Ya lo dijo Jesús: “Por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado”. (Mateo 12:37).
Es que la lengua humana es una bestia que pocos dominan: siempre está forcejeando para escapar de su jaula. Si no se la controla, se vuelve contra uno, y vienen los problemas.
No hay que abrir demasiado la boca. Tan importante es mantener la boca lo más cerrada posible, que hasta el genial Leonardo Da Vinci le dedicó al asunto éste escrito:
“Las ostras se abren por completo cuando hay luna llena, y cuando los cangrejos ven una ostra abierta, tiran dentro de ella una piedrita o un trozo de alga, para que la ostra no pueda volver a cerrarse, y el cangrejo pueda devorarla. Éste es también el destino de quien abre demasiado la boca: se pone a merced del que lo escucha”.
En otras palabras, Da Vinci quería decir que uno es amo de su silencio, y esclavo de sus palabras.
Dentro de la fauna política, hay abundantes ejemplos de personas incapaces de controlar sus palabras, y que por lo tanto son incapaces de controlarse a sí mismo. Por éste camino, a la larga terminan siendo indignos de credibilidad y de respeto.
Ya lo dijo una vez el político y memorialista francés Jean-Francois Paul de Gondi, más conocido como Cardenal de Retz: “Para un ministro es más perjudicial decir tonterías que cometerlas”.
También, en cierta oportunidad un artista norteamericano que pasaba revista a los desengaños que había padecido, concluyó: “Aprendí que uno tiene más poder cuando se calla la boca”.
“Volveré y seré millones”
Hablando de palabras, una vez se la escuchó a Eva Perón decir: “Volveré y seré millones”.
Pero esas palabras no salieron de su mente, ni de su corazón. Eran palabras atribuidas al líder indígena Túpac Katari, quien, antes de ser descuartizado por los españoles en 1781, habría dicho: “A mí sólo me mataréis, pero mañana volveré y seré millones”.
Tras la muerte de Eva Perón, en 1952, el poeta militante José Castiñeira de Dios (quien trabajaba en la Fundación Eva Perón) incluyó dichas palabras en un poema dedicado a su extinta jefa. Una de las estrofas decía: “Aunque la muerte me tiene/ presa entre sus cerrazones/ yo volveré de la muerte/ volveré y seré millones”.
Y eso quedó –muchos hasta hoy así lo creen- como “una célebre frase de Eva Perón”.
Eva Perón tenía quien le escriba sus libros y sus discursos, por lo que muchas frases que la mitología evitista le atribuye en realidad no son suyas, ni le pertenecen.
Uno de sus libretistas fue Francisco Azpiri, quien durante el gobierno militar Farrell-Perón, en Radio Belgrano le escribía sus monólogos, y en 1947 la acompañó en su gira europea.
Ella, como en sus tiempos de actriz de radioteatro, sabía declamar las palabras de aquellos discursos.
Eva Perón también “hablaba” a través de su confesor y consejero espiritual Hernán Benítez de Aldama, sacerdote jesuita y peronista, autor del texto que ella leyó en su audiencia con el papa Pío XII.
Éste cura venía acompañando a Perón desde la revolución militar de 1943. En 1947 organizó el viaje de Eva Perón a España, y a su regreso fue Director Espiritual de la Fundación Eva Perón y profesor de Ética Peronista en la Escuela Superior Peronista.
Eva Perón también contrató al periodista español José Peñeralda de Silva para que escriba La razón de mi vida.
Nunca nadie, en la Argentina, ganó tanta plata con un libro, como ella con esa obra. Todo el mundo debía tenerlo, y hasta era de enseñanza obligatoria en las escuelas públicas.
La cuestión es que pocos son los políticos que escriben los libros, discursos o columnas periodísticas que llevan su firma.
Con sus propias palabras, no lograrían ganar un voto: toda su elocuencia o agudeza la deben a quienes les escriben.
Son explotadores de talentos ajenos. Los periodistas, escritores y operadores de prensa hacen el trabajo, y ellos cosechan los elogios y aplausos.
Cuestión de interpretación
Habría que señalar, además, que las palabras tienen otra curiosa cualidad: la de ser interpretadas de acuerdo con el estado de ánimo, creencias, convicciones, e incluso las inseguridades de quien las recibe.
Ni los mejores argumentos tienen una base sólida, porque las palabras son de naturaleza escurridiza.
Por eso es que hay tantas personas que, coincidiendo con uno, después, aunque más no sea por comodidad o simple hábito, vuelven a caer en su pensamiento original.
El poder de la palabra no tiene poder sobre una creencia atornillada en la mente de alguien.
“Cuando alguien sostiene una creencia muy arraigada, y se le presenta pruebas que van en contra de esa idea, la nueva evidencia no podrá ser aceptada. Debido a que es tan importante proteger esa creencia, automáticamente se ignorará, e incluso se negará con todo tipo de excusas toda información que ponga en peligro su ideología”, explicó un autor.
Como precisamente es eso lo que sucede con los fanáticos, frente a ellos lo mejor es ahorrar palabras y energías para dedicarlas a otras cosas.
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