Todas las tragedias se llaman Lucas

Lo mataron dos chicos apenas mayores que él a una cuadra de su casa. Tenía 17 años y había recuperado la rutina de ir al colegio en bicicleta hacía sólo cuatro meses. Una rutina que interrumpió un homicidio desgarrador, en medio de una seguidilla fatal. Como si la rutina a la que tuviéramos que acostumbrarnos, y ya no por la pandemia, fuera la muerte

Lucas tenía 17 años cuando salió de su casa para ir a la escuela y fue asesinado

Hace un rato lloramos otra vez con una amiga. Lucas Cancino tenía la edad de nuestros hijos, la misma rutina que ellos: el café con leche apurado y el beso antes de agarrar la bici para ir al colegio. La rutina que la desidia, más que la pandemia, les arrebató por demasiado tiempo y que, en Quilmes, donde vivía con su mamá y su abuela, Lucas había recuperado hacía sólo cuatro meses. Una rutina que interrumpió una muerte que es desgarradora porque tiene la cara de todos los miedos, en medio de una seguidilla de muertes. Como si la rutina a la que tuviéramos que acostumbrarnos –por la desidia y ya no la pandemia– fuera otra vez la muerte.

¿Cuántas tragedias caben en un nombre, en un instante, en una imagen?

Nos pasó a muchos el miércoles pasado a la mañana: a la hora en que nuestros chicos entraban a clase, nos quebramos de tristeza y de impotencia ante esa abuela con la vida apenas rota en la puerta de su casa. Una abuela zombie, desencajada, rodeada de policías, con la sangre del nieto que se le fue en los brazos sin que pudiera hacer nada como última huella de una identidad que le quitaron con él.

Lucas quería ser ingeniero. Tenía 17 años. Su abuela, 85. Los adolescentes y los adultos mayores fueron los grupos más castigados por el aislamiento obligatorio. ¿Un año y medio de encierro a la edad de descubrir el mundo es menos dramático que a la edad de no perdérselo? Un solo puntazo borró incluso esa pregunta y toda lógica generacional: a Lucas le robaron ese tiempo en vez de la bicicleta y el celular por los que lo mataron. La bicicleta quedó tirada a la vuelta de su casa, donde lo hirieron de muerte. La mamá se la había regalado hacía un mes. Los asesinos ni si quiera se la llevaron. Los testigos los vieron correr hacia el barrio de emergencia a pocos metros que, dicen, no para de crecer.

El entierro de Lucas en el cementerio de Ezpeleta (Gustavo Luis Gavotti)

El Chancho Rivas y Convulsión Mejía tienen sólo dos años más que Lucas. Quedaron filmados por las cámaras de seguridad de un vecino y fueron detenidos el mismo miércoles: tienen antecedentes por robos en los últimos meses. Uno de ellos estuvo preso en junio de 2020 por robar una moto y fue liberado cuatro días más tarde; según el expediente, el arma que usó no funcionaba. No son menores, pero son chicos a los que también les robaron el futuro: las últimas mediciones oficiales admiten que casi la mitad del país vive en la pobreza.

Son cifras mayores que las que a fines de los noventa se repetían en los papers que hablaban de la descomposición del entramado social. El panorama de entonces parece hoy exponencial: la misma falta de expectativas que termina por dividir a los jóvenes entre los que quieren y pueden irse, y los que, como el Chancho y Convulsión, han sido tan marginados que no valoran la vida; la ajena no vale ni una bicicleta, pero eso es porque antes tampoco vale la propia. Y en el medio están los chicos como Lucas, que sueñan igual, que pedalean igual, que fueron criados, como alguna vez nosotros, para creer que si la educación ya no los iba a salvar, tal vez al menos podía evitar que se quedaran afuera.

Es ese el sueño que murió en brazos de una abuela el miércoles. El de la posibilidad.

Los detenidos por la muerte de Lucas Cancino

¿Cuántas tragedias caben en un nombre, en un instante, en una imagen?

La educativa, la social, la de una sociedad que más allá del discurso y de las acusaciones, se resignó a la desigualdad. La tragedia de un ministro que tiene tiempo –y oficio– para amedrentar ciudadanos, del mensaje que significa para todos el regreso al gabinete ¡y a ese cargo! del inventor de la sensación de inseguridad. Y la tragedia de la inseguridad más ignorada, que es la que transcurre en los bordes, ahí donde un chico que vive con su abuela, su tía, sus primos y su mamá, atraviesa todos los días una calle a la que el Estado no llega ni va a llegar; ahí donde la rutina es saber que a vos también te puede pasar.

La tragedia de esa familia, la de sus compañeros y amigos, la de los quilmeños que piden respuestas y se encuentran con tuits, de la intendenta y de los dos ministros, el bonaerense y el nacional, que ya se felicitaron por resolver el caso y aseguran que el problema es judicial. La de un país que se nos terminó de romper en la cara con la vida de Lucas.

¿Cuántas tragedias caben en un nombre?

Todas. Todas nuestras tragedias hoy se llaman Lucas.

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