En la Argentina, la violencia siempre tuvo un costado bien mirado. Es una gran tragedia nacional. Pero así fue. Y lo es aún.
En los inicios de la década del 70, la más sangrienta de la Argentina contemporánea, la violencia lanzada por los embriones guerrilleros, tuvieron el apoyo de gran parte de la sociedad agobiada por una dictadura opresiva, que había congelado salarios y aumentado los precios, había prohibido los partidos políticos e intervenido a palos las universidades, y hacía gala de un nacionalismo ramplón y arcaico, con aires de Tercer Reich. Al lado de lo que vino, aquella dictadura era una dictablanda. Y al lado de lo que llegó, la guerrilla parecía un remedo de la banda de Robin Hood en los bosques de Sherwood.
Ya entrado los 70, todo se complicó. La violencia se enraizó en la sociedad y creó una costra de resignada tolerancia que aplacó cualquier intento de analizar los riesgos a los que se aventuraba aquel país donde todo podía suceder. Se usaron fundamentos políticos para justificar los asesinatos, el más emblemático, el del general Pedro Eugenio Aramburu, a manos de Montoneros. “Con los huesos de Aramburu / haremos una escalera / para que baje del cielo / nuestra Evita montonera”, se cantó en las calles. No hace tanto y no tan lejos.
Una de las frases de la época juraba: “La primera vez de la violencia es como la primera vez del amor”, y ese delirio no era ni siquiera rebatido, como no era puesta en tela de juicio la capacidad política, ni la cordura, de quienes comandaban aquellos grupos armados.
En ese ambiente de falso romanticismo y de épica artificial, llegaron las elecciones de 1973, cuando la dictablanda nacida en 1966 se había convertido en dictadura encarnada por el general Alejandro Lanusse, que si bien fue un gobierno “al que no eligieron, pero que les permitió elegir”, según dijo en su último mensaje, fue bajo su presidencia cuando ocurrieron las primeras “desapariciones” y los fusilamientos bajo la “ley de fuga”.
Durante el gobierno democrático de Héctor Cámpora, de Juan Perón y de su viuda, María Estela Martínez, la violencia fue cotidiana y el lenguaje político por excelencia. Se mataba para poner fin a internas, o iniciarlas; se anunciaba el destino de ataúd de los condenados en revistas y periódicos de extrema izquierda y extrema derecha; la sangre era un elemento más de la estrategia política.
Si existía alguna esperanza de que con la vigencia del estado de derecho iba a cesar la violencia guerrillera y la estatal, quedó aniquilada por los hechos. En 1973 el ERP afirmó que seguiría su particular guerra contra las fuerzas armadas y Montoneros asesinó José Rucci, líder de la CGT y mano derecha de Perón para tratar la volátil realidad social de la época, porque pretendía “negociar” de igual a igual con el general. Aspiraba a heredar su movimiento. Y José López Rega, el poderoso ministro de Bienestar Social, que había sido secretario privado de Perón, sostenía, financiaba e impulsaba una banda terrorista de extrema derecha, la Triple A.
La violencia ya no era materia de debate. Y el debate, de haber sido aceptado, era imposible. En la Argentina, la violencia siempre se discute después. Nunca antes. Ni durante.
La misma condescendencia social tuvo el golpe militar del 24 de marzo de 1976, que había sido previsto, pedido, ansiado y hasta exigido por las principales figuras políticas, como demostraron los documentos desclasificados del Departamento de Estado de Estados Unidos, y como admitieron los propios jefes guerrilleros: “Desde octubre de 1975, bajo el gobierno de Isabel Perón, nosotros sabíamos que se gestaba un golpe militar para marzo del año siguiente, No tratamos de impedirlo porque, al fin y al cabo, formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista”, dijo Mario Firmenich a Gabriel García Márquez en abril de 1977 y en un reportaje, entre las nubes, a bordo de un avión de línea.
En ese mismo reportaje, y mientras en la Argentina se enseñoreaba el terrorismo de Estado, Firmenich pensaba: “Nuestras pérdidas han sido inferiores a lo previsto. En cambio, en el mismo período, la dictadura se ha desinflado, no tiene más vía de salida, mientras que nosotros gozamos de gran prestigio entre las masas y somos en la Argentina la opción política más segura para el futuro inmediato”.
Según la CONADEP, el terrorismo de Estado que fue norma del “Proceso”, ya funcionaba en los tiempos de Isabel Perón. Cerca de novecientas personas desaparecieron y unas mil quinientas fueron asesinadas en aquellos días sobre los que ni se habla, ni se investiga. Hay una violencia oculta, supeditada a intereses políticos, que ni siquiera se menciona. Hace ya unos años, un general que ya murió, dijo indignado a un periodista: “Vea, yo operé en los tiempos de Isabel. ¿Sabe qué quiere decir ‘operar’? Bueno, yo operé en Córdoba, en un campito que después quedó tapado por la fama de La Perla. Y no fui investigado. Dígame por qué mi amigo, el general (y mencionó a un militar en ese momento detenido y acusado de crímenes de lesa humanidad) tiene que estar preso y yo libre. ¿Porque él operó con Videla y yo con Isabel?”.
La violencia también pervive bajo una lógica extraña en la Argentina.
Los crímenes del terrorismo de Estado tuvieron en su época una justificación social extendida en la sociedad. En 1985 el juicio a las juntas militares reveló gran parte de aquel horror que se extendió a todo el país, hasta sus más lejanos rincones, y cayó ya no sólo sobre los sospechados de integrar un grupo guerrillero, sino sobre sus familias, sus amigos y sus conocidos, y luego sobre obreros, delegados gremiales, docentes, estudiantes, militares, sacerdotes, intelectuales, artistas, periodistas, diplomáticos, amas de casa, abogados, médicos, campesinos como parte de “un plan criminal urdido en las sombras por las más altas autoridades de la Nación”, según afirma la sentencia.
Aun así y aun hoy, aquella violencia tiene sus defensores y sus justificaciones, como la tiene la violencia guerrillera de aquellos años. Nadie se arrepiente porque siente que el costo de esa sinceridad equivale al suicidio político. Hace unos días, Arnaldo Otegui, que de joven fue miembro de la guerrilla vasca ETA y hoy dirige la izquierda independentista vasca, habló de forma indirecta a quienes padecieron los crímenes cometidos por esa organización: “Sentimos su dolor, y desde ese sentimiento sincero afirmamos que el mismo nunca debió haberse producido”. Tarde y mal, es cierto, pero es algo.
Por la razón que fuere, una admisión de ese calibre es impensable en la Argentina, no importa quién tuviese la valentía y el sentido común de hacerla. Al contrario, la violencia desatada en la Patagonia por la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), que tiene una supuesta reivindicación de justicia atávica y religiosa, parece retrotraer la vida política argentina a las tempranas y demenciales prácticas de los años setenta.
Ni el grupo ni sus acciones gozan de justificación o siquiera de la comprensión social. Sus métodos provocan rechazo y los fines que dicen perseguir suenan extravagantes y curiosos. Sin embargo, detrás de esos violentos reclamos está la mano de antiguos dirigentes montoneros, de nuevos seguidores doctrinarios y de miembros de la agrupación La Cámpora, que lidera el diputado Máximo Kirchner. El Estado, según denuncian las autoridades provinciales, es cómplice de esas exigencias que incluyen la toma de tierras, la ocupación de fincas y ataques incendiarios a estancias y a instalaciones públicas y privadas.
El embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, que sufrió la violencia del “proceso” por su pertenencia a Montoneros, estuvo en una audiencia en la que la justicia chilena discutió el pedido de libertad condicional del líder y creador de la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), Facundo Jones Huala, que no reconoce al Estado argentino y es autor de una frase, “menos llanto y más combate”, que rememora otra similar enarbolada por Montoneros en los violentos años setenta: “Ni votos, ni botas: fusiles y pelotas”.
En los albores de la democracia recuperada, había quedado claro que la violencia y la muerte no pueden ser una forma de la actividad política. Eso implicaba, también la frase “Nunca más”, que hoy parece en riesgoso desuso.
Tal vez sea el momento de debatir el uso de la violencia con fines políticos, ahora que todavía es antes. Después, es siempre tarde. Salvo que se haga verdad esa parábola cargada de amarga ironía y de hondo dramatismo que asegura que no es el país el que tropieza siempre con la misma piedra: el país es la piedra.
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