Según indicadores reconocidos, como consecuencia de la pandemia del COVID-19 y las decisiones adoptadas por los gobiernos, el Annus Horribilis de 2020 podría marcar el inicio de una nueva década perdida para las naciones de América Latina.
En promedio, los países de la región han experimentado una retracción económica promedio del 8 por ciento de sus economías, provocando un dramático incremento en las tasas de pobreza.
Los hechos tienen lugar en el marco de un déficit evidente en la coordinación regional y un deterioro notable de los mecanismos multilaterales del sistema interamericano y sudamericano. Una realidad derivada en buena medida a causa de una política de división política y una tendencia de muchos de nuestros gobiernos -incluyendo la actual administración de Argentina- a privilegiar relaciones en función de criterios ideológicos en detrimento de las razones de Estado.
Pero las consecuencias de la pandemia y de las respuestas estatales a dicha tragedia despertaron otras reacciones. Acaso igualmente inquietantes. Según un estudio de Latinobarómetro publicado recientemente, las mismas generaron una crisis profunda en la confianza de los pueblos con respecto a las instituciones del Estado. Dicho informe indica la inquietud de que un incremento de las desigualdades pueda repercutir en el riesgo de que los gobiernos giren hacia regímenes autoritarios, en un marco en el que, según dicho reporte, apenas el 49% de la población apoya la democracia y sólo el 6% dice que en su país hay una democracia plena.
Dichas percepciones, naturalmente, han surgido a partir de las pobres respuestas que los diferentes gobiernos han adoptado, restringiendo libertades y derechos individuales sin que ello repercutiera en evitar la propagación del virus.
Lamentablemente esta realidad no solamente se ha verificado en nuestro país. En rigor, probablemente la Argentina ofrezca uno de los peores desempeños en el manejo de la pandemia. La absurda decisión del Gobierno Nacional de decretar una cuarentena interminable cuyas consecuencias fueron socialmente espeluznantes, económicamente devastadoras y sanitariamente contraproducentes, trajo inevitablemente consecuencias gravísimas tal como advertimos oportunamente sin ser escuchados.
Los argentinos tuvimos que soportar el oprobio de las escuelas cerradas durante más de un año -con las consecuencias inimaginables sobre la educación y la psicología de nuestros niños-, fronteras cerradas, restricciones hasta el absurdo a la circulación, a la salida y el ingreso del país y hasta asistimos a detenciones de ciudadanos por hechos inocentes e insignificantes como salir a la calle para pasear un perro o ir a una plaza o un parque a caminar.
Mientras tanto, el Gobierno Nacional contribuyó a deteriorar más la confianza de los argentinos en las autoridades a través de una política demencial de elegir vacunas no en base a criterios científicos sino por razones ideológicas. Una circunstancia que determinó que la Argentina fuera uno de los países que más lentamente inoculó a su población con la consecuencia de que miles de personas que podrían haber evitado contagiarse terminaron enfermándose y en muchos casos muriendo.
Pero como si ello fuera poco, el Gobierno Nacional en sus más altas esferas organizó un “vacunatorio vip” para favorecer a los amigos del régimen al tiempo que mientras confinaba a los argentinos violaba sus propias normas de encierro, con fiestas que sólo ellos pudieron impunemente realizar, provocando un daño irreparable en la ejemplaridad necesaria que toda autoridad necesita demostrar.
En definitiva, en estos casi dos años de gobierno, la Administración Fernández-Kirchner no solamente no ha podido revertir el curso declinante de la Argentina de las últimas décadas sino que ha aumentado los problemas existentes.
Pero los países son, finalmente, lo que sus dirigentes hacen en medio de un contexto que no controlan. Por ello es fundamental diseñar una hoja de ruta para dotar a la Argentina de un proyecto político y económico que revierta la sensación de decadencia que nos embarga y nos proyecte hacia el futuro.
La cuestión pasa por cómo morigerar las consecuencias de la pandemia y reiniciar un camino de crecimiento mediante una economía de mercado con inclusión social. Ello requerirá un urgente programa de estabilización monetaria para lograr controlar la inflación, volver a tener moneda y bajar la pobreza, tal como se logró en la denostada década del noventa durante el gobierno justicialista de Carlos Menem.
Al tiempo que es imperativo revisar el paradigma estado-céntrico que detrás de un discurso del “Estado presente” esconde un elefantiásico gasto público consolidado entre los tres niveles de gobierno (Nación, Provincias, Municipios), que en los veinte años que transcurrieron desde la crisis del 2001/2002 se elevó desde el 30 al 45 por ciento sobre el Producto Bruto Nacional,
Dicha política deberá fomentar genuinas condiciones para incrementar el ahorro para revertir la tasa de inversión extremadamente baja que presenta la Argentina de nuestros días, conspirando contra toda posibilidad de crear puestos de trabajo genuinos.
Desde el Peronismo Federal y Republicano, en el marco de nuestra pertenencia a Juntos por el Cambio, ofreciendo a los argentinos una alternativa electoral para frenar el ímpetu destructivo del Kirchnerismo y ayudar a resolver los problemas del país.
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