Hermenéutica de la amenaza

Ahora se discute si la amenaza que lanzó el ministro de Seguridad Aníbal Fernández al dibujante Nik, es una amenaza o no lo es. Aquí desarrollamos el arte de la interpretación de los textos mientras el miedo nos invade

El dibujo de Nik luego de recibir la amenaza de Fernández vía Twitter

Ahora resulta que discutimos si la amenaza que lanzó al dibujante Nik el ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, es una amenaza o no. Mérito del gobierno, uno de sus escasos, que logró a medias desviar el centro de la tormenta. Desarrollamos una hermenéutica de la amenaza, mientras el miedo nos invade: un gran negocio, de final incierto.

Qué dijo el ministro en su mensaje por tuit, ese medio extraordinario para ensalzar la mediocridad y el insulto: “Muchas escuelas y colegios de la CABA reciben subsidios del estado y está bien. Por ejemplo la escuela/colegio ORT. ¿La conoces? Sí que la conoces… ¿O querés que te haga un dibujito? Excelente escuela lo garantizo. Repito… ¿Lo conoces?”.

Como reveló el propio amenazado, sus hijas van al colegio que citó el ministro. El texto de Fernández fue publicado como respuesta a una crítica de Nik hacia el gobierno: primer elemento para juzgarlo como una amenaza. En las palabras de Fernández, el ministro, hay un tonillo burlón, un designio patotero, cierta ironía de taberna que sugiere también una amenaza: “Lo conocés, ¿no? ¿O querés que te haga un dibujito?”: segunda razón para juzgar como amenaza las palabras ministeriales. Luego, tercera razón que conduce a la amenaza, no hay país en el mundo donde un ministro se dirija a un ciudadano cara a cara, tuit a tuit, para comunicarle que sabe cuál es la escuela a la que van sus hijas, luego de una crítica del padre al gobierno que el ministro representa. Eso sólo pasa en la Argentina. Puede que pase también en la Venezuela de Nicolás Maduro, pero Maduro tiene años de indulgencia plena porque habla con los pajaritos.

Cuarta razón para juzgar a Fernández como amenazante, lo que subyace en el texto, subyace, pero emerge a la superficie a la menor raspadita, es un argumento simple y sencillo: si no nos temés, si sos valiente, o jugado, o estás harto, o cansado o dolido; si la vas de héroe, te vamos a meter miedo con lo que más querés: hijos, familia, bienes, sangre. Lo reveló el propio Fernández, dijo que, para él, “los hijos, la casa y las mujeres son templos”. Tomen nota.

Ahora bien, en lo técnico, en lo exacto y literal, ¿son esas amenazas? Sí, también. Pero puede que haya atenuantes de enciclopedia. Sin embargo, en la Argentina no se puede decir cualquier cosa y en cualquier tono. Menos un ministro. Hace casi medio siglo, durante el peronismo de la violencia, había dos revistas, una de izquierdas y la otra de derechas, que alimentaban la hoguera. Ambas tenían una sección destinada a la oposición. La revista “Militancia, que dirigía el abogado trotskista y luego secretario de Derechos Humanos del kirchnerismo Eduardo Luis Duhalde, lo hacía desde la sección “Cárcel del pueblo”, metáfora de dudosa elegancia. La revista “El Caudillo”, que financiaba el entonces ministro de Bienestar Social José López Rega y que ensalzaba los crímenes de la banda terrorista de ultraderecha Triple A, lo hacía desde una sección que generalmente encabezaba un título del tipo: “Oíme, gilito, a vos te hablo”, de sombría parábola.

La revista de izquierda apostrofaba a los opositores de derecha. Y viceversa. ¿Proferían amenazas? En lo técnico, no. Eran sólo furibundos artículos periodísticos, algunos muy naifs, otros lindantes con el mal gusto. Pero daba la casualidad, el azar, acaso la providencia, que quienes aparecían en la “Cárcel del pueblo o en “Oíme gilito”, caían luego asesinados en las calles de aquel país donde todo podía suceder.

El ministro Fernández no ignora esto. Nació en 1957, según su biografía oficial, de manera que en 1974 o 1975 tenía diecisiete o dieciocho años, pero empezó a militar en el peronismo a los catorce, siempre según sus biógrafos. Si ignora, o elude, o esquiva el peso de sus palabras, es porque quiere. Y porque quiere también que sus palabras pesen como pesan, que para negar siempre hay tiempo.

El ministro de Seguridad Aníbal Fernández y el dibujante Nik

Cuentan que un importante legislador solía despedirse de su eventual interlocutor, acaso aún lo haga, de modo muy cordial y con un: “Saludos a tu hijo/a, esposo/a, hermano/a que en este momento está en tal lado o haciendo tal cosa”. No fallaba un solo dato. Hay en el legislador, en el ministro Fernández y en el gobierno al que representa, un deseo de ejercer, o de demostrar que se ejerce, un control estricto de la vida privada, las decisiones personales y hasta los horarios del gimnasio de los ciudadanos. Lo hizo la hoy vicepresidente cuando, como presidente, apostrofó por tacaño a un abuelo que quería regalar diez dólares al nieto, o cuando fulminó al empleado de una inmobiliaria que se atrevió a revelar que la actividad del sector había decrecido.

Y cuando ese control se pone de manifiesto, cuando se exhibe sin pudor, cuando planea sobre el simple mortal todo el enorme peso del Estado, el desgraciado no puede ni debe ofenderse, ni temer, ni reaccionar. El último mensaje indirecto de Fernández a Nik decía: “Yo jamás lo agredí a Nik. Pero si él se sintió agraviado, le pido mis disculpas”. Eso es acusar a la víctima de paranoia.

No hace mucho, en una de sus habituales diatribas contra otras fuerzas políticas, los medios, el Poder Judicial o lo que se le cruce por la mente, la vicepresidente Cristina Fernández acusó a la oposición de pretender instaurar una “república de morondanga”.

La verdad es que una república de morondanga es aquella que tolera y justifica desatinos como los del ministro Fernández.

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