Puede que la palabra genio se haya vaciado por el uso fácil. Sin embargo, en el caso de Sammy Davis Jr. ha de dársela como mínimo la atmósfera de alguien con rasgos geniales. Por la vida y la obra de su vida, abundante en cierto sonido que hace vibrar en una onda emocional con gran fuerza y que, arisca para una definición, se llama arte.
Sammy Davis es Junior. Sí, para que exista un Jr., se necesita un Sr. Su padre, músico de vodevil embarcado en el jazz, la gracia escurridiza del entretenimiento brillante, la gracia a menudo nómade para llenar la olla con lo que hace falta cada día. Sammy nació en Harlem, Nueva York, territorio y gueto estricto: los blancos asomaban poco por allí, y aún van más turistas que neoyorquinos. El aire de negritud permanece. En la cima de la fama vivieron y murieron en Harlem, son dos ejemplos y existen muchos, el gran campeón de boxeo en varias categorías Ray Sugar Robinson y, fíjense ustedes, Louis Armstrong. En sus dominios, o en su mundo dividido, iluminadores de los demás. Robinson era casi un bailarín demoledor -y lo fue realmente en un cabaret que inauguró-, no pudo o no quiso salir de Harlem. Armstrong, una gran estrella, lo mismo.
La ruta del músico, compositor, inigualable bailador y zapateador de tap, diestro y aún excepcional baterista, trombonista, pianista, contrabajista, cantante que pudo saltar desde baladas cálidas y sentimentales hasta improvisaciones como el gan standard “Perdido”, fue algo distinta. En la manera de Sammy Davis, “Perdido” es vértigo embriagante y mágico. Se puede recuperar con unas teclas y unas señales de este tiempo en segundos, lo mismo que sus ejecuciones como instrumentista o el gozoso duelo de baile con James Brown durante el tiempo en que la televisión emitía su show hasta el cierre por presiones racistas. En todo caso, si se busca solo música, están los 40 álbumes. Hay 23 películas en las que intervino, justo en una fama potente y paralela al rigor separatista estricto y feroz después de su casamiento con la actriz y fotógrafa sueca May Britt, una belleza sensible y amable: permanecieron ocho años y tuvieron una hija, Tracy. Dos hijos más fueron adoptados. Si alguien quiere jugar a cómo es una sueca, esa es May Britt. El racismo crece en furor y odio con la unión interracial como punto ardiente. Cada “raza” por separado o surgirá fuego. O sangre.
Antes pasaron algunas cosas.
Davis Sr. y un amigo asociado para rodar espectáculos donde fuera, componían un espectáculo donde Sammy Jr. simulaba ser un enano de 44 años llamado Silent Sam. Desde los tres años empezó a actuar con brillo inaudito. El empleo de niños menores de 16 se multaba si iba a cobrarse entrada. Los artistas negros en gira - trashumaban siempre- ocupaban casas rodantes de muchos colores. Nada de hoteles ni camarines. De todos modos el pequeño Sammy creció y se encontró en el centro de una fama que llegaría muy lejos. Creció en ese sentido, porque fue siempre enjuto como un jockey, ligero en el aire, dueño de una voz de gran riqueza y matices. Las piernas combadas dibujaba mandalas de jazz y las historias amorosas felices o no de la canción americana. Quiso la suerte que asistió a un festival en Detroit donde cantaba Frank Sinatra con la orquesta de Tommy Dorsey, sobre el final de cada tema había fans delirantes y desmayos amorosos.
La amistad con Sinatra fue a primera vista. Al formarse el Rat Pack -Dean Martin, Joey Bishop, Peter Lawford, Shirley MacLaine y Angie Dickinson con entradas eventuales de Lisa Minelli- Sammy formó parte de manera natural. Frank Sinatra, un ser asombroso, tenía en el anverso su amistad con gangsters poderosos y al unísono una amistad arraigada con la comunidad negra y con la judía estadounidense. La señora Golden, que lo cuidó a ratos como niñera en Hoboken, Nueva Jersey, y mezclaba el inglés con el yiddish, fue como suele decirse una segunda madre además del papel en el parto de Dolly Garaventa, la verdadera, puntera del Partido Demócrata en el barrio. ¿Influyó en la idea de convertirse al judaísmo en Sammy? Cómo saberlo, y no hay demasiadas razones. Mucho más nítida resulta la influencia del comediante Eddie Cantor, quien le regaló una mezuzá. Un pequeño rollo de metal como una torá para poner en la puerta de las casas. En cualquier caso Sammy Davis se convirtió con una transparente convicción después del accidente del que salió con fracturas y la pérdida de un ojo. El regalo de Cantor no fue a parar al marco de una puerta sino como colgante y collar, como talismán. En la noche del accidente, había olvidado llevarlo en el cuello. El disparador del cambio, de la conversión. En esos días se armaban grupos negros en lucha liderados por Malcolm X que eligieron el islam. Como Muhammad Ali, sin ir más lejos. Pero Sammy Davis Jr. llegaba desde otro punto de partida: uno de los reyes del show mayor, sobre todo a partir de Las Vegas. El cambio tenía otro significado: opresión más opresión. Desafío: negro, judío y tuerto, las minorías discriminadas y la asimétrica fealdad de una cara que, al revés, resultaba casi hipnótica.
Allí queda, entonces, Sammy Davis Jr. bajo la tierra, un 16 de mayo de 1990. Para los hombres de la superficie, queda para siempre su don iluminador. Un gran regalo. Un legado.
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