El conflicto mapuche tiene solución: cumplir la ley

La propiedad de las tierras que tradicionalmente han ocupado los pueblos originarios no es absoluta, sino que encuentran límites en las normas sancionadas por el Congreso

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Toma de tierras de agrupaciones
Toma de tierras de agrupaciones mapuches

Si bien nos hemos acostumbrado a hablar del conflicto mapuche, hay que advertir que el problema no es común a esa comunidad ni a la mayoría de sus miembros, sino que involucra a un sector radicalizado que, usurpando el nombre y la historia de todo un pueblo originario, se escuda en ello y tergiversa una cuestión legítima, la del reconocimiento cultural y la preexistencia étnica, para cometer crímenes y violar el orden normativo vigente en nuestra República e incurriendo en actos delictivos tales como la sedición y el terrorismo.

Tras la reforma constitucional de 1994, nuestra Carta Magna incorporó, en su artículo 75 inciso 17, el deber del Congreso de “reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos; garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano.”

Para dimensionar el vanguardismo de nuestra legislación, basta con mirarse en el espejo transcordillerano y observar que, recién en la convención constituyente instalada este año, se ha abierto el debate necesario para reconocer análogos derechos a sus pueblos originarios.

Así las cosas se torna evidente que hay grupos que, escudados tras la legítima causa de los pueblos ancestrales, pretenden darle a esta cláusula de la Constitución una extensión que no tiene, con la intención de convertirla en un axioma dogmático y supremo que justifique sus acciones. Y, para alcanzar ese objetivo ignoran abiertamente un principio de interpretación legal que ha sido reiterado incansablemente por la Corte Suprema de Justicia, en su carácter de máximo exégeta de nuestras leyes, según el cual “los textos legales no deben ser considerados a los efectos de establecer su alcance y sentido aisladamente, sino como un todo coherente y armónico, como partes de una estructura sistemática considerada en su conjunto, teniendo en cuenta, además de la letra, la finalidad perseguida por aquéllos, y adoptando un sentido que concilie y deje a todas sus disposiciones con valor y efecto.”

Por ello, debe destacarse que la propia Constitución pone en cabeza del Congreso Nacional, como titular de la esfera legislativa del poder del Estado, la tarea de determinar cómo se ejecutará ese reconocimiento de su preexistencia étnico-cultural y de la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente han ocupado. Dicho de otro modo, el reconocimiento de los derechos de estos pueblos - que son parte de la Argentina más allá de antecederla temporalmente - debe realizarse dentro de los marcos fijados por la ley y a través de los mecanismos institucionales que rigen nuestra vida en sociedad.

En la mencionada línea de interpretación armónica y sistemática de las normas, no debe soslayarse que el Artículo 14 de la Constitución expresamente dispone que todos los derechos y garantías que encuentran reconocimiento en ella serán ejercidos siempre de conformidad con las leyes que reglamenten su ejercicio. Siendo así, las prerrogativas constitucionales, entre las que se encuentra el derecho de los pueblos indígenas a la posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente han ocupado, no son absolutas sino que encuentran límites en las leyes sancionadas por el Congreso que determinan los modos, formas y límites dentro de los cuales los ciudadanos argentinos, sin distinción de etnias, ejercen los derechos que nuestra Carta Magna reconoce.

Reafirmando este andamiaje jurídico, el Artículo 18 del Código Civil y Comercial de la Nación dispone que “los derechos de los pueblos indígenas, en particular la propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan y de aquellas otras aptas y suficientes para el desarrollo humano, serán objeto de una ley especial”. De este modo, no queda margen para la duda ni para la opinión: es la ley y sólo la ley, sancionada por los representantes del pueblo elegidos por todos los ciudadanos argentinos, la que debe establecer cómo se materializará en la práctica este derecho de los pueblos originarios.

En definitiva, en este conflicto hay que aplicar el mismo procedimiento que rige en cualquier otra materia que verse sobre la reglamentación y el ejercicio de las facultades que nos corresponden como individuos integrantes de un Estado de Derecho. Pretender conquistar derechos mediante el uso de la violencia y la comisión de delitos resulta incompatible con el espíritu mismo de la vida democrática y republicana. No puede ser tolerado bajo ningún precepto. El derecho de los pueblos originarios, al igual que cualquier otro derecho civil, social o político, no puede reivindicarse sino a través de medios lícitos y legítimos.

Por el contrario, los crecientes actos de violencia y criminalidad que se han suscitado y siguen suscitándose no solo en territorio patagónico argentino sino también chileno, deben ser perseguidos con todo el peso de la ley y mediante el uso del monopolio de la fuerza pública que se encuentra en cabeza del Estado, especialmente cuando existen indicios y pruebas suficientes que impiden ignorar que, tras la máscara de la causa mapuche, se esconden -cada vez con menos disimulo- intereses vinculados con el crimen organizado, el terrorismo internacional, el narcotráfico e incluso el neoanarquismo que busca desafiar la existencia del Estado mismo.

Bajo nombres que ocultan la realidad de las cosas, tales como Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) o Coordinadora Arauco Malleco (CAM), se ocultan grupos que llevan a cabo y reivindican públicamente la realización de actos ilícitos que se encuentran tipificados en nuestro Código Penal y que van desde la usurpación y el daño, hasta el estrago, el incendio e incluso lesiones y homicidios.

Queda en evidencia que el generoso marco jurídico que brota de nuestra Constitución y se extiende por las distintas ramificaciones del ordenamiento jurídico para el reconocimiento y puesta en práctica de los derechos de las comunidades indígenas se presta a la manipulación y tergiversación por parte de grupos criminales que, paradójicamente, pretenden justificar sus ilegalidades mediante una interpretación forzada e ilegítima de nuestro sistema normativo, contando para ello con la complicidad o, cuanto menos, la inoperancia, de distintos resortes del Estado incluyendo a los poderes ejecutivos y judiciales, e incluso a los ministerios públicos fiscales, que deberían actuar organizada y coordinadamente para poner un freno férreo y contundente a violaciones a la propiedad privada, destrucción del patrimonio público y violaciones sistemáticas a derechos humanos fundamentales tales como la seguridad ciudadana y la libertad ambulatoria.

Frente a este dramático escenario, los ciudadanos que habitan en el epicentro del conflicto se encuentran vulnerables y desprotegidos, mientras observan disfuncionalidades entre los actores políticos que han llegado a su clímax con el intercambio epistolar entre la Gobernadora de Río Negro, Arabela Carreras, y el mismísimo Presidente de la Nación, Alberto Fernández, en una discusión que, si bien podría sustanciarse en cuanto a la existencia o inexistencia de una obligación jurídica del Estado Nacional de contribuir con una provincia que afronta hechos lesivos para la seguridad interior, no resiste el menor análisis desde el punto de vista del sentido común en aras a la defensa de la soberanía, la integridad territorial, la paz social y la convivencia armónica entre todos los argentinos.

Ante ello, no puede ignorarse la reiterada advertencia de especialistas que resaltan el riesgo que el conflicto escale geométricamente y desemboque en un escenario de violencia exacerbada, que ya se ha evidenciado más en Chile, donde políticos y analistas vienen enfatizando en la posibilidad que la cuestión mapuche termine derivando en una situación equiparable a luctuosas experiencias de otros países de la región, como fue el caso de los conflictos bélicos internos que azotaron a Perú y a Colombia en tiempos recientes, o incluso se convierta en una pugna de tinte separatista, secesionista y sedicioso.

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