El domingo 7 de noviembre, Leandro Daniel Suárez, acompañado de una menor de 15 años (tal vez sus iniciales sean J.R.), entraron al negocio de Roberto Sabo y lo asesinaron de seis balazos.
Los dos criminales, no sólo se llevaron la vida de Roberto sino que destrozaron varias familias: le quitaron un hijo a sus padres, un marido a su mujer y un padre a sus hijos adolescentes.
Leandro no es nuevo en el delito. Según la agencia Télam estuvo cinco años y diez meses preso por robo agravado con armas y tentativa de hurto; si el arma era de fuego, la pena debió fijarse entre seis años y ocho meses y veinte años y, si no lo fue, entre cinco y quince años.
Lamentablemente las teorías abolicionistas hicieron que Leandro fuera condenado a una pena ínfima; si le hubiesen aplicado razonables siete u ocho años, Roberto Sabo estaría vivo.
Su corto paso por la cárcel no le sirvió para reinsertarse en la sociedad; más bien rápidamente se reinsertó en el delito, robando y matando. Pena tan leve no lo disuadió de reincidir en el crimen ni prevendrá que terceros delincan; más bien la pena pequeña es un estímulo, una señal para el malhechor que percibe que la bajísima probabilidad de ser condenado se complementa con castigos mínimos.
La pareja de asesinos tenía dos armas en su poder; la víctima, ninguna. La absurda inclinación que importantes sectores sienten por los delincuentes, hace que éstos circulen armados y que los honestos ciudadanos estén inermes. El hampa consigue el armamento que desea, desde revólveres hasta ametralladoras, en un activo mercado negro que vende o alquila los “fierros”.
Al ciudadano, posible víctima de un asalto o de su asesinato, el Estado pro reo le exigirá credenciales, exámenes psico-físicos, permisos de tenencia y de portación y engorrosas renovaciones. Quien, no habiendo satisfecho a la burocracia, defienda su hogar con un arma, puede ser sancionado con mayor severidad que su agresor.
¿Y qué decir de la situación privilegiada que tiene la asesina, por el solo hecho de tener quince años? Antes que nada habrá que comprobar si esa realmente es su edad o si es una patraña.
Suponiendo que tuviese los alegados quince años, no es un resultado aceptable que su grave crimen quede impune por una presunción tan rígida como absurda. Afirmar que alguien hasta los 15 años y 364 días no entiende en nada la criminalidad de sus actos (por ello su inimputabilidad absoluta) y que al día siguiente, una vez cumplidos los 16 años, adquiere plena conciencia es una cínica fantasía.
Urge reformar de modo realista el régimen penal de la minoridad; de no hacerlo proliferarán bandas juveniles que, paradójicamente, no comprenderán la criminalidad de sus actos pero si comprenderán su no imputabilidad.
La actuación de la policía ante los reclamos de justicia, muestra otra cabeza de la Hidra del abolicionismo. En diciembre de 2017 los policías, apostados frente al Congreso Nacional, recibieron una lluvia de catorce toneladas de piedras y tuvieron enfrente al Gordo del mortero, a César Arakaki, a Daniel Ruiz y a centenares de manifestantes armados con piedras y palos.
Para no criminalizar a los criminales, la policía recibió órdenes de presentarse sin armas letales; tuvo 88 heridos y sólo disparó gases y balas de goma cuando sus vidas fueron amenazadas por los manifestantes.
Cuando este 8 de noviembre los policías tuvieron enfrente a los padres, a los amigos y a los vecinos de Roberto Sabo, enojados pero pacíficos y desarmados, los provocaron sacándole su bandera al padre de Zaira, asesinada en 2018, y luego les tiraron gases.
Las órdenes de ser complacientes con los manifestantes violentos, con los piquetes y con los mapuches son abolicionismo puro y sólo se modifican cuando enfrente, en lugar de criminales, hay dolientes víctimas.
*El autor es abogado miembro de la Asociación Civil Usina de Justicia
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