La reinserción social de quienes pasaron por la cárcel

Pensar en la inclusión social para quienes transitaron por establecimientos penitenciarios, supone adentrarse en esa institución. Implica entrar en la prisión

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Cárcel de Devoto: el 24 de abril de 2020 se registró el último motín en esa prisión en pleno aumento de casos de COVID (foto de archivo)
Cárcel de Devoto: el 24 de abril de 2020 se registró el último motín en esa prisión en pleno aumento de casos de COVID (foto de archivo)

Hace solo 200 años (en Argentina algo menos) que algunos actos que son denominados y configurados como delitos, obtienen la respuesta estatal de una pena privativa de la libertad. Su fin legítimo es el de proveer a quienes las transitan de herramientas para abandonar las conductas que les llevaron allí. Así lo establece nuestra Constitución Nacional: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas…” (art. 18), y con más claridad desde 1994 cuando se incorporan tratados internacionales como la Convención Americana de Derechos Humanos: “Las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social de los condenados” (art.5.5); o el Pacto de Derechos Civiles y Políticos: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados” (art. 10.3).

Sin embargo, esta obligación contrasta con la realidad de nuestras prisiones. Como en el resto de América Latina, y dadas las condiciones socioeconómicas de desigualdad que nos son propias, las cárceles se encuentran sobrepobladas de personas con escasos recursos económicos, o sumidas en una pobreza estructural. Esta situación, que ha encontrado una profundización durante los procesos de reestructuración de los años 90 se mantiene en distintas medidas en la actualidad.

Aquella seguridad a la que refiere el texto constitucional requiere ser interpretada. Allí radica la importancia de quienes interpretan: los poderes del Estado, pero también la sociedad en su conjunto y, con ella, los medios masivos de comunicación.

Por ello, deviene necesario un cambio de mirada de parte de la sociedad respecto de las personas que pasaron por la cárcel, para que esa estadía deje de ser una costosa pérdida de tiempo y devenga en una inversión para la sociedad en su conjunto.

Este cambio de enfoque requiere considerar que son variadas las consecuencias individuales, sociales y políticas, y poco reflexionada la trascendencia penal, laboral y administrativa de las penas y del paso por la cárcel en sí, para el caso de aquellas personas que estuvieron privadas de la libertad pero no llegaron a ser condenadas.

En el ámbito carcelario cada vez es más notoria la ausencia de inversiones en condiciones edilicias y en programas efectivos de educación y de trabajo, vinculados con las prácticas laborales realmente existentes en el espacio en libertad. El programa de la Provincia de Buenos Aires “Más trabajo, menos reincidencia” se convierte –más allá de su nombre discutible- en una grata excepción en un panorama que refuerza la exclusión.

Exclusión que aumenta y es provocada también por leyes y resoluciones administrativas que impide a personas con antecedentes penales acceder a determinados trabajos, o incluso autoorganizarse en cooperativas.

Esa exclusión legal se suma a la de por sí terrible exclusión de hecho por parte del mercado de trabajo privado. El desarrollo de una tecnología que se basa en datos personales y la continuidad de una cárcel que se extiende como una mancha, provoca que las dificultades que tenía una persona previamente a ingresar a la cárcel se potencien luego al poseer el estigma material y formal de haber pasado por la cárcel.

El egreso de la cárcel aparece acompañado de un empobrecimiento económico y un deterioro de recursos intelectuales y sociales. Las repercusiones no solo se circunscriben a las posibilidades socioeconómicas, también se suelen traducir en afecciones y desmejoras permanentes en la salud.

Como sociedad muchas veces pasamos por alto que la educación y la actividad laboral resultan las formas más efectivas para lograr la (re)inclusión social. Y que ello, además de un mandato estatal, resulta positivo no sólo para esa persona sino también para su familia y para el resto de la sociedad, dado que es probable que ese ejemplo, multiplicado por cientos, por miles, al evitar la selectividad redunde en bajar la tasa de reincidencia en el delito.

Hace tiempo la prisión es una institución reproductora de violencia y degradación. Sería injusto ubicar al problema en la actualidad, lleva décadas. La realidad carcelaria de nuestro país se presenta lejos de los requisitos necesarios para cumplir con las funciones de inclusión social. Ese “deber ser” se muestra en pugna con un “ser” que no debería ser, y no solamente sirve para denunciar sino también para guiar políticas públicas y prácticas sociales.

Para que deje de haber un idealismo imposible de llevar a cabo, hace falta un debate sincero, que tome en consideración lo que efectivamente sucede en las cárceles, que analice la situación de vulneración de derechos que allí se inscribe, y provea de respuestas que modifiquen las posibilidades de desarrollo de las personas que la transitan y egresan de las mismas. Esto implica revalorizar las instancias educativas (como la Red Universitaria de Educación en Contextos de Encierro) y laborales en su interior. Y también evitar las barreras que en el exterior dejan como única opción una recaptura por parte del sistema de la violencia.

*Estas reflexiones se presentan como parte del trabajo de investigación desplegado por los autores en el Proyecto de Investigación “El acceso a la justicia después de la cárcel. Abordaje de factores socioeconómicos: los aspectos laborales”, radicado en el Instituto de Investigación, Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Salvador.

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