“Un productor agropecuario mató a dos delincuentes tras un intento de asalto”, decía un titular de hace unos días. Se podría reescribir: “Un productor se defendió de tres criminales que lo balearon; mató a dos”. Y así nos ajustaríamos a lo que ocurrió, y no a lo que un periodista presume que ocurrió. En este caso, como en tantos otros, la descripción es benévola hacia los criminales, eligiendo para cada hecho la interpretación que más los beneficia. De igual modo, al imputar la Justicia al sobreviviente por “robo agravado en grado de tentativa” está aceptando la hipótesis más favorable al criminal. El delincuente debería ser procesado como autor de “homicidio agravado en grado de tentativa”, con penas muy superiores a las del robo agravado.
El absurdo reseñado proviene de una peligrosa simpatía por los delincuentes y de la aplicación poco criteriosa del principio “In dubio pro reo”: en nuestro proceso penal, en caso de duda sobre cuestiones de hecho, se debe favorecer al imputado.
Este principio, contenido en nuestra legislación, deriva de la ‘presunción de inocencia’ que, a su vez, proviene del principio de legalidad contenido en el artículo 18 de nuestra Constitución.
El “In dubio” debe aplicarse a las cuestiones de hecho, o sea, a las circunstancias que determinan si el encartado ha cometido el ilícito. Es razonable que el juzgador dude, pero esa duda no puede paralizarlo ni paralizar la aplicación de la justicia; debe asumir que la certeza es sólo un estado subjetivo: creer que algo es cierto, sin que necesariamente lo sea. Aunque la certeza absoluta casi no existe, debe condenar cuando tenga la ”convicción” absoluta de la culpabilidad del imputado. La ley determina que los jueces decidan por el sistema de “libres convicciones” o “sana crítica racional, ”que establece plena libertad para expresar su “convicción” en base a las pruebas.
Existen apotegmas que prefieren 10, 100 ó 1.000 culpables libres antes que un inocente preso. Si bien la prisión injusta es un mal, liberar 10, 100 ó 1.000 culpables y que mueran o sean violados 10, 100 ó 1.000 inocentes es mucho peor. Tomar el mal menor como medida para decidir no será el camino perfecto, pero por ahora, es el mejor.
Pero hoy el “In dubio” no sólo cubre a las cuestiones de hecho; la ideología que promueve el “derecho penal mínimo” consigue que este principio extienda su sombra protectora a las intenciones del delincuente y hasta a la tipificación de los ilícitos. ¿Cómo llegamos a estos despropósitos? Hagamos un poco de historia.
Tras siglos de arduas luchas, se limitó el poder absoluto de los reyes. Se aceptaron principios y garantías que, en su origen, debieron ser igual de fuertes y de absolutos que el poder contra el que luchaban. Pero hoy, en las democracias republicanas, tales garantías son de unánime aceptación, pese a lo cual hay quienes pretenden seguir usando viejas defensas absolutas contra amenazas que ya no son.
Existen también actores que manipulan hechos y acomodan palabras, instalando la figura del “pobre delincuente”, merecedor de simpatía. La farándula los promueve como personajes mediáticos: Okupas, Tumberos, El Marginal, Nahir Galarza, La 1-5/18 promocionan los que, en rigor de verdad, son disvalores en cualquier comunidad organizada.
En el otro polo del espectro, la academia instala la figura del delincuente como víctima del sistema, de la sociedad, de la policía, del Estado o de agentes externos, pero nunca víctima de su propia responsabilidad.
Los medios aportan lo suyo: justifican y minimizan el accionar del criminal y califican a la víctima que legítimamente se defiende, como violenta, desmesurada, culpable por resistirse y poco solidaria; así inducen al público a ver una realidad que no es.
El Estado argentino se desautoriza a sí mismo, al desconfiar de sus propias fuerzas de seguridad. La Legislación privilegia los derechos del delincuente por encima de los de la víctima y de la sociedad. La Justicia en ocasiones acomoda los hechos y su calificación a la ideología garanto abolicionista.
Así, principios que se aplican casi automáticamente en favor del delincuente, son retaceados cuando una víctima reacciona y ejerce el derecho a defenderse. Se investiga si se excedió en el uso de la fuerza, si su reacción fue proporcional a la amenaza y hasta si el intruso que encuentra en su hogar se resiste. Cuando use un arma de fuego, se averiguará si es legítimo usuario y si la tiene registrada, mientras que al delincuente se le permitirá patear su arma bajo la mesa.
El resultado de lo anterior es que la mayoría de los delitos no se denuncian, aparece la justicia por mano propia, se clama por seguridad y no hay ventana sin rejas. Hoy el ciudadano no pide protección contra el Estado; hoy, atormentado por la inseguridad y el crimen, pide al Estado que lo proteja contra el delincuente.
Si se persiste en proteger a rajatabla los derechos del acusado (en ocasiones, culpable) en contra de un Estado no más omnímodo ni omnipotente, la víctima y la sociedad seguirán en riesgo.
La antigua conexión vertical entre ciudadano y Estado ya no agota las relaciones posibles. Existe un nuevo tipo de vínculo: el horizontal, que se establece entre agresor y víctima. El reconocimiento de esta relación, originada en la decisión y actividad del victimario, y donde la víctima es arrastrada contra su voluntad, se abre paso con esfuerzo en la opinión pública, en la legislación y en la doctrina.
Un desafío del siglo XXI es relativizar la aplicación del “In dubio pro reo” para el delincuente y tutelar con intensidad y énfasis a la víctima, especialmente a la que reacciona y se defiende, dando a esa reacción una contundente presunción favorable. Es menester reorientar el “In dubio pro reo”, admitiendo de modo irrestricto, como nuevo paradigma, el derecho del agredido a defenderse e imponer la presunción de que la legítima defensa es siempre legítima.
SEGUIR LEYENDO