Fue el año y medio de los epidemiólogos, de los infectólogos, de los fanáticos de modelizar lo que sea y creer que se puede predecir con absoluta certeza qué sucederá. La figura del epidemiólogo-rey, conceptualizada por Alejandro Bongiovanni, se erigió como estandarte de un movimiento que encontró la excusa perfecta para tratar de manejarnos la vida. Una suerte de quintaesencia de la planificación central que pudo, a través del miedo y el temor, instalarse en el centro de la escena para regular con puño de hierro. Poco a poco comienzan a notarse los efectos de las medidas prohibitivas que se tomaron: las consecuencias de haber cerrado las escuelas, de no haber permitido que la gente se esparciera, de todos aquellos que quebraron y vieron desaparecer sus proyectos de vida, y tantas otras historias mínimas -y no tan mínimas- que irán dejando su huella en los años por venir.
Ya explicaba Frédéric Bastiat la diferencia entre lo que se ve y lo que no se ve. Mediante la falsa dicotomía de salud o economía, vimos cómo la Argentina se sumía en una marea de decretos y resoluciones administrativas que decidían por nosotros si podíamos salir a dar una vuelta por el parque, encontrarnos con nuestros amigos o familiares, tomar una cerveza, salir a trabajar o cualquier cosa que se nos ocurriera. Lo que se ve, se siente. Lo que no se ve, tarda un poco más en mostrarnos su jugada pero, más tarde o más temprano, el velo se corre y la escena se desarrolla íntegra. El escenario desnuda a sus personajes, se echa luz sobre lo que antes la oscuridad invisibilizaba. El emperador pierde su ropa, y el ciudadano de a pie también. Nos acostumbramos, tristemente, de una forma muy mansa y veloz a conceptos e ideas que, con la distancia, probablemente nos sorprendamos ante nosotros mismos que se adoptaran de la forma en que se hizo. Esenciales, no esenciales, presencialidad, aislamiento, distanciamiento, contacto estrecho, hisopado, barbijos, tapabocas, ocupación hospitalaria, coronavirus, entre tantos otros más. Argentina ya era un país repleto de directores técnicos y economistas. Ahora también es un país repleto de epidemiólogos. A todos nos cabe, un poco, el sesgo.
Desde que arrancó la pandemia se viene hablando de la pospandemia y de la nueva normalidad. Dos términos que no terminan de quedar del todo claros. ¿De qué hablamos cuando hablamos de pospandemia? ¿La nueva normalidad ya llegó o es sólo un decir? ¿Antes vivíamos en la vieja normalidad y no lo sabíamos? ¿Qué significa normal? ¿Se trata de una regularidad, de una habitualidad, de la costumbre? Me atrevo a decir que, otra vez, desde lo conceptual erramos el rumbo si nos guiamos con estos conceptos impuestos en los primeros días de este periplo. Es que, difícilmente, podamos hablar de una pospandemia cuando el mundo va demostrando los diferentes ritmos con los que se va manejando toda esta situación. Así como el propio Luis Lacalle Pou, presidente de Uruguay, hablaba de éxitos relativos y temporales con respecto a la gestión pandémica, lo mismo puede decirse sobre el pasaje a una nueva instancia en este recorrido global. No habrá un día en el que la pandemia se termine sólo porque un político lo decretó, por más que Alberto Fernández y su séquito así lo crean, que la pandemia se termina por una norma, por un designio, por una frase. Si fuera tan fácil, Argentina ya no tendría inflación hace rato.
Algunos países, en retrospectiva, se manejaron mejor. Respetaron las libertades individuales de sus ciudadanos y residentes. Trataron de no complicarles la vida más allá de lo mínimo y necesario, dado el contexto. Sabían que no se podía paralizar todo de la noche a la mañana, que no era sano, que no era lógico, que no era conducente. Y que, luego, sería casi imposible encenderlo de la misma forma en la que se lo había apagado. El ex comisionado de la Food and Drug Administration (FDA) norteamericana, Scott Gottlieb, explicitó que es probable que la pandemia se vaya convirtiendo en una endemia, con carácter permanente en algunas partes del globo terráqueo. El COVID-19 vino para quedarse, esa parece ser una de las realidades a aceptar. Se suma al catálogo de enfermedades que aquejan a diario a la humanidad. ¿Podemos hablar de pospandemia cuando no es un momento claro y definido en el tiempo? ¿Es eso correcto? ¿O quizá deberíamos estar hablando de posrestricciones? Enfocarnos en un período nuevo en el que dejemos atrás todas las locas regulaciones, legislaciones y restricciones que aquejaron nuestras vidas y las complicaron aún más que lo que ya las complicaba la pandemia.
Es hora de que pensemos en el día después, un día después que va a ser un día distinto en cada lugar en el que nos encontremos. Un día después en el que quienes nos gobiernan no vuelvan a pensar en la posibilidad de coartar nuestras libertades más esenciales y nuestros derechos más fundamentales. El debate ya no pasará por la pandemia, vendrán otras, aunque no lo queramos. Ésta no fue la primera. No será la última. Debemos bregar y luchar para que ésta sí sea la última en la que la respuesta sea no respetar las constituciones. Que la discusión sea sobre el mundo posrestricciones, no sobre el mundo pospandémico. Porque el precio de la libertad, como decía Thomas Jefferson, ya lo sabemos. Y también sabemos lo mucho que cuesta recuperarla cuando nos la quitan.
* Director de Investigaciones Jurídicas en Fundación Libertad