Dada las características de los lectores de este medio, no necesito referirme al significado de la ley de oferta y demanda pero estimo pertinente aludir a un aspecto clave de la teoría monetaria al efecto de poner algo de luz en un debate que se torna recurrente sobre esta materia que en no pocas oportunidades aparece opaco y pastoso.
Lo primero es recordar que la causa de la inflación consiste en la expansión exógena de dinero, es decir, en su aumento debido a razones políticas, extra mercado. Y la consecuencia central del proceso inflacionario estriba en la alteración de los precios relativos.
En otros términos, en un mercado abierto donde se siguieran las recomendaciones iniciadas en 1976 por el premio Nobel en economía Friedrich Hayek en su tan difundido libro en cuanto a la urgencia de independizar el dinero del aparato estatal para que la gente pudiera elegir el signo monetario de su agrado, en ese caso las producciones de moneda dependerán de las respectivas demandas. Si aumenta esa demanda, el valor de la unidad monetaria se eleva, lo cual es equivalente a decir que el poder adquisitivo se incrementa que es una señal para producir más dinero. Por ejemplo, supongamos que la gente prefiere el patrón oro de mercado, en la medida en que se eleva su demanda se hará más atractivo y económico explorar yacimientos auríferos y la consiguiente extracción significa una producción adicional endógena de dinero, a saber, aumento querido por el mercado. Los partidarios de contar con moneda de mercado no sostienen que la base monetaria debe ser constante. Salvando las distancias, es lo mismo que la producción de lechuga: su cantidad dependerá de lo que se requiera de esa verdura.
Decimos que el efecto de la inflación es el deterioro de los precios relativos, es decir, son los únicos indicadores con que cuentan los operadores económicos para conocer dónde hay rentabilidad y dónde no la hay (lo cual es otra manera de expresarse sobre el uso adecuado de los siempre escasos factores de producción). No es “el aumento generalizado de precios” como a veces equivocadamente se concluye puesto que si todos los precios galoparan al mismo ritmo (y tengamos en cuenta que los salarios son un precio) no habría problema con la inflación ya que no habría desequilibrio entre precios y salarios. Incluso no habría problema si la expansión fuera del cincuenta por ciento semanal, eso sí tendría que trasladarse el dinero en carretillas, habría que modificar las columnas en los libros contables, habría que introducir cambios en las computadoras pero, como queda dicho, no tendría lugar el fenómeno central del angustiante, desgastador y perverso desequilibrio entre precios e ingresos.
La expansión exógena va tocando distintos sectores en distintos momentos lo cual acelera la referida distorsión en los precios relativos. Pero incluso si se tirara el dinero desde un helicóptero en proporción a los ingresos de cada cual, como las preferencias son distintas las distorsiones aludidas irrumpen sin remedio. Como ha repetido otro premio Nobel en economía, Milton Friedman, la causa de la inflación es siempre monetaria y llevada a cabo por los gobiernos mientras sigamos con el fetichismo de la banca central. Por eso Friedman en sus conferencias en Israel en 1973 consignadas en su libro titulado Moneda y desarrollo económico nos dice: “Llego a la conclusión que la única manera de abstenerse de emplear la inflación como método impositivo es no tener banco central”. Y en su último libro sobre asuntos monetarios de 1992 titulado Monetary Mischief nuevamente concluye que “la moneda es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de banqueros centrales.”
La referencia a las denominadas “causas multifacéticas” de la inflación son una muestra de la ignorancia en la materia y para disimular la falsificación y la estafa que realizan los gobiernos vía la banca central -sea de modo independiente o recibiendo instrucciones de burócratas instalados en otros reparticiones- ya que en cualquier circunstancia los banqueros centrales solo pueden operar en una de tres direcciones: expandir, contraer o dejar inalterada la base monetaria. Y cualquier decisión inexorablemente altera los precios relativos. La banca central no tiene salida, puede haber un asunto de grado más no de naturaleza: siempre será distinto a lo que la gente hubiera preferido. Si se pretendiera un contrafáctico preguntando qué ocurriría si los banqueros centrales tuvieran la bola de cristal y procedieran como lo hubiera hecho la gente, habría dos respuestas simultáneas: si hace lo mismo no hay razón para intervenir con ahorros de honorarios de funcionarios y, por otra parte, como no hay bola de cristal, el único modo de conocer las preferencias de la gente es dejarla que se exprese libremente.
Tampoco hay tal cosa como el generar inflación a puro rigor de expectativas ya que si alguien tiene la idea que los precios subirán y se anticipa a hacerlo con sus productos a la venta y no está convalidado por expansión monetaria previa deberá revertir su decisión si quiere evitar la quiebra. No es entonces debido a las expectativas que suben los precios sino por la expansión gubernamental (o contracción si se tratara de una deflación). En la misma línea argumental, el incremento de algunos costos nada tiene que ver con la inflación. Si sube el costo de cierto bien hay la posibilidad de seguir consumiendo la misma cantidad reduciendo el consumo de otros bienes o consumir menos del bien en cuestión al efecto de adquirir la misma cantidad de los otros.
En resumen, la sola modificación de la demanda de dinero hacia la baja no tiene relación causal alguna con la inflación a menos que se deba precisamente a la previa depreciación de la unidad monetaria por la expansión gubernamental pero no es debida a la caída en la demanda de dinero en sí misma sino que, reiteramos, en este caso se debe a la falsificación de dinero que provocan los aparatos estatales como un tributo no legislado y que afecta muy especialmente a los más necesitados. En este contexto los cambios en la demanda de dinero son una consecuencia de la estafa inflacionaria y no su causa. Dejando esto de lado, los cambios en la demanda de dinero sean caídas o incrementos libremente concebidos en el mercado son simplemente una representación de las preferencias del público y, por ende, la consecuente modificación de precios en esa situación responde a fenómenos endógenos.
En una próxima columna más extensa volveré sobre este tema monetario (a lo que agregaré las implicancias de los diferentes sistemas bancarios) vinculado a las reiteradas crisis económicas. Solo consigno aquí que en nuestro medio para revertir el mal endémico de la inflación -no referido a la antigua Caja de Conversión- más recientemente y por una razón de marketing se recurrió a la expresión “convertibilidad” a pesar de que en la literatura económica significa el intercambio de un recibo (billete) por mercancía (en nuestro caso, metálico) y no un papel de un color por otro papel de otro color que en rigor remite al modelo de tipo de cambio fijo con política monetaria pasiva. Una situación que terminó muy mal debido al déficit y la deuda producto del incremento del gasto público, además de la corrupción ajena al Ministerio de Economía pero abultada en otras reparticiones.
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