Hace muy poquitas semanas, cuando se conoció la foto del fatídico cumpleaños de Fabiola Yañez, Aníbal Fernández defendió al Presidente de la Nación con un argumento, como mínimo, controvertido: “¿Qué querían? ¿Qué la cagara a trompadas? Eso es de la Edad Media. Eso ya no se hace”. Al recibir críticas por la barbaridad que había dicho, Fernández explicó que lo malinterpretaron, que no era una expresión de violencia machista, que él en ningún momento quiso sugerir que eran mejores los tiempos en los que el marido ponía en caja a su mujer a las trompadas limpias. Digamos: la interpretación de Aníbal sobre lo que Aníbal había dicho era, como siempre, muy benigna y autocomplaciente, como suele suceder con las interpretaciones que hacen muchos seres humanos. Pero otras personas, que no sean Aníbal, podrían interpretar lo que dijo literalmente. “¿Qué querían? ¿Qué la cagara a trompadas?”, no era una manera razonable de explicar lo que ocurrió. Entre trompear a una mujer y participar de una fiestita en medio de la más rígida cuarentena, seguramente las personas razonables encuentran una alternativa. No era necesario cagar a trompadas a nadie. Con que el Presidente no se sumara a la celebración tal vez hubiera alcanzado.
Pero en todo caso, Aníbal fue siempre Aníbal. La pregunta obvia es, entonces: ¿a nadie se le ocurrió en el Gobierno que su designación, tarde o temprano, podía terminar en un escándalo como el que se vive en estas horas? Quien mejor lo describió fue Liniers, uno de los muy talentosos dibujantes que tiene la Argentina. “Tendré mis diferencias con Nik, pero estoy de acuerdo con él en que la expresión: ‘Sabemos a qué escuela van tus hijos’, por más disimulado que seas para decirlo, es bien de garca. Más si lo decís desde una postura de poder del Estado”. Algunos líderes del kirchnerismo tienen cierto problema con los dibujantes díscolos, desde que la propia Cristina Kirchner acusó aquella vez a Hermenegildo Sábat de haber publicado una caricatura “cuasimafiosa”. Quienes callan frente a estas cosas, después perderán el derecho a repudiar aprietes similares en sentido contrario si es que, como todo indica, los tiempos cambian. Si no reaccionan por una cuestión de principios, tal vez sería bueno que lo hicieran por autopreservación.
Pero, en todo caso, Aníbal fue siempre Aníbal. Hace mucho tiempo, en su célebre blog Ramble Tamble, el encuestador Artemio López celebraba sus ocurrencias en una sección que se llamaba “Anibaladas” o “Anibalismos”. Todavía se pueden encontrar con una breve búsqueda algunas de esas reacciones:
-”La marchita que se la metan en el culo”
-”La doctora Carrió está pirucha”
-”La señora Carrió no tiene los patitos en fila”
-”A la doctora Carrió no le sube el agua al tanque”.
-”No tomó la pastilla a la mañana y las cosas se complican”
-”La Iglesia debería revisar el comportamiento de sus miembros”.
-”El cementerio está lleno de imprescindibles” (por la renuncia de Alberto Fernández a la Jefatura de Gabinete en 2008).
- “Felipe Solá pertenece a la agrupación vengo por la mía”
-”A Felipe II se lo recordará en dos líneas del Manual del Alumno Bonaerense en dos renglones “.
-”Macri es un vago, vivió toda su vida de Franco”
Y así, hasta la eternidad.
Hubo, claro, otras “anibalismos” o “anibaladas” un tanto más incómodos, porque Aníbal nunca puede dejar de ser Aníbal, como nadie puede dejar de ser quién es. Aníbal Fernández fue el que intentó convencer a varios periodistas de que Maximiliano Kosteki y Darío Santillán habían caído en un enfrentamiento entre piqueteros y no acribillados por la policía. Luego, cuando una patota de la Unión Ferroviaria asesinó a Mariano Ferreyra, explicó en radio Mitre que la policía no había participado del operativo liberando la zona: años después, dos policías serían condenados exactamente por eso. En medio del conflicto entre aquel Gobierno y Clarín, Fernández alimentaba el fuego desde 678. Su momento más impresionante fue cuando posó con una remerita donde el logo de Clarín aparecía deconstruido, con el clarín introducido en el recto del muñequito que habitualmente lo sostiene. Un dirigente político que respondía a Fernández fue el que organizó la agrupación Hinchadas Unidas Argentinas, donde se cobijaba a temibles barras bravas. José Luis Meisner, el socio de toda la vida de Aníbal, terminó detenido por el escándalo internacional llamado Fifagate. Cada vez que los usuarios del tren Sarmiento se rebelaban contra la humillación que sufrían cada día, Fernández aparecía en televisión y acusaba a Pino Solanas, o al Partido Obrero, o al sindicalista Ruben Sobrero de haber participado en un complot incendiario. La policía detenía entonces a inocentes a los que nunca les pudo probar nada. Sobrero fue uno de los apresados en un operativo vergonzoso. Después, todo terminó en una tragedia. Aníbal anticipaba en los medios el devenir de juicios claves, como aquel en el que Mauricio Macri fue procesado por Norberto Oyarbide.
Aníbal siempre sostuvo que él perdió en el 2015 por culpa de una campaña donde se le adjudicaban vínculos con el narcotráfico. Es cierto que esa acusación nunca pudo probarse y tiene todo el derecho del mundo a quejarse por aquel episodio. Pero resulta que seis años antes, desde el corazón del poder al que él pertenecía, en medio de una campaña electoral, se armó un operativo para involucrar en el narcotráfico al candidato opositor Francisco de Narvaez. Fue ensordecedor. Los militantes pintaban las paredes acusando a De Narvaez de narco porque era colombiano. Pese a eso, De Narvaez ganó aquella elección y Aníbal perdió la suya. Seguramente habría otros motivos por los cuales era rechazado. Años después, sería derrotado también en una interna donde se presentó para concejal en Pinamar. Ayer, en medio de su extraño pedido de disculpas, Aníbal calificó como “hijo de puta” a Mauricio Macri. Siempre, pero siempre siempre, Aníbal es Aníbal.
No es el peor de los dirigentes que tiene el país ni, tampoco, faltaba más, un gran estadista, un maestro de la gestión. En todo el mundo, la política tiene personajes así.
Es lo que es.
Aníbal puede recordarle a un dibujante el colegio al que van sus hijos, errar en el dato de los subsidios o sostener que el Presidente no tenía otra opción que participar de un cumpleaños en medio de una pandemia porque no podía “cagar a palos” a su mujer como se hacía antes. Franco, explosivo, con cierto carisma, rápido y, también, un poco tenebroso: Aníbal es lo que es, siempre. Si la sinceridad es una virtud, Aníbal muere con las botas puestas.
Entonces, ¿qué hace en el lugar más visible del mundo luego de una derrota, en medio de una campaña?¿Ningune de les genies la vio venir?
Para Juntos por el Cambio es un regalo inesperado, gratuito, celebrado. Uno de tantos: como cuando la renuncia en masa de ministros, o los audios de Fernanda o la carta de la Jefa, o cuando toleraron que un dirigente muy importante dijo que ya no le gustaba, justo después de una derrota, la “democracia de alternancia”, o cuando designan en el equipo de Martín Guzmán a alguien que no está para nada de acuerdo con Martín Guzmán, o cuando se realiza un acto donde no se respeta, una vez más, el aforo que se le impone a otros.
¿Cuántos cajones de Herminio, para utilizar una expresión de otra generación, está dispuesto a quemar un Gobierno para poner a prueba su (maltrecho) sex appeal?
Alguien, una vez más, está pensando mal.
Y no es Aníbal.
Que nunca engaña.
Se da los gustos en vida.
Por eso, el problema no es Aníbal,
Aníbal, en verdad, es lo de menos.
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