La descripción de la situación argentina en materia económica y social es por demás desoladora. La pobreza que impera en cada rincón del país: 19.000.000 de argentinos son pobres y muchas provincias tienen el triste distintivo de tener una población con mucha más gente pobre que gente que no lo es. De esa cantidad inimaginable personas que viven por debajo de la línea de pobreza, prácticamente 5.000.000 lo hacen en condiciones de indigencia (lo que implica que no logran alimentarse a diario). Por supuesto que todo esto es acompañado por indicadores económicos que marcan nuestro indescriptible presente: la inflación por encima del 50% anual, la desocupación en dos dígitos, falta de inversión, la educación en franca decadencia y un nivel de asistencialismo nunca antes visto.
Todos los aspectos que implican la decadencia de la Argentina no serían tan preocupantes si el país estuviese transitando un camino de razón y buen atino para corregirlos. En ese supuesto trayecto las expectativas darían cuenta de un futuro cargado de mayor coherencia y así despertar el apetito inversor, el apetito emprendedor y hasta el apetito por contratar empleados. Ese camino lo estamos transitando, pero por desgracia lo hacemos hacia la dirección opuesta a la que deberíamos ir. Lo cierto es que a pesar de estar transitando uno de los peores momentos de los que se tenga recuerdo en la República Argentina, nada parece indicar que se intente modificar este desaguisado.
Todos los aspectos que implican la decadencia de la Argentina no serían tan preocupantes si el país estuviese transitando un camino de razón y buen atino para corregirlos
El control de precios (o “precios congelados” según la definición oficial) no es otra cosa que una medida que ha fracasado decenas de veces en Argentina y cientos de veces en la historia de la humanidad. No ha logrado frenar la inflación antes, no lo logrará ahora. Incluso resulta increíble ver a un gobierno aplicar recetas que cualquier mortal entiende que tienen el fracaso asegurado.
No son cuestiones ideológicas o partidistas las que marcan el triste final que se avecina con esta nueva versión de congelamiento de precios, sino simplemente el sentido común es el que marca esta vez el inevitable destino. Si a un trabajador le indican que hoy debe trabajar por menos de lo que lo hacía hasta ayer, probablemente no esté dispuesto a hacerlo con las mismas ganas que antes o incluso piense en dejar de trabajar e intentar buscar un empleo donde no le controlen su salario: esto es el equivalente al desabastecimiento. Incluso le ocurre lo mismo al Banco Central: fijan cada día un precio para el dólar mucho más bajo de lo que realmente vale en el mercado libre, pero luego no puede venderlo a ese precio porque le generaría que todos vayamos a comprarlo a 105 pesos generando el vaciamiento definitivo de las arcas del BCRA, generando escasez. Para evitarlo, le agregan impuestos y trabas burocráticas adicionales para no venderlo al “precio congelado”. Otro ejemplo puertas adentro de que la fijación de precios máximos es sinónimo de escasez o de mercados ilegales.
Es probable también que se generen mercados paralelos que escapen a la legalidad donde los vendedores logren escapar a los controles y se comercialicen a los valores reales
Lo mismo ocurre con el trabajador y con el dólar del Banco Central, es lo mismo que va a ocurrir con las nuevas medidas del Secretario de Comercio que pretende hasta el 7 de enero próximo que 1.432 productos no varíen sus precios. Esto va a generar todos los efectos contrarios a los buscados. En primer lugar es probable que esos productos no se consigan o solo estén disponibles para unos pocos consumidores: nadie querrá vender a pérdida ni vender por debajo de un margen de ganancia esperado. En segundo lugar, es probable también que se generen mercados paralelos que escapen a la legalidad donde los vendedores logren escapar a los controles y se comercialicen a los valores reales: sólo el 30% del consumo de alimentos y bebidas es adquirido en cadenas de supermercados, el resto del consumo se realiza en almacenes, pequeñas cadenas o lugares donde los controles no llegan ni llegarán jamás. En tercer lugar probablemente provoque un aumento adicional de precios en los productos que no están bajo la órbita estatal: obligan a un supermercado a mantener un precio determinado y este recargara su merma en algún otro producto que no esté bajo el paraguas del delirio del control de precios. Por último y en cuarto lugar puede que ocurra algo peor que todo esto: la falta de inversiones y la pérdida de empleos. Un cambio en las reglas de juego es siempre letal, más aún en un país que se encuentra imperiosamente necesitado de generar confianza para atraer capitales, inversión y lograr generar empleo genuino.
Si queremos resultados diferentes, debemos hacer cosas diferentes. Si queremos una Argentina distintas, debemos evitar hacer lo que nos trajo hasta este fracaso estrepitoso: debemos dejar de pensar en un futuro trayendo al presente los sistemáticos fracasos de nuestro olvidable pasado.