El 30 de septiembre se aprobó en la Ciudad de Buenos Aires el Juicio por Jurados para casos de homicidios y violaciones. La Legislatura porteña estableció que será obligatorio en los delitos graves contra la integridad sexual o la vida, que tengan una pena de 20 o más años de prisión, y el acusado y su defensor pueden solicitarlo para el resto de los delitos.
Si bien la Constitución de 1853 estableció el Juicio por Jurados, la modalidad según la cual un grupo de ciudadanos seleccionados para cada caso dictamina si los acusados en esa causa son o no culpables se aplicó por primera vez en Córdoba en 2005, y aún tiene un largo camino por recorrer.
Según datos de la Corte Suprema de Justicia, hasta 2019 -último año antes del cierre de los tribunales por la cuarentena- se habían celebrado poco más de 500 juicios por jurados en el país. Entre los desafíos que fue enfrentando su implementación, hay uno que amerita un debate en profundidad: el perfil psiquiátrico y la salud mental de quienes, como integrantes de un jurado, van a decidir sobre la libertad de una persona.
La ley establece que los jurados deben integrarse por doce personas comunes (ciudadanos de entre 18 y 75 años que sepan leer y escribir), que deberán valorar la responsabilidad del acusado en un hecho delictivo para declararlo “culpable”, “no culpable” o “no culpable por razones de inimputabilidad”. Sus veredictos solo podrán ser unánimes.
Las preguntas son muchas. ¿Están capacitados los ciudadanos comunes para analizar pruebas y decidir la suerte de un acusado? ¿El juicio por jurados es una manera de acercar la Justicia a la sociedad o se trata de una “demagogia punitiva”? ¿Fiscales y abogados están preparados para presentar casos y lograr que personas ajenas al Derecho hagan una evaluación objetiva de las pruebas? ¿Es suficiente el sentido común para alcanzar un veredicto justo? ¿Pueden estas personas evaluar cuestiones tan complejas como la inimputabilidad?
Antes de ensayar respuestas a estos interrogantes, aclaremos que algunas de ellas bien podrían caberle a los administradores “profesionales” de justicia. ¿Tienen los jueces las capacidades psíquicas apropiadas para poder decidir sobre la vida, la economía, la salud y la educación de las personas? ¿Quién los evalúa? ¿Qué mecanismos hay para proteger a la ciudadanía ante situaciones en que la salud mental de los que mandan no está clara?
En los Juicios por Jurados, la evaluación de las pruebas expuestas durante las audiencias orales la hace el jurado popular. El juez encuadra y ordena la presentación de esas pruebas, pero quienes las evalúan y luego deciden son personas que en general desconocen las cuestiones vinculadas al Derecho.
Por ello, la implementación de esta modalidad cambia la estructura de los juicios y tiene un abordaje completamente diferente a un juicio ordinario. Esto hace que jueces, fiscales, abogados y peritos deban cambiar la exposición de las pruebas en las audiencias orales, “bajando” conceptos muy técnicos o a un lenguaje llano, para que los jurados los puedan interpretar, sacar conclusiones y arribar a un veredicto que el juez luego transformará en sentencia.
Bajo esta modalidad, entonces, entran en juego variables que no existían o eran menores en los juicios ordinarios: desde la manera de expresarse ante el jurado hasta la solidez de los argumentos, el uso de ejemplos y otros recursos para facilitarle la comprensión de temas complejos a gente común que necesita entender acabadamente los hechos para llegar a una conclusión. Para ello, se debe trabajar la capacidad performática, la oratoria y hasta se ha recomendado tomar “clases de teatro” a los fiscales y abogados defensores.
La salud mental de los que juzgan
Del otro lado del estrado, el gran interrogante es quién -y en caso de hacerlo, cómo- evalúa la salud mental de las personas que juzgan delitos gravísimos y van a decidir sobre el futuro del imputado.
La experiencia mundial indica que entrevistas realizadas por profesionales de la salud mental son claves para discriminar quiénes se encuentran aptos para desempeñar ese rol. Al día de hoy, son los abogados “a ciegas” los que pueden “descartar” a algún/os integrante/s, pero solo a efecto de lograr su objetivo/estrategia y en base a suposiciones sobre posibles beneficios/perjuicios que esa persona puede traerle a su representado.
Que la salud mental de los jurados -y de los jueces- no esté bajo ninguna lupa es una deuda que, quizá, sea hora de saldar.
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