Además del cambio climático, hay otra crisis que nos amenaza de manera directa y es el peligro de extinción de más de un millón de especies animales y vegetales, que constituyen -nada menos- la red que sostiene toda la vida en el planeta, incluyendo la de nuestras sociedades. Son infinitas conexiones invisibles que hacen posible que haya disponibilidad de agua, aire y comida.
Un acuerdo internacional nacido de la histórica Cumbre de Río de 1992, que se llama la Convención de Biodiversidad (CBD), es la única instancia para darle un enfoque global a este tema complejo, que está directamente relacionado con el cambio del uso del suelo.
La pandemia de COVID-19, que paradójicamente es hija de la destrucción de la biodiversidad y de la invasión de ambientes, demoró la adopción de un nuevo acuerdo marco para detener el proceso de extinción para 2030, que debería haberse adoptado el año pasado en una reunión de partes (o COP) en la ciudad china de Kunming. La diplomacia pasó al Zoom y lo que tendría que haber sido un gran evento se dividió en dos partes. Una que empieza de manera virtual la semana que viene, con bombos y platillos pero sin anuncios concretos, y otra que se realizará en abril del año que viene de manera presencial para cerrar un acuerdo mundial.
Y en el mientras tanto, que es cuando se cocinan las cosas, la cancillería argentina está siendo acusada por organizaciones de la sociedad civil de obstruir una negociación constructiva y basada en la ciencia, en una sutil dinámica diplomática en la que juega con Brasil. Y esto no es un hecho azaroso: ambas naciones han expandido enormemente sus fronteras agrícolas por sobre sus territorios boscosos. Esa es la sentencia a muerte de una enorme cantidad de especies.
“Brasil y Argentina hablan de la importancia de la acción y la ambición, pero usan situaciones de proceso técnico o legal para retrasar las negociaciones. Es una posición de táctica”, comenta Diego Casaes, de la organización Avaaz. “Lo que estuvieron haciendo fue sacar lenguaje diplomático y científico concreto acerca de la urgencia que tiene hoy la conservación de la biodiversidad y lo hacen con la intención de debilitar el proceso para que tengamos un marco menos ambicioso. Los cuestionamientos técnicos en el fondo tienen malas intenciones pero tienen nombre y apellido. Y es soja transgénica”, agrega.
Las negociaciones que ocurren en el marco del sistema de las Naciones Unidas son por consenso y, por lo tanto, un sólo país es capaz de obstaculizar todo un proceso global. Por ejemplo, una de las cosas que están exigiendo Brasil y Argentina es establecer una línea de base para medir la pérdida de biodiversidad desde la era preindustrial, lo que es un objetivo directamente imposible. Tampoco quieren validar las negociaciones ocurridas online y demoran todo acuerdo a las instancias presenciales, lo que conspira contra la urgencia que el mismo tema impone.
Como todo acuerdo de la ONU, está lleno de lenguaje antipático y difícil de entender. Pero, en definitiva, de lo que se trata es de detener un proceso que algunos llaman la sexta extinción masiva. Es un colapso de la vida en una escala que no sucedía desde que un meteorito se llevó puestos a los dinosaurios, hace 65 millones de años.
Para evitar la catástrofe, se están evaluando una serie de medidas para esta década, que incluyen, entre otras cosas, el ordenamiento territorial de todo el mundo, la restauración de un 20% de ecosistemas degradados, la protección de al menos un 30 por ciento del planeta (aunque, con nuevos datos en la mano, la comunidad científica ahora está aconsejando proteger al menos la mitad antes del 2030), el redireccionamiento de flujos financieros que destruyen la biodiversidad -muchas veces expresados en forma de subsidios a la agricultura-, que se reduzcan en dos tercios el uso de pesticidas, eliminar basura plástica, reducir la pérdida de nutrientes del suelo, detener en un 50 por ciento las especies invasoras, el financiamiento anual desde los países centrales del orden de un mínimo de 200 mil millones de dólares, aunque varios economistas de primer nivel ahora creen que esa cifra es muy baja y debería rondar en al menos 800 mil millones de dólares anuales.
Sin ecosistemas robustos no podremos defendernos de los peores efectos del cambio climático ni del avance de nuevos virus. Entre otras cosas, se espera que la conservación de ambientes logre capturar al menos 10 gigatoneladas de dióxido de carbono, que es el principal gas que retiene el calor del sol en la atmósfera y calienta el clima. Ambas crisis -la atmosférica y la de biodiversidad- tienen los mismos factores propulsores: la destrucción sistemática de ambientes.
“Mientras la ciencia está diciendo que hay que proteger más áreas, hay países que no quieren saber nada con tocar el cambio del uso de suelo”, dice Casaes. “Lo paradójico es que, por ejemplo, se necesitan más áreas conservadas en la Amazonia para asegurar la humedad necesaria que benefician a los campos argentinos para la producción agropecuaria, pero al parecer los diplomáticos de Buenos Aires subestiman este detalle”, agrega Casaes.
El marco 2020-2030, que es lo que se tiene que terminar de sellar en Kunming, viene a reemplazar otra serie de metas que se acordaron en 2010 en Nagoya, Japón, la mayoría de las cuales estuvieron muy lejos de cumplirse. La emergencia del COVID-19, sin embargo, demostró cuán débiles somos a los cambios radicales en la biodiversidad. Un virus que debería haber convivido tranquilamente con un murciélago en un bosque de Asia, de repente, alteró toda la economía mundial y destruyó millones de vidas, sembrando un dolor difícil de apagar.
Todos estos convenios que parecen tan distantes, no obstante, terminan redundando en legislaciones nacionales y es por eso que Argentina y Brasil tienen las posiciones diplomáticas que tienen.
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