La mayor fuente de inseguridad resulta ser el propio Estado

Ante una nueva muerte violenta, existen una serie de factores de índole política, legislativa y judicial que resultan de imposible desconocimiento

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Otra muerte violenta que expone el flagelo de la inseguridad a la cual es sometida la sociedad
Otra muerte violenta que expone el flagelo de la inseguridad a la cual es sometida la sociedad

La muerte violenta de Roberto Sabo en Ramos Mejía, saca a relucir —una vez más— el flagelo de la inseguridad a la cual es sometida la sociedad. Una inseguridad que va in crescendo y cuyo techo se avizora aún lejano.

La estadística oficial arroja que en la Provincia de Buenos Aires se comete un delito cada 3 minutos. Lo cual equivale a 180 hechos delictivos por hora, 4.320 al día, 129.600 al mes, y 1.555.200 al año. Ello permite vislumbrar que, a lo largo de un año, casi el 10% de los bonaerenses fue, es y/o será víctima de la inseguridad.

Pero, ¿a qué se debe realmente esta inseguridad creciente, sin freno, y cada vez más violenta? La respuesta oficial del Ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, explica que esto es algo normal en cualquier parte del mundo, aún cuando las estadísticas mundiales —e incluso las regionales— se encuentran muy por detrás de las nuestras.

Sin embargo, existen una serie de factores de índole política, legislativa y judicial que resultan de imposible desconocimiento.

En lo relativo a la política, la responsabilidad del actual gobierno es ineludible. No solo por la carencia absoluta de políticas activas de prevención y por la inexplicable insistencia en ubicar a las fuerzas de seguridad en un lugar de inutilidad en términos materiales, sino porque —además— ha colaborado con el delito de manera activa.

Por ejemplo, con la liberación masiva de presos impulsada por el propio gobierno con el pretexto de la pandemia COVID —y cuyo número final no es posible determinar debido a la negativa del Estado a brindar datos oficiales—.

Tampoco debe olvidarse que los propios funcionarios del gobierno han salido en apoyo de sectores filoterroristas que se autoperciben como “pueblos originarios”, y cuyo modus operandi consiste amenazar, golpear, usurpar, destruir, incendiar y hasta herir de bala a las víctimas de su violencia.

Y como si eso fuese poco, el discurso oficial de nuestros gobernantes rinde cuentas de su idea romántica del delincuente, al cual ubica en el rol de víctima de una sociedad que —según sostienen— se muestra indiferente ante sus necesidades y pesares. En una palabra, la culpa del delito es de la sociedad pacífica y no del delincuente.

La inseguridad va in crescendo y su techo se avizora aún lejano
La inseguridad va in crescendo y su techo se avizora aún lejano

La respuesta legislativa a la problemática tampoco ha resultado satisfactoria, y de hecho ha colaborado con esta escalada delictiva.

Por dar apenas un ejemplo, la Cámara de Diputados del Congreso debatió un proyecto de ley que estipulaba que todo autor del delito de violación debía cumplir una pena de prisión efectiva —es decir, sin acceso a los beneficios liberatorios que establecen las leyes de ejecución penal—. Sin embargo, la votación resultó negativa y los delincuentes sexuales siguen teniendo el mismo tratamiento que aquellos condenados por hurtar un kilo de pan.

La tarea legislativa ha sido incluso pro activa en favor del delincuente promoviendo leyes que los benefician, como aquella reforma reciente del Código Procesal Penal de la Nación que determinó que las sentencias serían consideradas “firmes” cuando se expida al respecto la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Para ser más gráfico, esto implica que un delincuente seguirá gozando del estatus de inocencia aún cuando ha sido considerado como penalmente responsable por entre tres y cuatro Tribunales —dependiendo del sistema procesal de cada provincia—.

Por último, queda analizar otro foco de retroalimentación de la inseguridad, que es la justicia penal. La mirada que lleva el garantismo a su versión más extrema, conocida como abolicionismo —gentileza doctrinaria del ex juez de la Corte, Raúl Zaffaroni— es predominante en nuestra justicia penal.

Ello implica que, tanto jueces como fiscales, estén más interesados en encontrar causas de justificación para ubicar al delincuente en el lugar de víctima, para finalmente aplicarles penas irrisorias, o incluso ninguna pena en absoluto. ¿Cómo lo hacen? Haciéndole decir a la ley aquello que no dice, y hasta desconociendo hechos sobradamente probados.

Por ejemplo, no bastará la confesión del delincuente realizada en sede policial y ni siquiera la ratificada ante el Ministerio Público Fiscal, pues el juez requerirá que se llegue a la culpabilidad por otros medios probatorios en pos de la supuesta defensa de la garantía de no autoincriminación.

Otro beneficio que reciben el delincuente de nuestro Poder Judicial puede apreciarse en los tribunales de ejecución penal, que buscarán cuanta excusa se presente para liberar al condenado antes de tiempo. Sin ir más lejos, estos jueces han autorizado a condenados por delitos aberrantes a realizar salidas para ir pescar o asistir a fiestas de 15.

Así las cosas, la mayor fuente de inseguridad resulta ser el propio Estado, que está armado a la medida del delincuente y que se desinteresa por la vida de una sociedad pacífica que es asesinada por ir a trabajar. Lo cual no se limita a la pérdida de la vida en sí, sino que también implica la destrucción psíquica, mental, moral —y a veces hasta económica— de los familiares de las víctimas; aquél eslabón perpetuamente olvidado y que es sometido a un doble castigo: el dolor por la pérdida del familiar y la burla que sufren en manos del propio Estado.

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