado la imposición de las sanciones previstas en las leyes.

El mayor índice de transgresión aparece en los ámbitos heteroculturales, porque los distintos modos de entender el mundo, cosmovisiones, suelen generar conflictos entre las personas y con las leyes que establece el sistema cultural predominante. En nuestro país, cuatro generaciones de villas de emergencia han derivado en la conformación de situaciones contraculturales que originariamente no existían y su consecuencia es la convivencia de cosmovisiones muy diversas, con valores distintos sobre temas como la vida, la propiedad, el ejercicio de los derechos individuales, etc. en el marco de la misma sociedad. En tales ámbitos contraculturales, se estableció el narcotráfico en lugar del Estado, imponiendo a su vez criterios contra-institucionales en sus relaciones con la gente de la zona y pautas de convivencia diferentes.

Entonces, cuando vemos que en el conurbano bonaerense o en ciudades cosmopolitas como Rosario se mata “por nada”, donde la violencia no resiste un análisis racional porque no responde a una acción o reacción equivalente, donde se roban entre pobres, donde el tráfico de drogas, armas y personas es habitual, el problema excede ampliamente la mera cuestión de los alcances del código penal vigente, de la presencia policial coyuntural o de la mayor o menor laxitud de los jueces para con las personas detenidas. El problema se vincula con la corrupción y el abandono de sus funciones por parte del Estado en varios ámbitos al mismo tiempo: económico, educativo, asistencial, en infraestructura, en provisión de elementos para la seguridad y persecución del delito, en la actualización de las leyes procesales y en la legislación penal. Todos esos aspectos inciden en la cuestión y el abordaje espasmódico de alguno de ellos por separado no tiene incidencia en el resultado.

Por lo tanto, el problema de la seguridad debe ser abordado en el marco de un programa integral que comprenda: inclusión cultural mediante programas de educación seriamente planificados que incluyan deportes y arte, porque ambas actividades tienen incorporación normativa, desde los 3 a los 15 años de edad como mínimo; alimentación garantizada desde el nacimiento y durante la edad escolar, no con subsidios arbitrarios sino con acciones efectivas conducentes; urbanización de las villas con la inclusión del Estado en forma de comisarías, salas de salud, escuelas y ámbitos deportivos y culturales; decisión política para la persecución del delito en todos sus aspectos; reforma de los sistemas judiciales para dotarlos de la agilidad propia del siglo XXI, con ampliación del catálogo de delitos sometidos a jurados populares, incluyendo la corrupción; y una reforma de la legislación penal que recepte la racionalidad que reclama la sociedad, es decir que las penas se cumplan.

Mientras tanto, es imprescindible que no se promuevan políticas basadas en ideologías inconducentes, como la liberación masiva de presos sabiéndose que volverán a delinquir y no será posible controlarlos; y que se trabaje con seriedad en la prevención primaria de delitos con personal policial suficiente en las calles, dotado de elementos modernos de represión y defensa (como chalecos antibalas, pistolas Tazer), vehículos y medios de análisis criminal modernos, cámaras y centros de monitoreo, control tendiente a evitar la corrupción, etc., aún sabiendo que con eso solo no alcanza si no se encara integralmente el problema. Para trabajar seriamente en el tema, el Estado debe asumir el rol que se le reclama desde 1811, con acciones que eviten la proliferación de víctimas como consecuencia del abandono de las políticas públicas tendientes al bienestar social integral.

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