“Sensaciones de inseguridad” que se hacen realidad

Una de las principales funciones del Estado es brindarle seguridad a los ciudadanos. Este objetivo difícilmente pueda lograrse con funcionarios que sostienen teorías penales “zafaronianas” que hacen de la benevolencia con los delincuentes una bandera

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Protesta en reclamo de seguridad en Quilmes (Gustavo Gavotti)
Protesta en reclamo de seguridad en Quilmes (Gustavo Gavotti)

Los hechos de violencia ocurridos en los últimos días reflejan claramente la incompetencia de este gobierno en materia de seguridad, que se suma a la paupérrima gestión que desarrolla en prácticamente en todas las áreas. En especial, el flagelo de la inseguridad es un grave problema que no solo está vinculado con el deterioro de la situación económica y social, sino también con parámetros ideológicos muy arraigados en gobiernos de naturaleza populista como el que tenemos en la Argentina, para los cuales la culpa de estos hechos violentos no es de ellos ni de los delincuentes, sino de la “sociedad” misma (que supuestamente no les ha brindado a estos últimos las “oportunidades” necesarias para vivir en forma civilizada), y para quienes los delincuentes son, en realidad, las verdaderas víctimas de una educación que no han podido tener.

Esta patética concepción de los gobernantes populistas los exime de toda responsabilidad en materia de inseguridad, y mientras tanto quienes somos decentes y civilizados debemos encerrarnos tras las rejas para protegernos del delito y para sobrevivir a la impericia de quienes deberían cuidarnos.

Por sostener estas teorías penales nefastas, al populismo le resulta incómodo poner presos a quienes delinquen por “no haber tenido esas oportunidades”, endurecer las leyes penales y procesales para evitar que se active siempre la “puerta giratoria” de las cárceles, revisar la edad de imputabilidad de los menores, y prevenir el delito apostando agentes de seguridad con la capacidad necesaria para repelerlo.

Uno de los objetivos que tuvo el constituyente de 1853 al sancionar la Constitución Nacional, fue el de “afianzar la justicia”; pues difícilmente pueda lograrse ese objetivo con absurdas elaboraciones penales “zafaronianas” que hacen del abolicionismo y la benevolencia con los delincuentes una bandera.

No se violan derechos humanos en un país cuyas autoridades sancionan leyes con penas duras para los reos, y cuyos jueces juzgan de igual modo a quienes no tienen parámetros de convivencia adecuados. Ello sería perfectamente compatible con Ley Suprema, la que, a la hora de referirse a las cárceles, establece que ellas no deben tener por finalidad castigar a los reos, sino brindar “seguridad” a la sociedad. Pero al mismo tiempo que propicia separar a los delincuentes del resto de la comunidad mientras se cumplan las condenas, declara que las cárceles deben ser sanas y limpias, porque por grave que sea el delito cometido, sus autores tienen que cumplir sus aislamientos en lugares dignos, que no perjudiquen la salud física y psíquica de los mismos. Aunque no esté expresamente declamado en el texto constitucional, lo que se pretende de un “encarcelamiento” es recuperar los valores de convivencia perdidos por el reo.

La problemática de la inseguridad puede simbolizarse como una cadena, siendo cada eslabón un aspecto diferente a contemplar y a resolver, tales como la prevención, la legislación disuasiva, una justicia expeditiva y lugares de detención adecuados para la recuperación de los detenidos en ella. Avanzar en forma aislada sobre cada uno de esos eslabones no es suficiente; por el contrario, es necesaria una política penal abarcativa de todos ellos. Sin embargo, quienes sufren menos cuando cae un policía que cuando muere un delincuente, se niegan a abordar todas esas responsabilidades en conjunto, porque creen que hacerlo es una bandera de “la derecha”, como si la inseguridad no fuera una cuestión de Estado que sobrevuela y perjudica a todo el espectro ideológico.

Sería positivo que también comprendan los autoproclamados “dueños” de los derechos humanos y autodenominados “garantistas”, que, como lo señalé antes, el objetivo principal y constitucional de cualquier política en materia penal, es proteger a la sociedad y no al reo, aunque a éste no se lo deba tratar inhumanamente ni privarlo del derecho a resociabilizarse, porque inclusive también logrando ese objetivo se protege a la sociedad, cuyos miembros, al finalizar el tiempo que dure una condena, recibirán nuevamente en su seno a un sujeto recuperado para la convivencia.

Estamos muy lejos de lograr ese objetivo sociabilizador, porque la realidad es que las cárceles en nuestro país son ámbitos en los que los delincuentes perfeccionan sus errores y defectos. Mientras tanto la dirigencia sigue discutiendo sobre las penas, sobre la edad necesaria para la imputabilidad, sobre el estado de las cárceles y sobre el origen de los que delinquen, quienes continúan haciendo estragos en una sociedad cuyos integrantes necesitan a un Estado fuerte en esta materia, y no de gobernantes que dilapiden recursos con subsidios eternos, reglando viajes de egresados, heladeras, pañales y cuanta prebenda se les ocurra para lograr el favor de la gente.

Una de las principales funciones que el Estado debe asumir a través de sus gobernantes es el de la seguridad; pues difícilmente ello pueda lograrse con funcionarios que sostienen teorías penales absurdas, inútiles para la prevención del delito, inútiles para la protección de la sociedad; y particularmente con ministros de Seguridad que dedican su tiempo a amenazar a dibujantes, y para quienes la inseguridad no es sino, apenas, “una sensación”.

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