La crisis mundial generada por la pandemia del covid avivó la preocupación por las consecuencias planetarias del cambio climático. Los compromisos nacionales no vinculantes de reducción de gases de efecto invernadero alcanzados (GEI) en París, dieron lugar a nuevos compromisos nacionales de alcanzar emisiones netas cero para el 2050. Esos compromisos (tampoco vinculantes) que se debatirán en la COP26 de Glasgow, presuponen una drástica reducción de la dependencia del paradigma fósil que todavía satisface el 83% de la energía primaria del mundo.
Las proyecciones de la IEA (Agencia Internacional de Energía) para alcanzar el objetivo de cero emisiones tuvieron un fuerte impacto político y económico. En resumen, para alcanzar esas metas de emisión en el 2050 la demanda de carbón debe desaparecer, la de petróleo reducirse a menos del 20% de la actual, y la de gas más del 50%. Las energías verdes que hoy representan menos del 10% de la generación eléctrica mundial elevarían su participación al 70%. La propia IEA advierte sobre complicaciones en esa transición porque para acceder a esas sustituciones en el paradigma fósil, la demanda de ciertos minerales críticos (cobre, litio, cobalto, níquel, grafito, tierras raras, etc.) se sextuplicará. El “tsunami verde” que se agitó como consecuencia de una mezcla de renovada preocupación, cierto oportunismo político y una dosis de populismo ecológico (sí a la reducción de fósiles, sí a la energía solar y eólica, pero no a la minería) trastocó tendencias que venían consolidando una transición con mayores consensos que combinaba la sustitución intrafósiles (gas sustituyendo al carbón y al petróleo) con la creciente irrupción de energías renovables en la generación eléctrica, y la mayor electrificación de la matriz de consumo final.
Para alcanzar esas metas de emisión en el 2050 la demanda de carbón debe desaparecer, la de petróleo reducirse a menos del 20% de la actual, y la de gas más del 50%
Lo peor fue que muchos analistas y algunas agencias especializadas empezaron a racionalizar la necesidad de saltear la etapa de transición gasífera, a la que planteaban como inconsistente con el objetivo de cero emisiones. Las consecuencias están a la vista: la caída de demanda que afectó a la energía fósil en el 2020 por la pandemia, y la perspectiva de reducción de demanda futura por la irrupción pronosticada del paradigma verde, redujo la inversión y el acceso al financiamiento en nuevos proyectos fósiles. La recuperación de la economía mundial, el invierno frío en el Hemisferio Norte, la intermitencia pendiente de resolución con las renovables, y el plan central chino para reducir emisiones de CO2 (con racionamientos, cortes productivos y caída del nivel de actividad, por la dependencia del carbón mineral en la matriz de generación) han puesto al descubierto que la nueva transición planteada será más traumática y más costosa de lo anticipado. Ni las energías verdes están en condiciones de hacer un relevo que evite la transición gasífera, ni se podrán superar cuellos de botella en la oferta de algunos minerales críticos.
La novedad a digerir en Glasgow, es que China, hoy el principal emisor de GEI, ya optó por privilegiar otra vez la energía barata respecto a la sustentable acelerando la producción doméstica de carbón mineral. El planeta corre el riesgo de que, con energía más cara y escasa, la opinión pública mundial deslegitime las preocupaciones climáticas y vuelva a priorizar una agenda cortoplacista, refractaria, por ejemplo, a la eliminación de subsidios a las energías fósiles, y de oposición a la implementación de un impuesto global al CO2 (aún con peso relativo diferente según el grado de desarrollo que tenga el país).
Ni las energías verdes están en condiciones de hacer un relevo que evite la transición gasífera, ni se podrán superar cuellos de botella en la oferta de algunos minerales críticos
Es importante que la nueva cumbre climática vuelva a promover una transición cooperativa, y alinear intereses en torno a objetivos concretos de mediano plazo. Si asumimos el clima como un bien público global y recordamos que los bienes públicos se caracterizan porque su uso o consumo por parte de una persona no excluye el consumo por parte de otro, empezamos a comprender por qué es tan difícil acordar un régimen que financie un clima saludable para nosotros y para los que vienen. Siempre habrá “parásitos” (free riders) que aprovecharán del clima presente pretendiendo que otros se hagan cargo de la externalidad negativa global (emisión de gases) que está degradando ese clima para los que vienen. Más cuando hay razones para culpar a los emisores del pasado del stock de gases de invernadero acumulados.
El problema del parásito prolongado en el tiempo lleva a la “tragedia de los comunes”; todos abusan de un recurso limitado que comparten, al que terminan destruyendo aunque a ninguno les convenga. Elinor Ostrom, Nobel de Economía 2009, demostró cómo pequeñas comunidades estables, son capaces, en ciertas condiciones, de gestionar sus recursos comunes evitando la tragedia del agotamiento gracias a mecanismos informales de incentivos y sanción. Pero en el cambio climático tenemos más de 7600 millones de personas implicadas, más su futura descendencia. En vista de que todos disfrutan de un bien público y nadie puede evitar que los demás lo usen, todos tienen un incentivo para disimular la demanda de esos bienes públicos a fin de evitar pagar su parte proporcional de los costos de preservarlo. Los individuos no revelan sus preferencias de consumo de esos bienes, por eso a nivel local es el presupuesto público el que se hace cargo de financiarlos.
Pero aquí estamos hablando del clima mundial, un bien público sin fronteras: ¿quién pone los recursos para preservarlo saludable? La repuesta de la economía a los problemas planteados tiene ámbitos jurisdiccionales acotados como los impuestos al carbono o el mercado de bonos asignando derechos de emisión. Pero sin jurisdicción internacional la repuesta no es extrapolable. Por eso no puede haber una transición impuesta por mandato, y por eso los mecanismos cooperativos prevalecen sobre las imposiciones vinculantes. En esos mecanismos cooperativos hay que acordar metas intermedias de alto impacto que afiancen el rumbo. Las dos causas principales responsables del aumento de emisiones de CO2 son: la deforestación y la combustión del carbón mineral. El carbón mineral sigue siendo la principal fuente de generación de electricidad (38%), y la demanda en Asia -que sigue creciendo- ya representa el 75% de la demanda global. El problema es que con el uso creciente del carbón mineral la tragedia de los comunes a nivel global, se está transformando en muchos países en tragedia para los propios. Las consecuencias ambientales localizadas de la combustión del carbón (emisión de monóxido de carbono, material particulado, etc.) han empezado a producir impactos sociales, económicos y políticos nacionales que auguran cambios trascendentes y oportunidades a una matriz energética sustentable. Pero para sustituir carbón hay que producir más gas. La sustitución de carbón en China y Asia por gas natural es una meta conducente donde hay intereses convergentes entre Estados Unidos y China. También hay que conciliar intereses para frenar la desforestación en Brasil y otras latitudes. El logro de metas menos ambiciosas y orientadas en el rumbo de una transición energética cooperativa puede reencauzar la agenda climática y evitar nuevas frustraciones.