De repetirse el resultado de las PASO en las próximas elecciones generales del 14 de noviembre quedará sepultada la tradicional dicotomía en la que se movió la política argentina sobre todo desde la década de 1970 a la fecha: ajuste económico por la crisis vs. expansión descontrolada para evitarla. La visión de que el populismo logra desactivar la bomba que le dejan los autodenominados gobiernos liberales entró en descomposición. Se espera que esta novedad impacte a futuro en la formulación de las promesas electorales y en la gestión de los gobiernos.
Hay otra novedad: la construcción ideológica y la comunicación ya no son suficientes para justificar o sostener las políticas populistas del gobierno. Esto es particularmente cierto en la actual etapa. Por ejemplo, la expansión brutal de la emisión monetaria sin respaldo ya no contribuye a sumar consensos vía aumento del consumo, y afecta negativamente la gestión del oficialismo. Es un combo letal, que pone en debate los fundamentos del populismo como modelo superador. Ya sabíamos que el populismo no podía sostenerse sin la generación creciente de recursos para financiarlo; la novedad ahora es que su aplicación tampoco logra los efectos esperados, como ganar elecciones. El gobierno kirchnerista no se ha percatado de que la promesa populista ha perdido eficacia en las actuales circunstancias.
En la otra vertiente, el mal llamado neoliberalismo aparece como una categoría de análisis vacía para explicar los acontecimientos, sobre todo si se miran sus resultados en nuestro país. Finalmente, aquí también el ajuste lo terminó haciendo la crisis. Lo mismo puede decirse de los gobiernos volcados hacia el populismo en materia económica. En ambos casos las crisis son muy parecidas, y no hay aprendizaje a pesar de que repiten las mismas fórmulas. Por lo tanto, es posible argumentar que, si bien la dicotomía entre neoliberales y populistas es la que define la identidad de los gobiernos argentinos, la repetición de las mismas fórmulas explica mejor el proceso histórico y sus resultados más que el debate ideológico que tiende a poner a ambos bandos en polos opuestos.
Si miramos hacia atrás, veremos que se repiten los mismos problemas medulares a pesar de la diferente identificación política de los gobiernos: déficit público, exceso de emisión sin respaldo, alta inflación, nivel creciente de pobreza, presión impositiva agobiante, crisis de la deuda externa, etc. Es interesante notar que la reiteración de estos problemas durante gobiernos supuestamente diversos entre sí ha tenido, a la postre, la misma caja de resonancia: las sucesivas negociaciones con el FMI. La diferencia radica, en todo caso, en que para unos son salvadoras, mientras que para otros son un karma.
Se advierten, sin embargo, algunas divergencias de estilo y de magnitud en las recetas implementadas en la Argentina. Los llamados gobiernos liberales han considerado a los controles una necesidad momentánea como respuesta a las circunstancias, mientras que para los populistas son esenciales. Lo mismo puede decirse de las restricciones al comercio exterior y al acceso de divisas fuertes. Pero estas diferencias no son significativas a la hora de evaluar los resultados provocados por uno y otro bando.
Así, la decisión (u omisión) de los gobiernos de postergar la resolución de los graves problemas de fondo ha generado en ambos grupos el incentivo de recurrir al mismo instrumental logrando, como señalamos, resultados similares. Este factor explica la sucesión de fracasos compartidos de gestiones que se definen como opuestas.
Pero hay algo más: los fracasos en serie han generado gobiernos más conservadores en términos de su capacidad de pensar, implementar y justificar soluciones a los problemas. También la sociedad se ha vuelto conservadora: las decisiones que buscan poner racionalidad al caos son percibidas de manera negativa, que atentan contra el bienestar de la población y, en especial, de los sectores corporativos. Cambiar es sinónimo de daño, de pérdida. Del mismo modo, los políticos descreen de las agendas de transformación, porque consideran que afectarán sus chances electorales o, peor aún, su permanencia en el poder. Este paradigma -que tiene amplio consenso en la Argentina- favorece una dinámica que conduce, una y otra vez, a la crisis.
La caja de herramientas de la política argentina luce desactualizada, con tuercas que ya no funcionan. A pesar de ello, nuestros líderes prefieren mantener la misma receta. Un comportamiento contumaz.
El sistema de partidos argentino tampoco contribuyó a generar agendas de transformación: visto que su desarrollo ha consagrado la alternancia entre coaliciones peronistas y no peronistas, con resultados económicos bastante parecidos, ¿por qué los partidos mayoritarios deberían cambiar, por qué harían algo diferente si las sucesivas crisis no han alterado la dinámica de sucederse?
A pesar de que el populismo en Argentina parece derrumbarse sobre su peso, sigue pendiente la formación de gobiernos responsables que saquen al país del empinado camino de la decadencia; lo cual requiere de nuevos liderazgos que, mediante acuerdos institucionales, sostengan en el largo plazo una agenda de transformación.
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