Muchas veces, cuando hablamos sobre atentados terroristas, cometemos el error de calificar como víctimas solo a quienes fueron asesinados en ese acto barbárico. Considero que es un error porque deja de lado que el saldo de las víctimas se extiende a aquellos que sobrevivieron y a los que quedaron marcados por el miedo que infunde el terror sobre nuestras comunidades y vidas. El cuarto aniversario del atentado terrorista en el que fueron asesinados cinco amigos rosarinos que paseaban en bicicleta en Nueva York es una oportunidad para volver a remarcar esto.
Nadie puede devolver la vida. Por supuesto que quienes nos dejan por culpa del odio son las primeras víctimas. Pero si sostenemos que el terrorismo ataca la libertad, que busca generar miedo, herir personas y valores, debemos ir más allá para comprender el verdadero alcance de estos actos. Los sobrevivientes, más allá de su nivel de heridas físicas, vuelven cada año a ese lugar. Sin dudas durante el aniversario, pero seguramente más veces. ¿Acaso las viudas e hijos de estos compatriotas, que cada año deben recordar este hecho traumático, no son víctimas del terrorismo? ¿Qué nivel de resiliencia es necesario manejar para poder seguir adelante después de algo así?
¿Acaso quien presencia con sus propios ojos cómo matan a un amigo de toda la vida puede continuar así nomás con su vida? ¿Puede volver a subir a una bicicleta como si eso fuera un simple medio de locomoción después de un atentado como el que sufrió? Cada persona tiene su propia capacidad de reponerse a la adversidad, pero eso no significa que las heridas causadas desaparezcan. Así como el Talmud nos enseña que quien salva una vida salva el universo, quien arranca una vida, también lo hace con todo el universo alrededor de ella.
El terrorismo internacional, lejos de ser un problema del pasado, continúa siendo una realidad cotidiana en gran parte del mundo. Atentados en lugares públicos, espacios de ocio y hasta en templos de distintos cultos continúan sucediendo. Solo en el último mes, las calles de Kongsberg, Noruega; dos mezquitas en Afganistán y un evento político en el Reino Unidos fueron escenarios de actos terroristas, todos ellos con víctimas fatales. Vemos el número de muertos en las publicaciones periodísticas, que parece causarnos cada año menos impresión. Lo que no vemos es el número de sobrevivientes y quizás ese sea el error. Los sobrevivientes son vidas que continúan, pero deben luchar para continuar, no continúan igual.
“Faltan voces contra el terrorismo de las víctimas “, nos decía Luciana Martínez, viuda de Diego Angelini, uno de los rosarinos asesinados, el año pasado en un panel organizado por el Congreso Judío. Martínez, abogada, advirtió en aquel evento sobre la falta de un marco legal adecuado para las víctimas y las dificultades que atraviesan para recibir asesoramiento y compensaciones. En un ejercicio de empatía, recordó ver hace un tiempo el testimonio de la viuda de un atentado terrorista en Siria, que quedaba sola, sin trabajo, a cargo de cuatro hijos. Al ponerse en lugar de esa mujer siria, Luciana entendió la vulnerabilidad en la que puede quedar una víctima, en este caso una viuda, de un asesinado por el terror: “No es por mi, yo voy a mantener a mis hijos con mi trabajo, pero aquellas viudas que se encuentran en una situación vulnerable y tienen hijos ¿Cómo salen adelante?”, se preguntó Martínez, a la hora de reclamar la ayuda de la comunidad internacional para que el camino de las víctimas y sobrevivientes posteriores al trauma sea menos duro.
Cuando decimos que el terrorismo no diferencia, puede sonar a frase hecha, pero no lo es. Al terrorismo no le importan ni la condición económica, ni social de quienes mueren en sus actos y menos de quienes deben sobrevivir a ellos. Porque como toda crisis o trauma, no todos se encuentran en las mismas condiciones para afrontarlos.
El terrorismo es un problema internacional y la comunidad internacional debe responder. Debe responder ante la sociedad y ante las víctimas con apoyo, con presencia y con legislación. Si entendemos que quienes les tuvieron que contar a sus hijos que su padre o madre murió por culpa del odio también es una víctima, o quien vio a un amigo morir atropellado por un fundamentalista lo es tanto como quien dejó la vida allí, quizás empaticemos un poco más y este flagelo esté un poco más cerca de llegar a algo parecido a un fin. Esas historias pueden generar la empatía que tanta muerte ya no parece lograr.
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